La “fecha” del movimiento obrero y las confrontaciones en marcha

El arco político liberal-democrático parece paralizado ante la ofensiva imperial-mafiosa y el peronismo navega en la confusión. En ese contexto, la CGT tomó una decisión cuya velocidad es correlativa al avance intenso y violento del Gobierno.

14 de enero, 2024 | 00.05

Esta vez Héctor Daer puso rápidamente “la fecha”. El movimiento obrero ocupa la calle en rechazo del plan neoliberal el próximo jueves 24 de enero: un gesto de “alta intensidad”, inmediato y drástico. Cualquier decisión política está obligada a rendir cuentas sobre su justicia y su oportunidad, de modo que esa es la discusión actual: ¿había que esperar hasta que la amplia mayoría del pueblo rechazara la política del gobierno?, ¿había que “desensillar hasta que aclare?” Las decisiones políticas no se someten a un régimen de justicia y acierto prefijado, cada una de ellas es única e irrepetible. En este caso es una respuesta temprana -y que como tal no se dio nunca con tanta frecuencia en los cuarenta años de democracia.

¿Hay una especial hostilidad o desconfianza del movimiento organizado contra el presidente Milei y su gobierno? La respuesta no está en tal o cual definición “ideológica” de los vencedores en la última elección presidencial; es una descarga de medidas y de anuncios que transformaron en un sentido regresivo y claramente peligroso la realidad política argentina. Es cierto que no hay nada original o desconocido en el rumbo inicial del gobierno de Milei, como no sean los modos desaforados y los insultos pronunciados aquí y allá contra el estado, las organizaciones sindicales y contra cualquier fenómeno que exprese y explique la “decadencia argentina”. Es el “segundo tiempo” de Macri bien supervisado.

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La velocidad de la decisión es correlativa a la del avance intenso, violento e indiscriminado en la pretensión del actual gobierno de producir una contrarrevolución en la Argentina. Bien se puede decir que se trata de una contrarrevolución contra una revolución que nunca tuvo lugar. Es una práctica añeja de la derecha oligárquica, tiene el mismo tufillo macabro que la que en 1976 destruyó la democracia argentina en nombre de una lucha “contra la subversión”, fenómeno que estaba totalmente derrotado en aquel momento. En la realidad, Argentina vive un ya largo período histórico -desde 1930 hasta la fecha- de lo que Juan Carlos Portantiero definió en términos gramscianos como “empate histórico”: las fuerzas que defienden el desarrollo independiente, soberano y socialmente justo no logran imponer de modo estable su dominio y las fuerzas conservadoras tampoco. Unas se encuentran con los límites de la estructura dependiente y oligárquica históricamente triunfante en el país, las otras con una resistencia popular organizada muy difícil de doblegar. Dicho sea de paso, ese dato histórico pone en cuestión la leyenda negra que considera la tradición de la CGT y el movimiento obrero en el lugar de la fuerza conservadora que no permite la “modernidad argentina”. La modernidad de la clase dominante es el reino del abuso y del ridículo que hoy estamos viviendo.

Ahora bien, establecida la historia de este conflicto cíclico y nunca plenamente superado, conviene pensar la especificidad de nuestra etapa actual. Para eso conviene especificar un parteaguas de la historia argentina reciente: el levantamiento popular de diciembre de 2001 y sus secuelas políticas. Conviene no olvidar aquel diciembre. Conviene tener presente que en esos días circulaban papers de “influyentes pensadores y economistas mundiales” que aconsejaban poner la “administración económica del país” en manos de “expertos” internacionales mayormente pertenecientes a los círculos académicos que tenían y tienen como rasgo común su pertenencia inequívoca al radio de influencia de Estados Unidos. Necesitamos volver a esa referencia temporal porque de esa crisis terminal emergió el hasta ahora último intento de terminar con el manoseo sistemático de las instituciones políticas argentinas por parte del imperio estadounidense.

El golpismo militar y su continuidad bajo formas civiles no es un accidente de la historia, no puede entendérselos sin el marco de la dependencia argentina de los Estados Unidos. Una dependencia que en los últimos tiempos se ha expresado abierta y descaradamente en cada una de las intervenciones públicas del embajador de ese país en el nuestro (aplaudido públicamente como lo fue por las fuerzas internas que hoy componen la nueva administración). Seguir pensando el drama argentino como un resultado de nuestro “atraso intelectual y moral” no tiene ningún otro valor que el de mostrar la naturaleza íntima de quienes trabajan en el debilitamiento  del país como forma de avanzar sobre sus instituciones y sobre sus riquezas.

La CGT y otros agrupamientos sindicales se han cargado al hombro la función de poner un freno a lo que parece no tenerlo ni aceptarlo. Desde el 10 de diciembre en las instituciones argentinas campea el clima de un final absoluto de un largo capítulo de nuestra historia. Lo que se propusieron Uriburu, Lonardi, Aramburu, Onganía y Videla -para nombrar a los más conspicuos- hoy lo encarna un personaje más payasesco que cualquiera de ellos, pero -acaso por eso- más atractivo electoralmente hablando. El espectáculo de estos días de copamiento ilegal del Congreso por parte de una escuadra autoritaria y atropelladora que tiene entre sus figuras a un político de segunda línea como Espert es suficiente para aventar cualquier especulación que cuente con “dialogar” con los nuevos ocupantes del gobierno y del Congreso. Si eso llegara suceder sería una buena noticia, aunque un poco impensable.

Se debate entre los adversarios de Milei y su cofradía la cuestión de la “oportunidad” de la medida sindical y de las respuestas políticas que han ido surgiendo. Se juega con el miedo a que la confrontación abra paso a una “radicalización” del gobierno de ultraderecha. Todo puede ser. Pero si el ataque sistemático a los recursos del estado social argentino (sí, el estado social nuestro es tan legítimo como en cualquier otro país de la tierra), la promesa de palos para quienes protesten, la hiperinflación lanzada y controlada por el gobierno en colaboración con el FMI, el abuso contra jubilados, beneficiarios de planes sociales y trabajadores estatales, si ese ataque termina legitimado en la ley argentina, estaremos ante un cambio definitivo de régimen político entre nosotros. Del mismo tipo que intentó la última dictadura (peor que todas las anteriores) y naufragó en 2001 con De la Rúa y Cavallo; una vez más quieren imponernos ese destino, colonial y visiblemente fracasado a lo largo de nuestra historia.

La pregunta central es por la política argentina. Porque el arco político liberal-democrático parece paralizado ante la ofensiva imperial-mafiosa y el peronismo navega en la confusión. Se maniobra entre bambalinas para apoyar ese proyecto sin que se note demasiado. Por eso es que la política argentina parece acercarse a otra crisis de época. El ocaso del partido radical ha devenido en la ausencia de una voz que cada tanto aparecía para equilibrar los tantos del antagonismo argentino. Es muy difícil predecir los acontecimientos de este nuevo colapso político argentino. Pero lo que puede pronosticarse con grandes chances de acierto es que esta administración, este programa inicial y este lenguaje payasesco y provocador no superará los “logros” de todos los “procesos” orientados a reforzar y a hacer irreversible el lenguaje y los proyectos de la dependencia y la decadencia política definitiva entre nosotros.

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