Si hay una historia que resume a la perfección el odio y la violencia hacia el peronismo es la del secuestro del cadáver de María Eva Duarte de Perón, ocurrido el 22 de noviembre de 1955, hoy hace exactamente 66 años. Aquel siniestro accionar de la dictadura militar que llevaba adelante Pedro Eugenio Aramburu es, sin lugar a dudas, uno de los hechos más macabros que se cometieron en la historia política de la Argentina. Esta jornada resulta fundamental para ponerle nombre y apellido a uno de los responsables de comandar semejante operación: Carlos Eugenio Moori Koenig, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), del que casi no hay material fotográfico. Quién fue y los relatos escalofriantes de lo que hizo.
Eran tiempos sumamente duros. A Perón le habían hecho un Golpe de Estado, el 16 de septiembre de 1955. Aquel día, la dictadura cívico-militar bombardeó la Plaza de Mayo y también trató de asesinarlo. Tras lograr su cometido, y con "El General" refugiado en Paraguay para evitar que lo asesinaran, los militares no se conformaron y decidieron ir por lo inimaginable: el cuerpo de Eva Perón, que había muerto el 26 de julio de 1952 por un cáncer en el cuello del útero y cuyo cadáver luego fue embalsamado por órdenes de su esposo.
MÁS INFO
Cómo fue la operación para secuestrar el cadáver de Perón
El 22 de noviembre de 1955, poco más de dos meses después del Golpe de Estado a Juan Domingo Perón, la dictadura comandada por Aramburu y Lonardi llevó a cabo un plan macabro. En su objetivo de censurar todo tipo de idea peronista, no sólo destruyeron estatuas, cuadros, objetos, insignias y símbolos sino que también decidieron secuestrar el propio cadáver de Eva Perón, que descansaba en la sede de la Confederación General del Trabajo.
En la jornada de dicha noche, un grupo de hombres ingresó al segundo piso de la CGT y se llevó el cuerpo de "Evita". La tenebrosa operación fue comandada por el coronel Carlos Eugenio Moori Koenig, que poco tiempo después se terminó obsesionando con el cadáver. Para corroborar que el cuerpo de Eva era el real, los militares le cortaron un dedo de la mano para tomarle las huellas digitales y el lóbulo de la oreja para realizarle un examen histológico. Luego, y durante varios meses, el mismo fue trasladado a diferentes puntos de la Ciudad de Buenos Aires. Mientras tanto, militantes peronistas lo buscaban por todas partes y, cuando se enteraban en dónde estaba el cuerpo, solían dejar velas y mensajes.
Una historia trágica en medio de los traslados del cadáver de Eva Perón
Con el temor de que los peronistas encuentren el paradero del cadáver de Eva Perón, Moori Koenig decide que el cuerpo fuera trasladado a diferentes lugares. Incluso, optó por ocultarlo en las casas de sus propios hombres. Por ejemplo, el mayor Eduardo Arandía, tuvo los restos de "Evita" en una baulera de su hogar. Sin embargo, aquella decisión lo atormentaba, al punto de que solía dormir con un arma de 9 milímetros debajo de la almohada. Tal es así que una noche escuchó ruidos procedentes de uno de los ambientes, vio una sombra de mujer caminando en la casa y disparó sin parar pensando que era Eva. Lo que registró segundos después es que aquella sombra era nada menos que la de su esposa, Elvira Herrero, a quien asesinó estando embarazada de ocho meses.
La obsesión de Moori Koenig con el cadáver de Eva Perón
Frente a la incertidumbre de no saber qué hacer con el cuerpo de Eva Perón, el escenario obligó a Moori Koenig a trasladar una vez más sus restos En esta oportunidad, fue llevado al edificio de la Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), donde la tuvo escondida en un cajón de su despacho. Como si fuera poco, el siniestro coronel solía exhibirlo con la gente de su entorno, como si se tratara de un trofeo... La obsesión del coronel era alarmante, al punto de que llegó a manosear y tener prácticas necrofílicas con el cadáver. De hecho, en una oportunidad, se la mostró a la cineasta María Luisa Bemberg, que acudió a dicho edificio por una tramitación. Impactada con la escena, lo comentó con sus padres que tenían vínculos con la dictadura militar, por lo que las autoridades decidieron realizar un nuevo traslado del cadáver.
En un fragmento del documental "Evita, la tumba sin paz", de Tristán Bauer, el coronel Héctor Cabanillas -antiperonista que falló tres veces al intentar asesinar a Juan Domingo Perón- reveló detalles acerca de la locura que tenía Moori Koenig con los restos de "Evita": "El coronel Moori Koenig había cometido unas fallas muy graves, irresponsables, muy imprudentes y anticristianas con respecto al cadáver. Yo lo conocí en el colegio militar. Siempre fue un hombre perfectamente normal, pero a partir de que tuvo el cadáver en sus manos, se enloqueció". Y aseguró: "Aparte con alcohol. Tomaba mucho y enloquecía. Él decía que esa mujer era de él, que le pertenecía a él".
