Lawfare y Corte Suprema: el régimen democrático, amenazado

08 de enero, 2022 | 19.09

Se oye decir que desde un punto de vista nacional-popular-democrático no hay que dejar que las querellas judiciales obstruyan la mirada “política”. No habría problemas en aceptar ese juicio siempre que la cuestión esté planteada en términos de la espectacularización mediática, que con frecuencia rodea los escándalos a los que desgraciadamente nos estamos acostumbrando y que tiene como efecto el borramiento de las cuestiones esenciales del episodio.

Pero la cadena incesante de revelaciones respecto de la connivencia entre un sector de la política argentina, un sector del poder judicial con la actual corte suprema al frente, los servicios de inteligencia penetrados por otros servicios de potencias extranjeras, los sectores dominantes de la comunicación y el segmento periodístico más corrupto que opera en su interior, conforma un cuadro de situación que está en el centro mismo de la problemática política argentina. Esta coalición de facto que actúa en la Argentina es una coalición de poder político y no una simple asociación ilícita, tal como lo revela el reciente pronunciamiento de la Comisión bicameral de fiscalización de los organismos y actividades de inteligencia que funciona en el Congreso. Es muy evidente el enlace ideológico-político de esta maquinaria. Bastaría para probarlo la sistemática coherencia política que tienen sus acciones con los intereses geopolíticos de Estados Unidos: no hay enemigo ideológico de esa potencia que no entre en el objetivo de la persecución. Y, por otro lado, los portavoces del departamento de estado de ese país no se han abstenido de pronunciarse públicamente a favor de las operaciones. Las declaraciones de uno de los últimos embajadores estadounidense, Edward Prado, respecto de su objetivo de “mejorar” el poder judicial para facilitar los “negocios” de su país en la Argentina son una prueba de esa intervención. Fue después de esas diplomáticas declaraciones que se desató la sucesión de casos de lawfare sistemáticamente desplegados contra varios de los principales funcionarios de los gobiernos de Cristina Kirchner y de la propia ex presidenta. Fueron juicios amañados, testigos falsos, operaciones mediático-judiciales y metodologías de detención que recordaron -claro que sin igualarlos plenamente- los años nefastos de la última dictadura cívico-militar.

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Lejos de estar distanciados del problema político central de nuestro país, estos hechos están en su esencia misma. Porque esta coalición para la persecución y el escarnio de militantes y referentes populares está en el núcleo del ejercicio del poder político. No es, claro está, un fenómeno exclusivo de nuestro país. Los hechos que se desarrollaron simultáneamente en Brasil, Bolivia, Ecuador -entre otros países de la región- en el mismo período en que en Argentina se desplegaba la persecución de la disidencia política revelan la esencia geopolítica del proceso. Muestran la voluntad imperial de “ordenar el patio trasero”, área particularmente sensible en la guerra de los Estados Unidos contra Rusia y China que se desarrolla en el plano global. ¿Qué querría significar, entonces, restarles importancia a estos procesos para instalar en su reemplazo la “cuestión política”?

Hoy la realidad política argentina tiene en su núcleo central la cuestión de la democracia. Una cuestión recurrente de nuestra historia que la reconquista en 1983 del derecho electoral y las libertades civiles -que nunca dejaron de ser agraviados por segmentos del propio estado-. Para quien crea que esto es imaginación es necesario recordar que, en los días previos a la elección legislativa, la oposición de derecha había anunciado lo que venía después: con los resultados que preveían sus dirigentes estaban las condiciones para un golpe blando que empezaba por la guerra parlamentaria por los cargos centrales dirigida a paralizar completamente al congreso. No estamos ante una simple cuestión de dominio de un partido u otro: estamos ante una cuestión de régimen. ¿Qué otra cosa se desprende de una resolución de la Corte Suprema que declara inconstitucional una norma (¡dictada hace quince años!), para producir un golpe de facto contra la Constitución Nacional nada menos que en la cuestión de la designación de los jueces? ¿No es una cuestión de régimen que la Corte se haya autoadjudicado un poder que la Constitución reserva al Congreso? ¿No lo es que la misma Corte siga preservando el poder del manejo sobre las finanzas del poder judicial que la Constitución en su artículo 114 pone claramente en manos del Consejo de la Magistratura? ¿No es una agresión contra cualquier interpretación honrada de la Constitución la existencia de una entidad mitológica llamada “Comodoro Py” hacia la cual la coalición de poder real procura derivar todos los juicios que tienen implicancia en la toma de decisiones políticas? ¿No es extraño a un régimen democrático que un juez de la Corte pueda autodesignarse en la línea de sucesión presidencial sobre la base de reunir dos votos más además del propio?

En los días previos al 17 de octubre de 1945, el antiperonismo (nacido, como se ve, antes que el peronismo) agitaba la consigna “el poder a la corte suprema”. El gobierno de esos días, como se sabe, estaba en manos de un gobierno surgido de un golpe militar. Pero lo que estaba en disputa no era estrictamente el gobierno. Alrededor de Perón se iba configurando una coalición nacionalista que giraba alrededor de una alianza social en la que los trabajadores ocupaban un lugar central. Era el comienzo de una revolución democrática en el país. Es así porque la democracia no se reduce a una situación legal, sino que es un régimen de derechos iguales compartidos por todos. Presupone un nivel de igualdad, un grado de justicia y, ante todo una forma de resolver las diferencias en el interior de la sociedad. Todo eso está siendo sometido a un sistemático ataque del que los escándalos sucedidos en el gobierno de Macri -y también en la provincia que gobernaba Vidal- y que hoy salen a la luz son exponentes claros y principales. Es una forma de ejercicio del poder difícilmente conciliables en el tiempo con la división de poderes y con la aplicación de la constitución y las leyes. La Corte Suprema se ha colocado a sí misma en el centro de esta crisis de régimen. Su sustitución -cualquiera sea la fórmula necesaria para hacerla viable- se ha vuelto la cuestión política central en nuestra patria.