Las democracias neoliberales incorporaron a nivel global la táctica empleada por el nazismo: la construcción del enemigo y su desaparición. Fue así que estimularon conductas racistas, antihumanistas, profundizando una grieta de odio en el tejido social, como si se tratara de un orden normal, y un condicionamiento en la manera de percibir, es decir, en el orden sensible.
En Latinoamérica, los gobiernos neoliberales construyeron formas de vida en las que no sólo utilizaron la instalación del enemigo -negros, indígenas, inmigrantes, mujeres, LGTBH, “subversivos”, marxistas, peronistas, sindicalistas…-, sino que también manipularon logrando un consenso social domesticado, que recibe con agrado las operaciones planeadas desde el Estado y sus grupos de tareas (parte del poder judicial y político, en connivencia con la corporación mediática).
Mediante prácticas más sutiles y con velo democrático, pero que comparten el objetivo de hacer “desaparecer” al “enemigo”, el terrorismo de Estado del 76 perseveró en el gobierno macrista elegido democráticamente. La persecución, el espionaje ilegal, el lawfare, las violentas operaciones y la Gestapo contra sindicalistas, fueron estrategias habituales planeadas desde el Estado y justificadas racionalmente por una parte importante de lo social.
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El carnaval de mentiras que instaló el neoliberalismo -como los derrames, las luces al final del túnel y el relato de los enemigos korruptos que “se robaron todo”- alimentó el odio de todo un sector social, conjugándose con deseos de venganza que fueron tomando el lugar de la política. La prédica cotidiana de los medios de comunicación corporativos a favor del individualismo, la mano dura y el gatillo fácil, junto a la erosión permanente de la autoestima como país y la falta de propuestas para transformar el presente, produjeron desencanto en la política y escepticismo social. Ese sistema perverso debilitó el deseo: restó un horizonte de futuro, una esperanza de mejora, un porvenir de igualdad y de justicia, lo que condujo a la depresión generalizada.
En resumidas cuentas, hace tiempo que sabemos que el neoliberalismo no es solamente un capitalismo en el que dominan las relaciones sociales de explotación. A la injusta distribución económica, hay que agregarle un orden social que funciona patológicamente y que percibe como si fuera normal la violencia que se ha entramado en el cuerpo social. Se trata de un veneno consumido por goteo y acumulado históricamente, que a pesar de los doce años de gobiernos kirchneristas no fue erradicado y llevó a perspectivas, representaciones y prácticas fascistas.
Jacques Rancière sostiene que la estética participa de la política. Según el pensador francés, hay un ordenamiento de lo sensible, una distribución social que define percepciones, lugares, espacios y tiempos que delimitan la existencia común.
Los gobiernos neoliberales construyeron democracias que desarrollaron un reparto binario de lo social, dividiendo entre ciudadanos y enemigos demonizados, además del aumento vertiginoso de “la parte que no tiene parte”, como denomina Rancière a los excluidos.
Está claro que para cambiar un orden establecido no alcanza con llegar al gobierno, ni con una mayor inclusión y ampliación de derechos. Las operaciones de inteligencia y los golpes blandos se desarrollaron en el seno de los gobiernos populares de la región. La experiencia cotidiana demuestra que, en el gobierno del Frente de Todxs, la mesa judicial está intacta, hay presos políticos, la Corte sigue operando en los sótanos de la democracia a favor de la impunidad y a la estafa nacional contraída durante el gobierno de Macri se la nombra deuda de los argentinos.
Es necesario otro reparto de lo sensible… hay que llamar a la política. Solo la acción política es capaz de despertar del adormecimiento normalizado del “mundo feliz” neoliberal, realizando un salto que permita alterar las maneras de sentir, ver, escuchar y decir. Se trata de introducir nuevos agentes, y deconstruir a los “enemigos” llevándolos al registro de sujetos políticos, con derechos y deseos de cambiar un orden de vida fascista y naturalizado.
La política popular de cuerpos y territorio tiene a su cargo la configuración de otro reparto de lo sensible que cuestione la distribución de los lugares y los roles de la comunidad, diferenciando ruido de palabra, creando zonas de comunicación diferentes a las impuestas capaces de discernir el vómito injurioso y la libertad de expresión, lo que está permitido y lo que debe prohibirse en las relaciones sociales.
Se precisa más política democrática que movilice afectos, imágenes, cuerpos, voces y que sea capaz de conmover los sentidos y significados habituales. Se precisa otro régimen estético que aporte nuevas identificaciones, reordene el espacio sensible, lo integre sin cerrarlo.
La política tiene el trabajo de configurar nuevas composiciones y relaciones, vencer al odio, al modo fascista de vida y construir un sujeto, el pueblo, que posibilite otro reparto de lo sensible.