El secreto de los éxitos que hasta aquí ha tenido el presidente Milei tiene diversas interpretaciones y se atribuye a razones muy diversas. ¿Es Milei el presidente de la derecha?, ¿el símbolo de los sectores concentrados del poder económico, ¿el hombre de Estados Unidos en la Argentina? Tal vez sea un poco de todas estas interpretaciones y acaso también de muchas otras, que incluyen el resentimiento social, el miedo, la frustración. Pero es posible que ninguna de esas interpretaciones sea correcta en términos absolutos. La agitación de esos disvalores hubiera sido seguramente funcional a la decisión de un voto positivo hacia el libertario, pero ninguno de ellos se hubiera colocado necesariamente en su razón central.
Acaso la razón del éxito presidencial podría también estar asociado a “otra cosa”, no una razón para el voto sino para la confianza. ¿Confianza?, se asombrarán muchos. Una persona con ese desorden en su presencia personal, con esa conducta grotesca y refractaria a cualquier forma de solidaridad entre las personas y con esa burla sistemática a cualquier reflejo democrático no puede suscitar confianza. Ahora bien, esta deducción que hasta hace poco tiempo podría haber suscripto cualquier elector sin mayor vacilación, hoy aparece lejos de lo indiscutible..
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Las razones de esta especie de “nuevo carisma” basado en la crueldad y su exhibición abierta, directa y grotesca podrían llevarnos a muchas perplejidades, entre ellas las que fueron magníficamente expuestas por el cientista social Francois Dubet en un texto de sugestivo título: ¿Por qué preferimos la desigualdad aunque digamos lo contrario?
MÁS INFO
Aunque a los argentinos nos guste ser “exclusivos”, formamos parte de una era precisa en la historia, la era de la crisis de las convenciones más profundamente arraigadas en el siglo XX. Nadie creía realmente que esas convenciones reinaran en esa época, todos sabíamos que la corrección de la palabra era un pacto colectivo que, entre otras cosas permitía vernos a nosotros mismos mucho menos malos, egoístas y violentos que lo que en realidad éramos. En esa revelación consistió la fuente del avance rápido y espectacular del feminismo en los últimos años. Fue el profundo impacto espiritual que sentimos (aunque parezca mentira, tanto los hombres como las mujeres) cuando en la conversación social tallaron las reivindicaciones -tan nobles e igualitarias, como las de la revolución francesa o la independencia de nuestra patria- que puso en escena el movimiento feminista.
Este último ciclo electoral argentino fue, además, el primero en términos de elección presidencial que para nosotros es la primera, después de la experiencia de la pandemia de coronavirus. En todo el mundo se han expresado cambios de tendencia electoral y, particularmente en algunos casos, un avance innegable de las derechas y ultraderechas. Hay una especie de crisis general del “pensamiento correcto” (o “políticamente correcto”). Algo así como un impulso a desautorizar lo más radicalmente todo el arsenal de las convenciones sobre lo bueno y lo malo, en general poniendo lo malo del lado de lo bueno y viceversa.
No es nada extraño ni inesperado que las elecciones políticas hayan sido el sitio central de este desplazamiento. Por supuesto que la fallida experiencia del gobierno peronista -fallida por su carencia de logros decisivos y por sus insoportables querellas internas, que eran de difícil explicación y escaso significado para los sectores políticamente menos activos-. Por eso vivimos “tiempos cualunquistas”, tiempos de pérdida de atractivo de lo político que terminan siendo en muchos casos el impulso a las experiencias “antipolíticas” que tienen una larga historia en las democracias “occidentales”. Con acentos y especificidades propias, son esas formas de la anti política las que han ganado espacio entre nosotros.
Este giro de la política tiene consecuencias en las relaciones de fuerza entre los partidos políticos existentes. Una vieja interpretación lineal sostenía que los tiempos turbulentos en la democracia traerían necesariamente al centro de la escena a las fuerzas más “rebeldes”. Acaso haya sido así también en este caso, pero lo que cambió y cambia es el lugar y el rol protagónico de esa “rebeldía”. Prestemos atención a un hecho impresionante que casi no convoca a ninguna reflexión política: la fuerza triunfadora de la derecha durante la “etapa kirchnerista” -el macrismo- parecía destinada a portar el estandarte de la oposición al peronismo. Pero no fue así. Hablar del por qué no fue así sería una propuesta importante para pensar mejor la política, sobre todo desde una perspectiva popular-nacional. Porque lo que habría que explicar no son cambios “estacionales” de breve duración sino problemas que están en la clave del debilitamiento de las fuerzas populares y democráticas en muchos e influyentes países del mundo. La jerarquía moral de la “democracia electoral” tuvo una época de ascenso a partir de la que fue llamada la “tercera era democrática”, la que alcanzó después de la caída de Franco en España y de Salazar en Portugal. No sin intencionalidad ideológica, el autor de esta interpretación histórica, el estadounidense Samuel Huntington, “incorporó” a la ola los procesos de derrumbe de los regímenes afines a la Unión Soviética.
Hoy estamos viviendo una “ola” distinta. El mundo no vive la sensación (equívoca, pero, para algunos, estimulante) de estar entrando en una nueva era de libertad -y mucho menos de igualdad-. Más bien es el tiempo de la “rebelión conservadora”, la que impulsa la reacción contra el feminismo, la que llega a recuperar argumentos negacionistas y a exaltarse con símbolos políticos de épocas que se consideraban clausuradas después del fin de la segunda guerra. Es posible que la derecha de hoy esté considerando que el pasaje actual hacia una desconfianza-indiferencia creciente respecto de la democracia y de la política se convierta en el prólogo de una nueva era mundial que cierre el círculo clamando por un regreso autoritario bajo nuevas formas capaces de asegurar apoyos populares que las viejas formas del golpismo autoritario, la violencia policial exacerbada y la ideología imperialista no conseguían.
Cuando observamos la exhibición grotesca con que la ministra de seguridad Bullrich prologa y organiza repugnantes escenas de violencia contra los reclamos legítimos (nunca como ahora) de los jubilados, tendremos que reconstruir una idea democrática del país que se ha ido debilitando justamente en el 40 aniversario de su recuperación. La democracia, los derechos sociales y la soberanía nacional no pueden ser defendidos y sostenidos por separado: constituyen el ser de la democracia.