El volumen electoral alcanzado por Javier Milei el último domingo es la noticia política argentina más espectacular desde la crisis de 2001 y el posterior proceso que dio en llamarse “kirchnerismo”. Se podría cuestionar la afirmación y plantear la condición del surgimiento de Macri como un hito importante en la actual configuración del sistema de partidos: en parte es así, pero la diferencia de lo actual radica no solamente en la aparición exitosa de un outsider que trastoca la forma del sistema de partidos políticos y renueva su formato.
“Cambiemos” se presentó en sociedad como una variante del sistema de partidos imperante, como la creación de una “amplia coalición” para derrotar a la coalición kirchnerista-peronista. El tinglado de Milei no se limita a ser un cambio del sistema de partidos; su pretensión es más “revolucionaria”, su meta parecería ser darle cabida y cobijo a una fuerza de revisión del sistema político argentino surgido de las cenizas de la última dictadura militar. Y el cambio que se ofrece es tan profundo como regresivo. Por empezar, su alma ideológica es más pretensiosa: no quiere ser la “derecha verdadera” del sistema surgido entonces, sino que entra en escena presentándose como la antítesis del pacto democrático de 1983, un pacto que nunca existió pero que funcionó como si hubiera existido.
La interpretación “post-malvinista” de la democracia estuvo signada por la necesidad de poner en cuestión lo que se consideró de forma hegemónica en aquel momento, como la explicación de la quiebra autoritaria argentina en 1976: la cuestión de la violencia política sustentada en la radicalización juvenil-popular operada en la década de los setenta. La histórica transformación que iniciamos con la crisis de diciembre de 2001 amplió una perspectiva más rica y plural de nuestra historia. Una perspectiva que incorporó la cuestión social y la cuestión nacional, como fundamento necesario del régimen democrático, es decir la cuestión de una democracia capaz de sostener los principios de la democracia liberal pero sólidamente anclada en una visión nacional-popular y de justicia social.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
La figura de Milei se recorta sobre ese fondo. Su soporte teórico es el “anarquismo liberal” o “anarco-capitalismo”, es decir la erosión del Estado no desde la idea de la justicia social, como ideal insatisfecho, sino desde la perspectiva del triunfo del “individuo” sobre el Estado. No es una casualidad el auge de este tipo de relatos incendiarios en el período de la vida humana en que surgió la pandemia más desastrosa en muchísimo tiempo. No es una casualidad en tiempos en que las formas de trabajo han derivado a las formas de explotación más indignas sostenidas en la “libertad” de los trabajadores. El anarquismo liberal es la guerra contra el Estado en todas sus instancias legales y constitucionales, a excepción de su regla de oro: el cuidado de la vida (de algunos) y de la propiedad privada con cualquier método que se considere eficiente al respecto. Una vez más aparece el recurso de un “purgatorio” que hay que recorrer en el “tránsito” hacia una sociedad exitosa, moderna, occidental, o palabreríos de ese porte. El discurso “libertario” no es sino la forma actual y provisoriamente extrema de la reducción y el vaciamiento de las históricas tres banderas de la revolución francesa: la libertad del individuo equivale a su lugar en el mercado, de la igualdad no se hable más y la fraternidad es un absurdo con el que se habrá de terminar, para bien del enriquecimiento de quienes se hagan merecedores triunfantes del “nuevo régimen”.
En los días posteriores al último domingo se puso de moda la reivindicación de Milei en los medios, incluso en algunos que ya no lo sostenían cuando sus expectativas electorales parecían haber adelgazado. Macri le extiende al libertario su abrazo fraternal en agradecimiento a su contribución al sostenimiento de su propia figura en el centro de la vida de la derecha argentina realmente existente. El peronismo y sus aliados no han salido de su estupor: ¿Cómo se hace para disputar contra un fenómeno que expresa tamaño antagonismo con cualquier tradición política vinculada a lo popular? En medio de la crisis surge la idea de “no confrontar” con el votante de Milei. Vamos a jugar con que quien lo votó no se va a arrepentir después de su victoria. Pero, ¿qué hacemos con aquellos que empiezan a prestarle atención especial después de su salto electoral?
Otro modo de la renuencia a la confrontación clara y abierta es la idea del “respeto al pluralismo” a “la diversidad”. La idea de los “buenos modales” en la política es un modo de ignorancia respecto de a qué nos referimos con esa palabra, con la palabra política. La política es lucha por el poder o, sencillamente, no es nada. Justamente cuando está en cuestión la “casta política”: ¿qué es lo que ha permitido la existencia de algo llamado “la política” como sector alejado y privilegiado frente a la sociedad? Lo que más ha contribuido a ese fenómeno es, justamente, lo que podría llamarse “levedad política”. Se dice que la política democrática forma adversarios, pero nunca “enemigos”. Eso está bien para delimitar las formas del enfrentamiento, excluyendo a la violencia en todo lo que sea posible. En esencia, toda política tiene enemigos. La cuestión es cuál es el fundamento de las enemistades políticas, si son los enconos personales o las convicciones. Mucha tinta se ha derramado a propósito de la relación entre política y moral; generalmente estas cuestiones se encienden alrededor del problema de la corrupción política. Pero la corrupción política suele estar envuelta en otro envase: en el de la indiferencia política, en la actitud del político que reduce su acción a una carrera, a una fortuna, a un prestigio. A todo aquello que decía Eva Perón cuando hablaba de los “honores” y del “puesto de lucha”.
¿Existe realmente la moral en política? ¿Consiste meramente en no apropiarse indebidamente de fondos públicos? ¿Equivale a ser bueno, a tratarse bien “entre políticos”? El Príncipe de Maquiavelo coloca la piedra de toque, el principio moral esencial del político: el aporte al sostenimiento del poder, a ese poder que el florentino vinculaba a la grandeza de Italia, a su independencia, a su modernidad en los términos capitalistas de la Europa de entonces. El Vaticano de entonces era un enemigo principal de esta concepción política que fue la que alumbró finalmente la modernidad europea, que tiene en su esencia la autonomía de la política respecto de la moral. No para construir una política “amoral” sino para instalar como responsabilidad principal del líder político no su moral individual sino su mejor servicio a la patria. En estos tiempos, el líder vaticano está de este lado de la valla.
Es realmente urgente que el movimiento nacional-popular ajuste su discurso político con relación a esta resurrección del individualismo extremo de la política. No se puede responder con formas “respetuosas” a este ataque demoledor que se está preparando contra nuestro pueblo. No se puede ofrendar respeto al ataque a los derechos de los trabajadores, a la complicidad expresa con las maquinarias globales que hoy funcionan como cancerberas de nuestra vida política, al ataque a los avances de la igualdad de género, a la reducción del Estado para crear nuevos cotos de caza de los grupos económicos locales y globales y debilitar los derechos del pueblo. La desaparición de la idea de la fraternidad humana podrá ser muy útil para la creación de fortunas gigantescas; pero para las personas de carne y hueso no puede sino traer más violencia y menos derechos.