El Gobierno ya no duda en llamar ‘golpe institucional’ al avance del presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti, sobre el Consejo de la Magistratura mediante decisiones inéditas y contrarias a derecho tomadas por el máximo tribunal para facilitar el asalto. La novedad significa una nueva plusmarca en la escalada tensión entre los supremos y el gobierno nacional y anticipa un choque de frente entre los poderes del Estado.
La situación puede escalar y convertirse en una crisis constitucional a cielo abierto o quedar congelada (y trabando el funcionamiento del Consejo) hasta el final del gobierno de Alberto Fernández. Cualquiera de las dos situaciones resultan perjudiciales para un oficialismo que cuenta con pocas herramientas para actuar, en parte a causa de no haberlas propiciado cuando tuvo la oportunidad para hacerlo.
A continuación, las principales claves en una lectura política de este conflicto:
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Concentración del poder
Hasta que se sancionó la Constitución de 1994, los jueces los elegía el Presidente y para sacarlos había que someterlos a un juicio político en el Congreso de la Nación. El Consejo de la Magistratura se introdujo como una herramienta para desconcentrar poder: en teoría, haría más difíciles los nombramientos y más sencillos los castigos. Detalle: Uno de los constituyentes que participó del proceso fue Horacio Rosatti.
La Constitución, sin embargo, delega los detalles de su funcionamiento al Congreso. En 1997, la primera ley que le da forma, impulsada por Carlos Menem, decide asignarle la presidencia del organismo extrapoder al titular de uno de los poderes, el judicial. Era una manera de conservar la concentración de poder porque era la época de la Corte adicta y la corona recayó sobre el alter ego de Menem, Julio Nazareno.
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En esta ocasión es parecido, pero distinto. Al volver a poner en vigencia esa ley, derogada hace más de quince años, Rosatti vuelve a propiciar la concentración, en sentido contrario de la letra y el espíritu de la Constitución que él mismo ayudó a redactar. Pero no lo hace en favor de otro sino de sí mismo. Si tiene éxito en esta maniobra, tendrá más poder que cualquiera de sus antecesores en el cargo en la historia reciente.
Varios recuerdan, por estos días, su larga carrera política: fue secretario de Gobierno de la municipalidad de Santa Fe y luego de la provincia de Santa Fe. En la constituyente fue vicepresidente del bloque del PJ. En 1995 fue electo intendente de Santa Fe. En 2003, Néstor Kirchner lo designó Procurador del Tesoro (el cargo que actualmente tiene Carlos Zannini) y luego Ministro de Justicia. Dejó el gobierno en malos términos.
La secuencia hace al golpe
La lectura de un golpe institucional se sostiene a partir de la concatenación de varios factores. En primer lugar, la falta de legitimidad de Rosatti para ser presidente, e incluso miembro, de la Corte Suprema. En ese sentido, cabe recordar que el juez había aceptado el nombramiento por decreto que primero dispuso y luego frenó Mauricio Macri. Luego, contrarió usos y costumbres, votando por sí mismo para encabezar el tribunal.
En segundo lugar, la acumulación de irregularidades y excentricidades en el fallo que lo pone al frente del Consejo invita a sospechar que hay algo más que una inspirada interpretación de la ley. Allí los supremos deciden la caducidad de una ley vigente, le ponen un plazo al Congreso para actuar, dictan la restitución de otra norma derogada hace década y media e imponen a uno de ellos como presidente-interventor del órgano.
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En medio de semejante despiporre de jurisprudencia y doctrina constitucional, Rosatti no decidió que no necesitaba excusarse de decidir en una causa que termina por afectarlo directamente. En rigor de verdad, no hubiera podido: con solamente cuatro miembros y uno de ellos, Ricardo Lorenzetti, que se opone al proyecto político personal del titular, necesitaba estampar su firma para garantizar el éxito de la maniobra.
Por último, si no se piensa en términos de acumulación de poder, resulta difícil explicar por qué, después de haber demorado más de 1100 días en fallar en contra de la constitucionalidad de la composición actual del Conseho de la Magistratura, ordenara al Congreso a resolver la cuestión en sólo 120. El bloque oficialista en Diputados pidió una prórroga por otros 90 días para votar el proyecto que ya tiene media sanción. No hubo.
El Consejo congelado
La asunción de Rosatti no solamente va en contra de la Constitución y se hace pasando la autoridad del Congreso para aprobar y derogar leyes. También es contraria al propio fallo que así lo decidió. En diciembre del año pasado, la Corte en su sentencia dispuso que “los nuevos miembros iniciarán su mandato de manera conjunta y simultánea” pero ahora se excusa para asumir aunque faltan designarse dos consejeros.
Se trata de los dos representantes extra que debe designar el estamento político, en este caso el Poder Legislativo, para elevar el número de consejeros de 13 a 20, de acuerdo al fallo de la Corte. Aunque Juntos por el Cambio reclama que esos dos asientos deben ser para ellos, en tanto minoría parlamentaria, la ley de 1997 los adjudicaba a la tercera fuerza política de cada una de las dos cámaras.
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Independientemente de cómo se salde ese debate, los consejeros representantes del Congreso solamente entrarán en funciones a través de una resolución que lleva la firma de los presidentes de las cámaras. La vicepresidenta dejó saber que no va a firmarla. El titular de Diputados, Sergio Massa, no dio a conocer su decisión pero esta tarde consultará al constitucionalista Andrés Gil Domínguez, muy crítico del fallo Rosatti.
Todo hace prever que el Consejo de la Magistratura no podrá funcionar. Incluso si alguien lo intentara, es difícil que consiga la mayoría necesaria para lograr resultados. El congelamiento bloquea cualquier chance de una reforma judicial, garantiza impunidad a la persecución política e incluso le alarga la vida útil a jueces que la propia Corte reconoció que habían sido designados de manera irregular, como Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi.
El síntoma de un déficit
Las limitadísimas herramientas con las que cuenta el oficialismo para hacer frente a este jaque institucional son el reflejo de la anemia política que fue convirtiéndose en una característica de este gobierno, que muchas veces se limita a relatar la repetición de los goles en contra. Dicen que si no hacen más no es porque no quieren sino porque no pueden; pero si no se puede ahora porque no se quiso cuando estuvo la oportunidad.
La carencia corre en dos sentidos. Por un lado, la falta de políticas para el sector, común a la gestión de la albertista Marcela Losardo y el kirchnerista Martín Soria, acota las opciones en la mesa. Por otro, el déficit político en general, que tiene como consecuencia el descontento de la propia base electoral y la consiguiente pérdida de poderío para llevar el conflicto a un ámbito más propicio para los gobiernos dizque populares.
Estar embarcado en una interna constante y con ribetes bizantinos tampoco ayuda. Mucho menos cuando ninguna de las alternativas en cuestión logra articular una respuesta integral: las depuraciones no llegan, los votos para juicios políticos no están y la paciencia social es un reloj de arena que corre en contra. Va a ser difícil pedir el voto si cuando queman las papas el peronismo se debate entre derrotas con épica y walkovers.
Con cierta licencia retórica, podríamos decir que más que golpe estamos ante una toma, como si la arena política no fuera un ring de box sino un tatami de judo. El objetivo, esta vez, no es provocar el knockout sino inmovilizar al rival para que corra el tiempo sin que pueda reaccionar, hasta que suene la chicharra. Llegar a las elecciones con el resultado puesto, no correr riesgos. Si el gobierno no reacciona pronto, será más difícil zafarse.