Elecciones 2023 y democracia: La crisis de los cuarenta

Las elecciones terminarán con un país transformado en su modo de funcionamiento político. Sería deseable que la política democrática, la que se reclama heredera del pacto democrático de los años ochenta, revise su propio camino.  La amenaza es la disgregación.

12 de noviembre, 2023 | 00.05

En el próximo mes, la patria argentina cumple los 40 años desde la recuperación de la democracia tras la terrible experiencia del terrorismo de estado. 40 es un número significativo. Es el número que muchos de nosotros vivimos como un parteaguas en la propia vida personal. Es el tiempo de hacer balance. Es el tránsito hacia una nueva etapa. Suele hablarse, por eso, de “la crisis de los cuarenta”. Pues bien, estamos colectivamente en la crisis de los cuarenta los argentinos: han reaparecido interpretaciones de la historia de estos años que establecen un intenso vínculo con la experiencia del terrorismo de estado. Se habría podido esperar el surgimiento de mucha reflexión crítica sobre la experiencia transcurrida en este tiempo, las demandas no satisfechas, el funcionamiento de nuestro sistema político, los baches evidentes en nuestra carta constitucional. Y, en primer lugar, la agenda habría podido internarse en las complejas relaciones e interacciones entre la vigencia de las instituciones formales de la democracia y la persistencia de una larga crisis de nuestra patria. Una crisis recurrente que parece convertir en circular nuestro mundo histórico: “esto ya lo vivimos” es la frase con que le damos la bienvenida a las crisis, a las inflaciones, a las corridas cambiarias, a la especulación más infame y a los miedos, que no por aparecer cíclicamente dejan de provocar angustias colectivas profundas y duraderas. Claro que no se trata de una crisis continua y sin variantes temporales: la igualación entre el año 2001 y el 2015 cuando Cristina terminó su mandato no puede tomarse en serio en ningún caso. 

Hace cuarenta años que nuestro país afronta este atolladero, este cruce tan estable como destructivo entre la vigencia de la democracia electoral y la debilidad estructural para asegurar beneficios duraderos para nuestro pueblo en términos de distribución de la riqueza: la “justicia social” contra la que razonablemente despotrica el menos llamativo que provocador candidato presidencial de la ultraderecha. En los años que vienen el fortalecimiento de nuestra democracia depende de modo principal de la recuperación de niveles de vida de nuestra población trabajadora. Sin un pueblo unido, aún en sus diferencias no hay modo de fortalecer la democracia y asegurar su perduración como régimen. Cristina afirmó en forma reiterada que el suelo en el que se apoya esta frustración estructural de nuestro país es el funcionamiento de una economía “bimonetaria”. que es esencialmente nuestra dependencia neocolonial respecto a Estados Unidos. Cuarenta años después de aquella histórica recuperación de la democracia, nuestro país adolece de una poderosa limitación al fortalecimiento de las instituciones democráticas, como es esa dependencia.

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Hubiera sido esperable (y todavía queda un mes para el festejo como para aprovechar el dato del calendario) una reflexión sobre estos cuarenta años en relación con nuestro presente y nuestro futuro. Pero el “recordatorio democrático” se cruzó con un período preelectoral muy particular: la discusión electoral no intentó una revisión democrática y superadora. Por el contrario, vimos y vemos renacer el fantasma del negacionismo y hasta la reivindicación de los usurpadores terroristas del poder en marzo de 1976. Un hecho sin antecedentes en los cuarenta años; porque la palabra político-electoral no practicó el habitual respeto formal por la democracia y el impulso a una reunión del pueblo argentino bajo esas banderas, las de la patria, la libertad y la unión nacional. El centro de la escena -en lo que al “espectáculo” electoral concierne, lo ocupó un discurso pobre, chabacano e insultante.  Un personaje ciertamente muy económico en sus recursos reflexivos y expositivos. Con un puñado de palabras (liberalismo, rechazo del “estado autoritario”, iniciativa privada, retiro absoluto del estado) se inundó la escena electoral, permitió empobrecer el debate político y reforzar las tensiones en el interior del pueblo. Hubo que hacerse cargo de contestar el discurso tan agresivo como pobre del candidato de ultraderecha Javier Milei.

Lo dramático del caso es que el discurso político predestinado a atacar las instituciones democráticas, a proclamar la falta de derechos y su total sumisión al principio del interés individual se esparció sobre el suelo político de la lucha por el voto. Es decir, la “publicidad electoral” se situó en el terreno de una lucha central contra el estado, y contra las libertades públicas. De todas las declinaciones del discurso político liberal, Milei prefirió la que proclama una intensidad de la violencia que la haga más efectiva. Cómo pudo atraer, como atrajo, una porción importante del electorado a favor de la violencia, de la intolerancia, de la renuncia a cualquier pertenencia patria, es un gran tema cuya centralidad no decaerá después de que la elección haya terminado.

Ahora bien, el caso es que la emergencia de este candidato, el peso de su adhesión entre los jóvenes y particularmente entre los jóvenes trabajadores debería constituirse en la señal de atención a la amenaza autoritaria a nuestra democracia y no ser reducido a una moda circunstancial. Haría falta hacer resurgir el sueño democrático en esto que es una nueva época mundial: la de la crisis del sistema internacional de la post -segunda guerra, del mundo unipolar. Y en el interior de esos interrogantes de alcance mundial y enormes urgencias, abrir el debate sobre los pilares de nuestra democracia -incluyendo si fuera posible sus pilares constitucionales. Con todos los riesgos que provoca esta amenaza explícita al sistema democrático por parte de uno de los principales candidatos, debe pensársela como una oportunidad para la democracia argentina. Por lo pronto habría que consagrar como el primer punto de un eventual nuevo acuerdo democrático la urgente necesidad de revertir la grave situación socioeconómica en la que se internó Argentina. Los índices de pobreza e indigencia vuelven a llevarnos a una situación de emergencia social. Y, para colmo uno de los dos candidatos a la presidencia que quedaron en pie mantiene de modo inflexible la “promesa” de reducir el gasto estatal, especialmente el que no concierne a los grupos económicamente dominantes en el país. Las elecciones terminarán con un país transformado en su modo de funcionamiento político. Sería deseable que la política democrática, la que se reclama heredera del pacto democrático de los años ochenta, revise su propio camino. El camino de la desunión, el del encono, el del abrazo incondicional con los poderosos de adentro y de afuera, el camino del insulto y la agresión es la amenaza principal que sufrimos. Es posible pensar que la lucha contra los enemigos de la democracia facilite acercamientos políticos y programáticos entre quienes quieren hacerle frente.

Va quedando claro que esta ruta nos condujo a la producción de un avance de las derechas que nos retrotrae a situaciones que nadie esperaba que regresaran. La amenaza es la disgregación. Es la división por el encono y los rencores. Sería el regreso a las peores épocas de nuestra historia. Es de esperar que la política argentina comprenda la emergencia, que el diálogo fluya en la diferencia y en la diversidad. Que haya voluntad de unión nacional, lo que no significa la ausencia de diferencias. Si se abre una etapa de diálogo mutuo y de responsabilidad común, la Argentina estará ante una gran oportunidad de recuperación económico-social y de fortalecimiento institucional. Será una época de nuevas canciones, que, en ningún caso exalten la violencia y la división de los argentinos.

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