El retroceso de matar al Leviatán

03 de septiembre, 2023 | 00.05

La prensa hegemónica emprende cotidianamente una tarea conocida, transformar todas las noticias en malas noticias, incluso las buenas, como puede ser un bono salarial de magros 60 mil pesos, encima en dos veces y a cuenta de futuros aumentos y que, además, llega semanas después de un salto devaluatorio. La medida se puede cuestionar por escasa, por haberse demorado, pero no por su oportunidad, en tanto se trata, precisamente, de un tibio intento de compensar ingresos después de una devaluación.

Lo lógico habría sido anunciar estos aumentos junto con la devaluación, pero ello podría haber provocado que el FMI retacee desembolsos y agrave aun más la inestabilidad macroeconómica. Sergio Massa aseguró primero los recursos y luego anunció el paliativo. La devaluación, dijo, fue una imposición del organismo. Mejor creerle, porque no hay un solo economista que no hubiese predicho la rápida licuación de la medida en un contexto como el actual. No hay dudas de que el próximo gobierno deberá replantearse seriamente el vínculo con el Fondo. Pero además, no hay forma de que tal cosa no suceda, pues las obligaciones emergentes de la relación son incompatibles con la estabilidad social.

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También es normal que chillen quienes tienen que pagar la compensación. Las relaciones económicas reales son el mundo del egoísmo, no del altruismo. Eso es, precisamente, la lucha de clases, capitalistas y trabajadores intentando llevarse el máximo posible de la torta en función de sus poderes relativos en el mercado. Si alguien se beneficia por una devaluación, recibiendo más pesos por cada dólar exportado o pagando salarios reales más bajos, no quiere que al mismo tiempo le licúen el beneficio cambiario vía mayores costos, sean salarios o impuestos.

Estas resistencias corren para los empresarios, pero no debería pasar lo mismo con gobernadores e intendentes, como sucedió, mucho menos si son peronistas y la continuidad en el poder de la propia fuerza se encuentra en riego. Desde fuera no se entiende muy bien un juego que, al mismo tiempo, desnuda lo licuación del poder del gobierno central para la toma decisiones, un poder que solo las elecciones podrán reconstruir. No hay cosa tal como “plan platita”, solo “plan llegar”.

Pero vayamos a lo esencial. Para mediar en las relaciones egoístas entre el capital y el trabajo, para pensar en el bien común y establecer algún tipo de equilibrio, está el Estado, que según la teoría es “un aparato de dominación” de la clase que lo controla, de lo que se desprende que el accionar del Estado no es neutro. Están quienes quieren que funcione en favor de los más desfavorecidos, quienes quieren que no se meta en las relaciones entre los actores y quienes directamente quieren destruirlo. Los dos últimos se parecen bastante. 

En el presente, el discurso político retrocedió tanto que se vuelve indispensable aclarar lo que hasta ayer parecía obvio. Si el falso ambientalismo, por ejemplo, llevó a tener que repasar conceptos tan elementales como producto, productividad y restricción externa, la irrupción del anarcocapitalismo como opción electoral demanda repasar las funciones más básicas del Estado.

Si no hay Estado interviniendo en la lucha de clases, la situación resultante es la del zorro en el gallinero. Si lo que finalmente triunfa es “la libertad, carajo”, el trabajador verá sus ingresos y sus condiciones laborales agravarse progresivamente, no solamente el trabajador registrado, como algunos creen, sino el trabajador como clase, todos. Lo que se verá es desandar la historia, porque la historia de las luchas de los trabajadores organizados, empezando por la duración de la jornada laboral o “el descanso hebdomadario”, es una historia de lucha por más y mejor regulación. La “libertad” que el anarcocapitalismo propone es que no exista regulación, de nuevo, la libertad del poderoso frente el débil.

En los mercados de trabajo no está todo bien. Algunas regulaciones se desvirtuaron y se parecen más a privilegios de pocos. Los sujetos regulados también cambiaron. La clase trabajadora del presente no es la de los tiempos del fordismo, la de la línea de montaje bajo un mismo techo, el trabajador de overol, registrado, sindicalizado y con jornada laboral estandarizada, es decir no es la clase trabajadora del primer peronismo. La nueva naturaleza del mundo del trabajo es mucho más heterogénea, con trabajadores en blanco y en negro, ocupados y subocupados, con “emprendedores” y “microemprendedores”, contratados en forma directa y tercerizados.

En Argentina este mundo, el del salario en blanco, con todos los derechos, alcanza a lo sumo a la mitad de los trabajadores. Muchos cobran en negro, sin aguinaldo, vacaciones y estabilidad, mientras que para otros el salario no es su forma de ingreso habitual, reinan el “honorario”, la factura del monotributo o la simple changa. Quien intente representar tiene que asumir estas nuevas realidades y proponer y legislar en consecuencia. Ya no seduce defender absurdos como la “planta permanente” en el Estado, lo que con doble vara se le critica a los jueces. O defender solamente los derechos que disfrutan los trabajadores registrados afiliados a un sindicato.

Pero de nuevo, reconocer las transformaciones en el mundo del trabajo y la necesidad de adaptar las regulaciones a los nuevos tiempos es algo profundamente diferente a destruir las regulaciones. Una cosa no justifica la otra, como parecen creer los “comprensivistas” del nuevo “sujeto desideologizado de ultraderecha”, valga la contradicción. La política es la lucha por el poder, no es comprender sin juzgar. La alienación es un viejo producto del capitalismo.

Pero los problemas de una sociedad en dificultades, de una sociedad que lleva medio siglo destruyendo su Estado de bienestar, no se limitan solamente al mundo del trabajo, también se encuentran en todas las dimensiones de lo público, como la seguridad, la salud y la educación. Los anarcocapitalistas parecen creer que el Estado son los pocos miles de cargos políticos de la alta gestión y la AFIP y no los cientos de miles de policías, jueces, maestros, profesores, médicos y enfermeros que cotidianamente construyen la salud, la educación y la seguridad públicas. Sin dudas en estos rubros también hay mucho que mejorar, pero también aquí se necesita más y mejor Estado, no su eliminación. No son temas que se solucionen con menos intervención, “váuchers”, libre portación de armas y justicia por mano propia, una tríada en la que solo puede creer una sociedad degradada, por las razones que fueren.