“Desde el año 2006 empezamos en Bolivia un duro trabajo para conectar nuestras raíces individuales y colectivas, para volver a ser nosotros mismos, volver a nuestro centro, al taypi, a la pacha, al equilibrio de donde emergen la sabiduría de las civilizaciones más importantes de nuestro planeta”. Lo dijo David Choquehuanca en su discurso ante el congreso boliviano el día de su asunción como vicepresidente de ese país. Le habló de ese modo a un país que vivió en los meses que siguieron al golpe contra el gobierno de Evo Morales un tiempo de odio, de violencia y persecución, descargados no tanto contra un gobierno como contra un pueblo.
No hubo en su mensaje una sola palabra de rencor ni de venganza. Habló del trabajo realizado desde 2006, como si no hubiera habido una interrupción criminal orquestada desde la capital del imperio y ejecutada por Almagro como líder de la OEA. La intervención recurre al género utópico-religioso, lo que no puede dejar de estremecer en un mundo político que habitualmente vive en un mundo “realista”, que consiste en no reconocer ninguna posibilidad a favor de que el mundo de los seres humanos viva de una forma diferente. En el capital-parlamentarismo mundialmente predominante hoy no hay lugar para un diálogo serio sobre el futuro de la vida humana en el planeta. En el actual auge de una derecha facciosa y negadora, el día de hoy es lo único que cuenta. Pero no en términos de defensa de la vida digna sino bajo la forma de asegurar el funcionamiento de “los mercados”, no importa el costo que haya que pagar a cambio en términos de pérdidas de vidas, privaciones masivas y frustraciones colectivas.
Choquehuanca ha dicho desde su propia tradición religiosa palabras homólogas a las que pueden encontrarse en “Fratelli tutti”, la última encíclica del Papa, y en todas sus intervenciones desde su asunción como tal. ¿Son intervenciones políticas?, ¿intervienen en la realidad? Aquí el pensamiento neoliberal es unánime: cualquier apelación a lo comunitario, a la hermandad entre los seres humanos debe ser condenada porque es una especie de huevo de la serpiente autoritaria, un proto-comunismo que no puede sino terminar en las experiencias del siglo pasado. La política, vista desde la mitología neoliberal, existe para que el mundo pueda reproducir todo el tiempo los automatismos propicios a la concentración inaudita de recursos que hoy vivimos. Es decir: la política neoliberal es la no política.
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Se puede decir que lo que ocurrió el último fin de semana en Bolivia tiene una importancia política que excede largamente a ese país. En Bolivia estallaron las certezas del fin del ciclo popular de principios de este siglo. Del fraude electoral inventado por la OEA a un contundente triunfo de la misma fuerza que fuera expulsada del gobierno por una patota policial-militar ejecutora de la voluntad de minorías oligárquicas y de intereses extranjeros. La autoridad moral del nuevo elenco gobernante es abrumadora. Contra lo que cierto izquierdismo infantil predica, esa autoridad no es usada para activar enconos y enfrentamientos entre connacionales sino para establecer la perspectiva de la unidad. Una unidad que anida en lo plural, en lo diverso y hasta en lo contradictorio de nuestras sociedades. Una unidad sostenida no en la frialdad de un contrato jurídico sino en la apelación a un buen vivir colectivo construido sobre la base de una concepción no egoísta ni individualista sino en antiguos saberes morales y espirituales que no se usan para fundar un relato de dominio sino para abrir un curso distinto en las relaciones entre los seres humanos.
Los hechos de Bolivia no son aislados. No pueden desvincularse del triunfo del frente de todos en una elección en la que el imperio había puesto todas sus fichas (más de cuarenta mil millones de dólares) a favor del entonces presidente que era claramente su candidato. No se pueden separar del todo de la revolución constitucional del pueblo chileno ni de las expectativas de triunfo en Ecuador de una fuerza popular, ni de la consolidación institucional venezolana que tendrá en menos de un mes la elección de su asamblea legislativa. En Estados Unidos no ganó la elección una fuerza popular y transformadora pero sufrió un duro traspié una variante de la cultura de la derecha irracional, neoliberal y autoritaria.
El contexto de todos estos hechos es la pandemia. En nuestro país, el anuncio de las vacunas que podrían llegar a utilizarse en tiempos breves, sumado a la llegada del verano, crearon un clima de expectativa en una rápida transición hacia la “pos-pandemia”. Esto tiene un valor positivo, en la medida que disminuye el peso de la angustia y la desesperanza social. Pero debemos administrar la situación de modo muy prudente. Primero porque las vacunas todavía no están. Pero fundamentalmente porque, en el mejor de los casos, no nos espera una transición fácil y lineal hacia una “normalidad” cuyo retorno, además, estaría lejos de ser una promesa capaz de movilizar energías sociales.
El ánimo esperanzado es un capital importante. Debería ser utilizado para activar la iniciativa política en una dirección reparadora y solidaria, a una agenda en la que la vida buena de los chicos, de las mujeres, de las personas maduras y ancianas no fueran variables de ajuste de la “normalidad” económica sino objetivos fundamentales en sí mismos. De la energía que pueblo y gobierno pongan en esa dirección puede surgir la posibilidad de una convivencia social justa y democrática que no confunda diferencia política con odio y salvajismo. Desde el altiplano soplan esos vientos. Tan potentes son como para impulsar un reagrupamiento popular-progresista que tuvo lugar en simultáneo con la asunción del presidente Arce. Allí se firmó una declaración que denuncia al golpismo de la ultraderecha como la principal amenaza a la democracia y la paz social en el siglo XXI. La rubrican las máximas autoridades de España, Argentina y el país anfitrión, junto a destacadas personalidades políticas de otros países del mundo. Podría ser el comienzo de un nuevo lugar para la política internacional en la vida de nuestros países.