En nuestro país, los debates presidenciales han ido alcanzando una atención colectiva considerable. En principio, la oportunidad de que ciudadanas y ciudadanos puedan ver y escuchar de modo directo a quienes aspiran a presidir la nación, mostrando los argumentos que sostienen sus pretensiones contestando preguntas y escuchando los reparos de sus adversarios puede reconocerse como un instrumento favorable a la potencia de nuestra democracia. Sin embargo, la historia de estos eventos tuvo un comienzo digno de ser observado críticamente, en oportunidad del debate presidencial entre Scioli y Macri del año 2015.
En esa ocasión el candidato finalmente ganador, Macri, repitió y dramatizó una serie de compromisos para su eventual futuro gobierno. Y complementó la obra atribuyendo a su adversario la voluntad de confundir a los espectadores “mintiendo” sobre sus reales propósitos y atribuyéndole designios antipopulares (que después serían los verdaderos planes, objetivos y acciones de gobierno.
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El operativo fue tan mentiroso como eficaz; le permitió al líder del PRO despejar interrogantes sobre su proyecto real y ganar la confianza de un amplio sector que dudaba de él por su historia. Dijo que sostendría y continuaría con una serie de políticas en diversos terrenos, puestas en marcha por los últimos gobiernos peronistas, que fueron rápidamente clausuradas de modo inmediato a su asunción.
En pocas palabras: la mentira política fue ampliamente premiada por los resultados electorales. Lo más complejo del problema es que no tiene solución política ni jurídica; no hay manera de prohibir los anuncios y declaraciones mentirosas por el simple hecho de que la política no se reduce a un catálogo de promesas, cuyo incumplimiento pueda ser castigados legalmente, por el simple hecho de que su materia es la imprevisibilidad: nadie puede saber cuáles son las condiciones reales de ejercicio del poder en el tiempo y el espacio en que éste se ejerce.
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La mentira política no es un hecho de la naturaleza, es una experiencia colectiva que no tiene -ni aceptaría- rígidos castigos legales. Un ejemplo cercano lo ilustra: poco tiempo después de la elección del actual presidente se desencadenó una pandemia de alcance global, imprevisible y destructiva; el abandono de sus promesas iniciales no podría deducirse como “mentira” en una práctica posterior en la que las circunstancias habían cambiado bruscamente para peor.
La política es una sucesión aleatoria de circunstancias y no un proceso “natural” que se puede anunciar como se pronostica el estado del tiempo.
¿Cómo se presenta el debate actual? Los candidatos han actuado hasta aquí (particularmente los tres con mayores expectativas de ganar la elección, o por lo menos llegar a la segunda vuelta) con mucha claridad de lo que sería una eventual presidencia de cada uno. A diferencia de lo que hizo Macri en 2015, nadie dejó de lado su posición político-ideológica para acercarse a posibles votantes eventualmente distantes de esas posiciones -que, en todos los casos, fueron y son ampliamente conocidas por amplios sectores de la sociedad argentina.
Ni Bullrich ni Milei ocultaron sus propuestas de achicamiento del estado, de reducción de derechos sociales y civiles, de represión de la protesta social explicitada en la forma de un “país ordenado”.
Por su parte, Massa aprovechó su condición de funcionario principal del actual gobierno para avanzar en proyectos de ley e iniciativas que se fueron concretando, en parte, en el propio tiempo previo a la elección. Es muy difícil que las respectivas situaciones “posicionales” pueda ser negada en el debate: todo lo que eso lograría es facilitar su refutación y debilitar la confianza de sus potenciales votantes. Por eso, el interés se desplaza: nadie espera que los panelistas del debate “anuncien” cuál será su hoja de ruta una vez llegado al gobierno, se espera -más bien- escuchar sus fundamentos, sus razones para que cada uno tenga una idea de país como la que tiene y cuáles serían las formas de hacer avanzar su proyecto.
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Por el lado del gobierno, podría celebrar el hecho de haber llegado a tiempo con medidas redistributivas importantes: si en lugar de producirlas las hubiera prometido, habría quedado enredado en una trampa contra sí mismo, hubiera hecho promesas en lugar de cumplirlas y convertirlas en hechos prácticos. Sin embargo, Massa tiene que cargar el hecho de que este giro redistributivo y solidario llegó en lo fundamental en la última etapa de vida de este gobierno. Se podría decir que, en el episodio de la pandemia, el gobierno de Fernández mostró su mejor rostro en lo que a sensibilidad y energía frente a una situación muy grave y totalmente inesperada; pero no se puede evitar la sensación de que ese giro se demoró mucho y la situación social retrocedió hasta niveles muy delicados.
Si se acepta este cuadro como contorno práctico del debate, lo más interesante sería que se abriera paso esta noche una discusión esencialmente política. ¿De qué se trata políticamente en la Argentina de los próximos años? ¿De recuperarnos aprovechando las nuevas condiciones mundiales que se insinúan y abrir paso a un proceso de industrialización que pueda aprovechar los avances de la infraestructura productiva y de las mejoras potenciales de nuestras exportaciones, o de ratificar el modelo el modelo de país exportador de commodities y ajeno a cualquier proyecto de industrialización? ¿Puede el país aprovechar esta oportunidad histórica sustentada también en un nuevo posicionamiento internacional que se insinúa con nuestra entrada en el BRICS o debe resignarse a su pertenencia a un mundo unipolar en decadencia y más agresivo que nunca?
Quienes sostienen que el país tiene que desmantelar su Estado (el estado social, el estado nacido con el primer peronismo) tendrían que utilizar el debate para hacer creíble ese designio. Hasta ahora los argumentos (cuando aparecen) a favor de esa hipótesis no son sino repeticiones que tienen poca o ninguna novedad: son todos muy parecidos a los que en otra época presentaron Alsogaray, Videla, Martínez de Hoz y Cavallo. Si insisten en esa línea, podrían ser invitados por Massa a explicar la historia argentina por la que hemos pasado buena parte de los que vamos a votar el 22 de octubre, desde quienes votan por primera vez hasta quienes votamos todas las veces que las dictaduras o las “democracias” proscriptivas nos lo permitieron.
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Ojalá que este debate marque una inflexión en una práctica defendible en términos democráticos, aunque no equivalente a una confrontación plena entre proyectos, en la medida en que el espectador estará inevitablemente imantado por los retruques, por los gestos, los modales y hasta el modo en que estarán vestidos los candidatos. El debate es, en buena medida, un espectáculo televisivo y no dejará de serlo. La pregunta es si existirá el ánimo de profundizar un debate democrático y popular, lo que será en última instancia un aporte confluyente con el debate y la militancia de todos los días.