Sin lugar a dudas, el que mejor describió la obsesión que Moori Koenig tenía con el cadáver de "Evita" fue el prestigioso periodista Rodolfo Walsh, que en el cuento "Esa mujer" logró plasmar la conversación que tuvo con un atormentado coronel, tiempo después de que Aramburu lo relevaran de su cargo.
El traslado del cuerpo de Eva Perón a Italia
Moori Koenig es desplazado debido a su abominable accionar y su lugar lo toma el coronel Héctor Cabanillas, que en su participación en el documental "Evita, la tumba sin paz", de Tristán Bauer, comentó cómo encontró los restos de "Evita": "Al tomar posesión del Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), me encuentro que al lado de mi despacho había un cuarto en el que había documentación en unos armarios, se encontraba el féretro con los restos de la señora María Eva Duarte de Perón. Fue impresión bastante intensa, una emoción bastante intensa también. Era prácticamente una muñeca porque estaba intacta".
¿Qué hacer con el cadáver de Evita? Era la preocupación que en aquel momento perseguía a Cabanillas y que también inquietaba a Aramburu, ya que temían que el peronismo lo encontrara. "Dos situaciones se presentaban en ese momento. Por un lado, la impresión que teníamos de que había un comando peronista preparado para rescatar ese cadáver, que podía ser utilizado como bandera política para sus fines. Yo me levantaba muy temprano y me encontraba con que frente a las puertas había velas encendidas y flores, lo cual era evidente de que había gente que sabía que estaba ahí", relató el militar. Y contó cuál fue la determinación: "Había gente del sector del Gobierno que tenía intenciones de desaparecer el cadáver, gente que quería arrojar los restos al río o destrozarlo y había gente que quería volar el edificio de la SIE para que desapareciera todo. Ahí surge la necesidad que le impongo al General Aramburu, de sacar el cadáver del país".
Finalmente, en 1957, la dictadura decide trasladarlo a Italia en la bodega de un barco mercante, con la complicidad del Vaticano y el Papa Pío XII. ¿La solución que encontraron? Fue sepultar el cadáver de "Evita" en el Cementerio Mayor de Milán el 13 de mayo de 1957 con un nombre diferente para que no pudieran encontrarlo: la bautizaron "María Maggi de Magistris", mujer que supuestamente había muerto en un accidente. El plan de los militares para evitar que descubrieran el secreto del paradero de los restos consistía en que una monja le pusiera flores a la tumba.
MÁS INFO
El secuestro de Aramburu y la posterior devolución del cuerpo de Eva Perón
El 29 de mayo de 1970, el entonces ex dictador Pedro Eugenio Aramburu fue secuestrado por un grupo de jóvenes de Montoneros, quienes ingresaron a su casa con falsas identidades a su departamento ubicado en Montevideo 1053, Ciudad de Buenos Aires. Entre los pedidos que hizo la organización, se exigió que el cuerpo de "Evita" fuera devuelto. Sin embargo, Cabanillas no logró reaccionar a tiempo y el dictador fue asesinado por el jefe Fernando Abal Medina.
La muerte de Aramburu hizo efecto en la postura de los militares. En 1971, y en pleno gobierno de Alejandro Agustín Lanusse, se decidió hacer un acuerdo con Juan Domingo Perón para devolverle el cadáver de Eva. El coronel Héctor Cabanillas debió comandar la operación y un auto fúnebre trasladó el cuerpo de "La abanderada de los humildes" hacia Madrid (España), más precisamente a "Puerta de Hierro", donde Perón se encontraba viviendo con su nueva pareja, Isabel Martínez.
Luego de constatar de que el cadáver era el verdadero, un informe determinó que sufrió 35 daños, entre golpes y quemaduras por parte de los secuestradores, por lo que debió ser restaurado por el Dr. Pedro Ara, justamente el encargado de haberla embalsamado. Luego, el 17 de noviembre de 1972, Perón volvió a la Argentina tras 17 años, pero el cuerpo de Eva quedó en Madrid. Aun así, el regreso definitivo de "El General" tuvo lugar el 20 de junio de 1973.
El triunfo en las elecciones presidenciales de 1973 le permitió a Perón tener su tercer mandato, aunque el 1° de julio de 1974 murió. Isabel Martínez de Perón asumió como presidenta y, luego de casi 19 años, el 17 de noviembre de 1974 dio el visto bueno para que regresen los restos de "Evita" para que descansen junto a los de "El General" en la Quinta de Olivos.
La dictadura de 1976 y el nuevo traslado del cuerpo de Eva Perón
El 24 de marzo de 1976, la dictadura militar comandada por Jorge Rafael Videla lleva adelante un Golpe de Estado contra Isabel Martínez de Perón. Luego de unos meses, el dictador se alojó en la Quinta de Olivos y decidió quitar los cuerpos de Eva Perón y Juan Domingo Perón de la cripta en la que estaban sepultados. Los restos de "Evita" fueron trasladados a la bóveda de la familia Duarte en el Cementerio de la Recoleta, ubicada en la Ciudad de Buenos Aires; mientras que los de Perón terminaron en el cementerio de la Chacarita.
