La práctica del cuidado y la vida post COVID-19

22 de julio, 2021 | 08.01

Las situaciones límite muchas veces rompen velos, permiten reordenar las cuentas, constatar quiénes están y quiénes son cartón pintado. El coronavirus visibilizó la pandemia neoliberal en la que habitábamos, sin darnos cuenta del todo que se trataba de un dispositivo tanático destinado a reventar. Un sistema atravesado por una pulsión de muerte ilimitada, que pendula como odio sin medida dirigido al exterior o contra sí mismo, como autodestrucción. La forma de vida neoliberal, orientada por el descuido generalizado, la cultura del descarte y una máxima distancia con los principios democráticos, la verdad y la ética, resulta insostenible.

¿Qué hacer para limitar el aumento del odio suicida y homicida que actúa un fragmento social? ¿Qué dique civilizatorio es capaz de funcionar como freno frente al descuido generalizado? La pedagogía, basada en argumentos racionales y explicaciones, es impotente para debilitar esa compulsión; se vuelven necesarias otras operaciones y decisiones políticas.

En estos tiempos oscuros del coronavirus, la subjetividad convive con el peligro de muerte y el sabor a fin del mundo. Para afrontarlos, el gobierno decidió priorizar la vida, robustecer el sistema de salud, equiparlo con lo necesario para atender a los afectados, evitando el riesgo de desborde de la estructura sanitaria. Cuidar a todxs, comenzando por los más vulnerables, fue la consigna que instaló el presidente desde que se desencadenó la pandemia. Con ese objetivo fue necesario organizar la comunidad, poner el estado al servicio de la salud y el bienestar del pueblo, brindando protección y contención en lo económico.

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La tragedia de la pandemia vale como un laboratorio en el que se realiza una experiencia social que, aunque no concluyó, ya dejó demostrado que el cuidado no es sólo individual, sino una práctica colectiva que necesariamente implica el cuidado de todxs.

 Como rasgo novedoso, a pesar de la guerra contra el gobierno declarada por la oposición y el periodismo miserable, se vislumbra el surgimiento de un enorme operativo social basado en la ética del cuidado, no sólo desde el estado sino también de modo comunitario y horizontal: sindicatos, profesionales de la salud, movimientos sociales, vecinales, etc.

Vemos aparecer, por una parte, un Estado cuidador que asumió la función de frenar la muerte para todxs -no sólo para una élite, y por otra, el surgimiento de una nueva relación con el prójimo asociada al cuidado. Para citar algunos ejemplos, cabe mencionar el nuevo rol de las FFAA, que se pusieron al hombro el trabajo social para enfrentar la pandemia, así como el reciente lanzamiento del Programa Integral de Reconocimiento de Períodos de Servicio por Tareas de Cuidado, que busca la inclusión de tareas hasta ahora no reconocidas como años de aporte jubilatorio, permitiendo incorporar muchas mujeres al sistema previsional.

El cuidado, implementado desde el Estado hacia los necesitados y el que comienza a aparecer en una parte de lo social como forma de vida, constituye una categoría que se recortó con intensidad a partir de la pandemia; todo deja entrever que esa categoría vino para quedarse. Después del saqueo y el descuido planificado por el anterior gobierno neoliberal, cuyas secuelas aún padecemos, el cuidado vertical- desde el Estado- y horizontal- entre semejantes- resulta imprescindible para limitar la muerte, no sólo biológica, sino también la cotidiana que invade la vida de odio, desprecio y sacrificio.

Michel Foucault, en sus reflexiones sobre el biopoder, se ocupó de las tecnologías de gobierno para gestionar la vida de los individuos, reducidos a ser objetos del poder. En sus últimas elaboraciones, Foucault se dirige más bien a la ética del cuidado de uno mismo, viraje que no implica un quiebre en relación a sus preocupaciones anteriores, sino la posibilidad de abordarlas desde otra dimensión.

Si la lógica del neoliberalismo comprende, entre las formas del saber- poder, la producción de odio y el descuido generalizado de todo lo que no es mercado, el problema del cuidado resulta clave para deshacer esa articulación.

El cuidado de sí se convierte en un límite, una práctica de la libertad capaz de obstaculizar el descuido planificado que impone el dispositivo de poder neoliberal, y aportar a la emancipación de la relación de obediencia subjetiva. Hay que entender el cuidado en toda su complejidad: no se trata del empresario de sí, ni la individualidad, el narcicismo, egoísmo o interés individual en oposición al interés de los otros. Se trata del cuidado del otro, del medio ambiente, de las relaciones sociales, de la democracia, de la unidad y la singularidad; en resumen, el cuidado es la apuesta por la vida política como límite al sistema tanático.

El sujeto del “cuidado de sí” se constituye a partir de su relación con la verdad y constituye una puesta en cuestión en relación a lo establecido, de lo que se piensa, se dice, se hace. Foucault hablaba de la ética del cuidado de sí como una actitud respecto a sí mismo, a los otros y al mundo, mediante las cuales un individuo establece cierta relación consigo mismo, constituyéndose en sujeto de sus propias acciones y transformándose al hacerse cargo de sí mismo como práctica de la libertad. Esta libertad supone una responsabilidad que muy lejos está de la meritocracia, asociada al individuo neoliberal siempre endeudado y culpable.

El filósofo francés sostenía que el poder se hace presente en las formas de vida como micropoder, en las partículas de la sociedad: en el seno de una familia, en una relación pedagógica o en el cuerpo político. El desafío consiste en concebir un cuidado que no implique dominio o normalización de las conductas, que pueda conducirnos a una nueva relación con los otros. Si lo personal es político, el cuidado de sí mismo también lo es.

Un estudiante le preguntó a la antropóloga Margaret Mead cuál consideraba ella que fue el primer signo de civilización. El alumno esperaba que Mead hablara del anzuelo, la olla de barro, la piedra de moler o algún otro instrumento. Pero no, ella dijo que el primer signo de civilización en una cultura antigua fue un fémur de alguien que se fracturó y luego apareció sanado.

Mead explicó que, en el reino animal, la fractura de una pierna significa la muerte, por la imposibilidad de procurarse comida, agua o huir del peligro, siendo el animal presa fácil de las bestias que rondan por ahí. Ningún animal con una extremidad inferior rota sobrevive el tiempo suficiente para que el hueso se suelde por sí sólo. De modo que un fémur quebrado que se curó evidencia que alguien se lo vendó, inmovilizó la fractura y lo alimentó, es decir, lo cuidó.

La categoría cuidado está surgiendo como una condición democrática asociada al amor a lo común; hay signos que indican que vino para quedarse. Tendremos que desplegarla, ir encontrando sus usos oportunos más allá del coronavirus, sus traducciones políticas.

Es pensable que el cuidado inaugure una nueva forma de vida, un nuevo vínculo entre los sujetos opuesto al orden de la dominación neoliberal.