Dos de los jueces que integran la Corte Suprema aceptaron ser designados en esos cargos por decreto. Una tercera lo es incumpliendo – con la complicidad explícita de Macri y su gobierno- la disposición constitucional de retirarse a los 75 años. Un cuarto, que llegó a ser su presidente, les dijo públicamente a los jueces de Comodoro Py que sus fallos contrarios a los ex funcionarios kirchneristas serían convalidados en las instancias superiores. El presidente del tribunal es uno de los dueños de un estudio jurídico entre cuyos clientes están los más grandes empresarios nacionales y extranjeros que operan en nuestro territorio. Todo esto lo dijo Cristina Kirchner en su reciente carta.
La carta inspiró muchas alusiones. Fue criticada, apoyada y muy comentada. Lo que nadie hizo fue refutar las afirmaciones de la ex presidenta. Y son muy graves. La actual Constitución nacional, combinada con cierta mala praxis histórica en la propia corte, le da a cinco personas un enorme poder de decisión. La principal manifestación de ese poder es que deciden sobre lo que es o no es constitucional. Desde ese poder enorme, el máximo tribunal está colocado en el lugar de la decisión política; tiene ni más ni menos que el control de las decisiones del congreso de la nación. Y lo ha ejercido más de una vez. Al punto que la “judicialización de la política” se ha vuelto una expresión habitual entre políticos y periodistas. La oposición reconoce su práctica; más aún algunos, como el diputado Juez, la enarbolan como un mérito. ¿Qué es judicializar la política? Es someter el resultado de la lucha política al control del poder judicial. Eso significa transferir el centro de las decisiones desde el territorio del voto –que es el que elige a miembros del congreso y al presidente y vice- al de un grupo de cinco personas. De modo que si cuatro de esas cinco personas son impugnadas del modo en que la vicepresidenta lo hizo, sería bueno que respondieran, o que alguien respondiera por ellos. Porque de otro modo toda la estructura de producción de la soberanía popular aparece resquebrajada.
Eso es lo que significa el “lawfare”. Lo más grave de esta situación es el hecho de que este traslado de un poder legítimo que da la constitución a otro fáctico que simplemente se ejerce, decide sobre la libertad de las personas. Es decir, del mismo lugar sale la decisión de cuáles leyes son válidas y la sentencia que puede llevar a la cárcel a las personas. Ese sistema no se somete a ninguna votación popular, lo que facilita procedimientos oscuros y dificulta el establecimiento de responsabilidades personales. Es cierto que los poderes judiciales han nacido para eso, para controlar las decisiones que toman los poderes electivos, para evitar los excesos de las mayorías circunstanciales, pero hay un límite pasado el cual la democracia se convierte en su contrario, el poder corporativo de las minorías.
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El problema no es solamente el tejido institucional. Más importante todavía es el funcionamiento concreto, el desarrollo sistemático y ascendente de un poder no democrático que se desarrolla en el interior de la democracia. Es el proceso que tiene como rumbo lo que el gran pensador norteamericano Sheldon Wolin llamó “totalitarismo invertido”. Es decir el fantasma orwelliano del dictador omnipotente ha devenido en otra omnipotencia, la que construyen los sectores más poderosos del capital apropiándose de los resortes decisorios expropiados a las mayorías populares. Y el mecanismo de apropiación tiene múltiples formas pero la más sencilla –y la más extendida- es la que convierte el dinero en facultad de tomar decisiones vinculantes. A veces esa conversión es explícita, pero muchas veces actúa sigilosamente: todo el mundo sabe con quién conviene en términos capitalistas llevarse bien. Eso no funciona así exclusivamente en el poder judicial, también existe la influencia del dinero en el poder ejecutivo y en el legislativo. Pero la diferencia es que en esos poderes también influye la voluntad popular expresada en el voto.
Ahora entramos en un año electoral. Significa que será el pueblo de la nación el que arbitre en el interior de un duro antagonismo político, como lo refleja vivamente el documento de la vicepresidenta que es, además, la dirigente principal del más numeroso de los movimientos políticos que hay en el país. El pueblo está llamado a terciar en esta disputa. Si está en contra de la actual orientación política lo hará por la oposición, si está a favor, lo hará por el gobierno. Pero la carta de Cristina hace una advertencia: el sentido del voto puede resultar malogrado, si los sectores más poderosos conserva su derecho a veto de facto, a través del sistema judicial. De manera que es una gran oportunidad para que la campaña electoral del oficialismo gire en torno a las condiciones en las que se gobierna. Es decir, que incluya claras señales de la orientación futura de la política. Y dentro de esas orientaciones tiene que estar, inexcusablemente, la cuestión del poder judicial y muy en particular la de la corte suprema. No como un objetivo en sí mismo, sino como cuestión decisiva para el ejercicio del gobierno democrático.
Hoy el frente en el gobierno no tiene “número” parlamentario para modificar la corte y será muy difícil que lo alcance en estos comicios. Pero justamente por eso es que la campaña puede convertir a la elección en una gran consulta popular sobre el futuro político del país. Nada mejor que la opinión y la acción del pueblo para destrabar un bloqueo institucional como el que sufrimos. Claro que para despejar el camino institucional habrá que tener también la audacia suficiente para establecer una promesa política capaz de entusiasmar. Es decir, hay que recuperar un nivel de audacia política y generar esperanzas en la gestación de un rumbo de recuperación económica y social. Un rumbo reparador e igualitario después de este año difícil para la salud y para la política que estamos terminando.