El último viernes un rumor transformado en noticia periodística provocó una fuerte conmoción en un sector muy importante de la opinión pública argentina. El anuncio de la candidatura presidencial de Cristina Kirchner y su inmediata y potente repercusión denotan -por si hiciera falta- la centralidad política de la ex presidenta en el cuadrante popular de la sociedad argentina. Desde la perspectiva de ese “acontecimiento que no fue” (por ahora) es posible, y acaso útil, revisar el carácter y el sentido de las últimas intervenciones de Cristina: de lo que se trata para ella es de no convertir su presencia en la boleta electoral en un remedio milagroso para los males del país. Claro que desde el punto de vista que se pretende exponer aquí, su decisión de presentarse no sería un hecho menor.
Es absurda la queja por la personalización de la política que el entusiasmo cristinista provoca: durante las últimas décadas se ha desarrollado en todo el mundo la centralidad del candidato en el desarrollo de las elecciones. Los partidos políticos dejaron de ser agregadores masivos de demandas, formadores de perspectivas ideológicas y constructores de identidades políticas -muy relacionadas con la centralidad de las clases sociales en sus definiciones- para convertirse en máquinas electorales cuya función principal y casi única es la de respaldar candidaturas forjadas fuera de los partidos; visiblemente ante las cámaras de la televisión. La literatura política ha llegado a concebir la idea del “partido personal”, concepto para entender el cual alcanza con seguir la trayectoria política de Javier Milei. Cristina visitó de modo muy excepcional los sets televisivos; su emergencia al primer plano tiene el sello de la crisis de 2001 y el ascenso inesperado y contundente de Néstor a la presidencia de la república desde el extraño formato de una elección del partido justicialista simultánea con los comicios presidenciales.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Más allá de estas consideraciones su centralidad actual está fuera de discusión. El verdadero debate -el que la propia Cristina propone cada vez que habla en público- es el del contenido programático-político de la disputa electoral que se avecina. Ha propuesto la necesidad de un “programa” que el frente de todos se comprometa a desarrollar. Curiosa experiencia populista la de llamar la atención sobre la necesidad de que cualquier candidatura esté sostenida por un compromiso hacia el futuro que su portador presente a la sociedad. Tal vez eso esté reconociendo autocríticamente la falta de esa claridad propositiva en el proceso desarrollado en 2019 a partir de que CFK “designara” a Fernández como candidato presidencial y a ella misma para la presidencia. (Dicho sea de paso, no se encontrará en el mundo ningún antecedente de ese episodio que pudiera permitir el ejercicio de un “análisis político comparado”).
En el diálogo con sus simpatizantes, Cristina está exponiendo la necesidad de un salto político en el interior de lo que se conoce como “kirchnerismo”. Está reclamando (en un reclamo que la incluye a ella misma) una reflexión crítica de la experiencia, una convocatoria a una autosuperación política del espacio. Y el reclamo no es (no podría ser) abstracto y general sino concreto y urgente: consiste en pensar la situación argentina, en concentrarse en los dilemas políticos que nos atraviesan, en las amenazas que nos recorren y en las oportunidades históricas que pueden ayudar a salir de este tembladeral en el que se ha convertido la democracia que supimos recuperar hace cuarenta años.
La cuestión crítica es la deuda contraída por el gobierno de Macri y cuyo abordaje constituye la clave de nuestro futuro. La deuda fue una estafa. Fue una decisión tomada por el FMI en contra de su carta orgánica, un modo de satisfacer reclamos de grupos multinacionales de timberos cuya única preocupación consistía en salvar sus exorbitantes ganancias financieras. Fue una “ayuda” para un gobierno dañino y moribundo pero que era “uno de ellos”, es decir un cómplice de una política de dominación neocolonial. Pero hoy está claro que fue también una movida geopolítica preventiva del establishment norteamericano ante el surgimiento de un polo alternativo que le disputa su hegemonía mundial: sin este endeudamiento criminal Argentina tendría las manos más libres para encarar sus negocios internacionales sin sufrir las presiones norteamericanas. Presiones que adquirieron un nivel de obscenidad pocas veces vista en el reciente encuentro de la delegación gubernamental argentina con el presidente norteamericano.
A la luz de lo que está ocurriendo está claro que la deuda macrista es, ante todo, un mecanismo de la puja de Estados Unidos por defender sus posiciones en lo que siempre han considerado su “patio trasero”. Que el acuerdo con el FMI no fue una jugada circunstancial y mucho menos una maniobra económica. Y eso lleva a volver a la insistencia con que Cristina viene colocando en el centro la cuestión del dólar (economía bimonetaria es el giro que utiliza). La “bimonetariedad” es una forma central, principal del sometimiento neocolonial en la Argentina. Y es una herramienta fundamental de extorsión contra cualquier gobierno que decida emprender una política independiente. Lo dicen con claridad mafiosa: “nos preocupa la relación que ustedes están teniendo con China”.
Por eso, la cuestión de la deuda con el FMI es central para el futuro argentino. Porque Argentina está cerca de su integración a los BRICS. Porque Argentina cuenta hoy entre sus oportunidades la posibilidad de un acercamiento estratégico profundo con el Brasil de Lula. Porque Argentina y Brasil no pueden ser fácilmente presentados como estados fallidos o como focos del terrorismo, que son los anatemas más recorridos por el aparato de comunicación imperial para hablar de los países de la región y del mundo que no obedecen las reglas de juego del imperio. Y porque esta comunidad brasileño-argentina es la base para la reconstrucción del tejido integrador latinoamericano.
Claro, el problema que los argentinos tenemos el futuro “demasiado cerca”. Mucho de ese futuro se resuelve en las próximas elecciones. Unas elecciones que encuentran al campo popular en una situación crítica. Los años del actual gobierno han sido años difíciles y contradictorios. Ciertamente es en el asunto más sensible -el de los ingresos y las condiciones de vida de sus sectores populares- que el gobierno del Frente de Todos tiene sus deudas más evidentes. Claro que eso no puede significar el desconocimiento de las circunstancias nacionales y mundiales en las que se desarrolló, pero no hay triunfo popular sin una promesa -audaz y al mismo tiempo realista y creíble- que genere un entusiasmo, que hoy es sumamente débil, y una promesa política y programática concreta, una hoja de ruta capaz de sustentar en términos políticos reales ese entusiasmo necesario.
El autor de esta columna no ha ocultado nunca su posición a favor de la candidatura presidencial de Cristina. Y no será esta una excepción. Pero eso no debe confundirse con la idea de que esa candidatura pueda ser un pase mágico que supere el denso laberinto que los poderes fácticos locales y globales han construido para nuestra patria.