El lawfare, la oposición y el plan para enfrentar la amenaza

05 de diciembre, 2020 | 19.00

¿Puede interpretarse como coincidencia la cercanía en el tiempo entre el fallo de Casación que convalida la obtención de testimonios contra Cristina Kirchner por medio de explícitas y públicas amenazas de detener al testigo del caso y la decisión infundamentada de la Corte a favor de la ratificación del fallo contra Boudou, obtenido de un tal Vanderbroele a cambio de una importante –¡y también pública!- suma de dinero?

¿Puede aceptarse que un fallo acerca de una cuestión de Estado, como es la pena de prisión contra un expresidente, haya sido profusamente “anunciado” por los dos diarios de mayor circulación? ¿No se sienten los jueces de la Corte en el caso de aclarar y explicar tan insólita situación?

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Para la derecha argentina no hay otra cuestión importante que no sea terminar con la experiencia kirchnerista en el país. Claramente no se trata de ningún encono “personal” contra su principal referencia política. Se trata de que esa experiencia es clara y razonablemente considerada como un obstáculo y una amenaza contra los intereses de las clases más poderosas del país. Lo es por su práctica política en el gobierno y por su profunda identificación simbólica con el peronismo de los orígenes. Pero hay una razón del encono que excede la geografía y la política nacional: la política kirchnerista es vista desde la capital del imperio como un componente notable de una importante corriente política del sur de América durante la década anterior. Y los lazos entre el poder estadounidense permanente y el poder judicial argentino  no es una construcción ideológica trasnochada. Fue público el objetivo de ayudar a “reformar a la justicia argentina”: lo dijo, con esas palabras, el actual embajador yanqui, Edward Prado, en el momento de asumir sus funciones, a comienzos de 2018. Es muy fácil adivinar a favor de quién habría de pensarse esa “reforma”

 Esta explicitación abierta de los objetivos comunes por parte de la corporación corrupta enquistada en el Poder Judicial, los grandes medios de comunicación, los popes del poder económico y la embajada norteamericana es un hecho nuevo. Se le ha quitado todo envoltorio elegante al asunto; “no queremos a los kirchneristas en el gobierno”, dicen de modo abierto y explícito.

¿Cómo reaccionarán el gobierno y el Frente de Todos ante este explícito operativo desestabilizador? La clave no hay que buscarla en las primeras declaraciones de estas horas, sino en la política concreta que se vaya desarrollando al respecto. El fácil recurso de que no haya una política concreta al respecto no es una tercera opción; simplemente porque terminaría siendo una forma de la resignación a que el operativo de la derecha avance sin obstáculos. Claro que la elaboración de una estrategia frente a la cuestión del poder –que es lo que se está dirimiendo- no es simple. No puede ser, desde ya, pensada desde la “indignación moral” ni de un criterio abstracto de justicia. Tiene que tener en su interior el cálculo político, el manejo de los tiempos, la búsqueda de alianzas no convencionales, los recursos que puedan facilitar negociaciones con propios y sobre todo con ajenos. Todo eso –y mucho más- es el manejo táctico-político de la cuestión, distinto por esencia de cualquier conducta guiada por las emociones.

Cuando CFK “anunció” la fórmula de lo que sería el Frente de Todos esta encrucijada estaba presente; no, claro está, con nombres, apellidos y situaciones pero sí en su esencia. Para terminar con el flagelo neoliberal-macrista había que tensar al máximo la cuerda de la amplitud y la generosidad: su propia renuncia a encabezar la fórmula presidencial fue una forma contundente de ilustrar la estrategia. Y lo que vivimos bien puede considerarse un resultado bastante aproximado a aquellos cálculos. Se logró, por empezar, el triunfo electoral. Se construyó un esquema de gobierno tan amplio en su interior que, con frecuencia, produce cruces y chispazos. Y no solamente los chispazos propios de todo grupo político en el que se discuten ideas pero también ambiciones y mutuas desconfianzas; en este caso, los conflictos internos se originan en líneas de diferenciación política e ideológica que ninguno de los actores procura ocultar.

El primer año de la experiencia estuvo signado por una pandemia global inédita. Al principio, la forma enérgica en que se puso el cuidado de la población en el lugar central por encima de los cálculos del PBI anual, ayudó a consolidar la figura presidencial y ampliar su base de apoyo. Ya no estamos en esa etapa. Estamos bajo la dudosa certeza de que en pocos meses viviremos en la “normalidad”. Por otra parte estamos entrando en un año electoral. Como en pocos lugares del mundo, en nuestro país las elecciones de medio término son interpretadas en términos de “gobernabilidad”. Ninguna experiencia real justifica ese mito. El kirchnerismo perdió en 2009 y ganó (de modo apabullante) en 2011, el macrismo ganó en 2017 y perdió en 2019. Ahora la circunstancia que vive el frente en el gobierno está signada por la decisión de cuál va a ser la apelación con la que se buscará atraer el voto popular. Está claro que el rescate de las medidas redistributivas será un pilar en ese sentido, por lo que consiguieron o por lo que evitaron. Pero la situación social en la que se llegará a la elección tendrá, sin duda, un cuadro muy delicado, aun cuando en los meses previos pueda darse cierta recuperación. La gran cuestión será la cuestión de la esperanza social. Y hay que reconocer que será un territorio duro porque se combinarán en contra del gobierno los datos duros del deterioro y la incansable propaganda de las maquinarias mediáticas que hablan de la cuestión social como si el macrismo no hubiera sido.

La esperanza está en los compromisos y en la confianza en que estos serán respetados. La construcción de la agenda legislativa será, así, una de las claves de la credibilidad del gobierno en esta instancia. ¿Cómo se legislará y se controlará el cumplimiento de las leyes para el caso, por ejemplo, del control público sobre la formación de los precios, muy especialmente de alimentos y artículos de primera necesidad? ¿Cómo se defenderá el valor de la moneda nacional contra los intentos de golpes especulativos? ¿Cómo se asegurarán las condiciones dignas de trabajo, en el contexto de un auge inédito de la precarización sin límite? ¿Cómo se defenderá la educación pública en medio de los resultados de la crisis sanitaria?

Hace poco el inefable diputado nacional Luis Juez dijo, a propósito de la aprobación en la Cámara del aporte obligatorio de las grandísimas fortunas, “nos llevaron a judicializar y no le van a cobrar un peso a nadie”. ¿Alguien puede dudar de que el Poder Judicial va a ser un actor importante de la política nacional en el futuro inmediato? ¿Alguien cree que una actitud de silencio y olvido respecto de los aberrantes recientes fallos de Casación y de la Corte Suprema sea el camino del afianzamiento del poder gubernamental? Está claro que, sin sobrecargas emocionales ni infantilismo, hay que tener un plan para enfrentar esta amenaza. Y ese plan debe tener un corazón: una reforma judicial auténtica y profunda que empezara por la Corte Suprema debería formar parte de la próxima agenda legislativa.