Sin lugar a dudas, la historia de la política Argentina posee capítulos colmados de terror, obsesión y que, por sobre todo, tiene como protagonistas a la dictadura militar y la complicidad de una buena parte de la sociedad. Movilizados por el odio, el antiperonismo cruzó límites verdaderamente inimaginables, al punto de que se metió incluso con la muerte de una mujer que le cambió la vida a millones de niños, niñas, trabajadores y trabajadoras argentinas, quienes se movilizaron y aún lo hacen por convicciones y por el amor hacia una líder como "Evita". Cuesta creerlo, pero esto pasó y es imprescindible recordarlo para que haya conciencia y que nunca se repita.
MÁS INFO
"Esa mujer", el histórico escrito de Rodolfo Walsh en el que narra lo que pasó con el cuerpo de Eva Perón
Pese a que es considerado un cuento, lo cierto es que en el prólogo del escrito Rodolfo Walsh señala que se trata de una conversación que realmente existió. "Esa mujer" fue escrito por el reconocido periodista en 1966, tiempos en los que no se sabía absolutamente nada de lo que había pasado con el cadáver de Eva Perón, que tras su muerte había sido embalsamado por orden de Juan Domingo Perón, y luego secuestrado por la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu.
En las líneas escritas, Walsh narra un relato en primera persona en la que entrevista nada menos que a un ex Jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército para tratar de averiguar qué hicieron con el cuerpo de Eva. Aunque no lo nombra en ningún momento, aquel militar se trata de Carlos Eugenio Moori Koenig, responsable del secuestro de la esposa de Perón que, sin dudas, estaba obsesionado con "esa mujer".
Esa mujer, por Rodolfo Walsh
El coronel elogia mi puntualidad:
—Es puntual como los alemanes —dice.
—O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
—He leído sus cosas —propone—. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
—Esos papeles —dice.
Lo miro.
—Esa mujer, coronel.
Sonríe.
—Todo se encadena —filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
—La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
—¿Mucho daño? —pregunto. Me importa un carajo.
—Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años —dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
—Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
—La pobre quedó muy afectada —explica el coronel—. Pero a usted no le importa esto.
—¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
—La fantasía popular —dice—. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
—Cuénteme cualquier chiste —dice.
Pienso. No se me ocurre.
—Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
—¿Y esto?
—La tumba de Tutankamón —dice el coronel—. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
—Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
—¿Qué más? —dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
—Le pegó un tiro una madrugada.
—La confundió con un ladrón —sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
—Pero el capitán N...
—Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
—¿Y usted, coronel?
—Lo mío es distinto —dice—. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
—Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
—Me gustaría.
—Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
—Ojalá dependa de mí, coronel.
—Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
—Mire.
A la pastora le falta un bracito.
—Derby —dice—. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
—¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
—Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
—Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
—¿Qué querían hacer?
—Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
—Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
—Y orinarle encima.
—Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! —digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
—Esa mujer —le oigo murmurar—. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
—Desnuda —dice—. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd —el coronel se pasa la mano por la frente—, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos.
La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
—Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
—...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire
—el coronel se mira los nudillos—, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
—No.
—Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
—Pero esa mujer estaba desnuda —dice, argumenta contra un invisible contradictor—. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
—Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
—Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
—¿Pobre gente?
—Sí, pobre gente —el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior—. Yo también soy argentino.
—Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
—Ah, bueno —dice.
—¿La vieron así?
—Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
—Para mí no es nada —dice el coronel—. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
—A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
—¿Se impresionaron?
—Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
—Beba —dice el coronel.
Bebo.
—¿Me escucha?
—Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
—¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
—Tantito así. Para identificarla.
—¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
—Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
—Comprendo.
—La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
—¿Y?
—Era ella. Esa mujer era ella.
—¿Muy cambiada?
—No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
—¿El profesor R.?
—Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
—¿Enciendo?
—No.
—Teléfono.
—Deciles que no estoy.
Desaparece.
—Es para putearme —explica el coronel—. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
—Ganas de joder —digo alegremente.
—Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
—¿Qué le dicen?
—Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
—Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
—La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
—Llueve —dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
—Llueve día por medio —dice el coronel—. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
—¡Está parada! —grita el coronel—. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
—No me haga caso —dice, se sienta—. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
—¿Eh? —dice— ¿Eh? —dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
—¿La sacaron del país?
—Sí.
—¿La sacó usted?
—Sí.
—¿Cuántas personas saben?
—DOS.
—¿El Viejo sabe?
Se ríe.
—Cree que sabe.
—¿Dónde?
No contesta.
—Hay que escribirlo, publicarlo.
—Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
—¡Ahora! —me exaspero—. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
—Cuando llegue el momento... usted será el primero...
—No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
—¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
—Es mía —dice simplemente—. Esa mujer es mía.