Sueños de revolución

30 de enero, 2021 | 19.01

       El periodista Van der Kooy practicó en su nota del último 9 de enero, un híbrido entre un análisis político propio sobre la coyuntura y una entrevista “Off the record” con el presidente Alberto Fernández. No hay preguntas ni respuestas en la nota del periodista publicada el pasado 9 de enero y sugestivamente llamada “A solas con el presidente”. Lo único que aparece son algunas frases entrecomilladas –lo que sugiere que fueron dichas por el entrevistado. Y alrededor de esas frases presumiblemente dichas, una catarata de puntualizaciones cuyo tono recorre diversos matices: desde observaciones críticas a lisos y llanos ninguneos y descalificaciones.

       No habremos de hacer en esta columna consideraciones sobre la conveniencia de que la máxima autoridad constitucional del país participe en este tipo de eventos, aunque estaría muy bien que en algún sitio se hagan porque permitir que un periodista manipule con total libertad la palabra presidencial no es un hecho menor. Nos vamos a hacer simplemente algunas preguntas sobre la frase que, no casualmente, se convirtió en el copete con que se inicia esta nota: “Hay gente en el Frente de Todos que sueña con una revolución. No es mi idea”. El periodista parece interpretar esa frase como la más importante de la conversación.

       La revolución, tal el tema que la nota pone en el centro de la atención del lector. Una verdadera rareza en los tiempos que corren, más allá de que la pandemia global haya puesto en entredicho el orden político en el que conviven los habitantes del planeta. Por más que la palabra admita una variedad de definiciones y que en los últimos treinta años su antiguo prestigio y sus viejos significados hayan perdido centralidad en el debate público, se sigue invocando a través de su uso la necesidad de cambios profundos en un sistema político. Y en la memoria argentina la palabra quedó rígidamente asociada con la experiencia de la militancia política de los años setenta y con la brutal violencia terrorista que el estado descargó contra sus protagonistas. Más en general, cuando se habla de revolución suele asociársela casi automáticamente con la experiencia del siglo XX –“siglo corto”, según el historiador Eric Hobsbawn, que nació con el triunfo en Rusia de la primera revolución socialista y simétricamente se cerró con la derrota del régimen que esa revolución estableció. Es difícil, por lo tanto, que esa representación que el siglo pasado hizo de la palabra revolución esté ausente.

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       Es muy interesante la conversación sobre el punto. Especialmente porque la nota sobre la que estamos hablando ilustra el uso que el establishment y sus escribas hacen de la cuestión de la revolución. La palabra se ha convertido -en el habla políticamente correcta- en un modo muy importante de anular cualquier discusión sobre la política contemporánea: criticar la globalización neoliberal, denunciar el colonialismo, la mercantilización absoluta del mundo, la inaudita concentración de la riqueza, equivaldría a traer al centro de la escena un fantasma que además de dañino y potencialmente violento ha fracasado históricamente; su sola mención sería la demostración del “atraso histórico” del hablante y justificaría la alarma de los biempensantes por el peligro de violencia y de muerte que conllevaría.

       No hay revoluciones actualmente en curso bajo el esquema de la “toma del palacio de invierno”, es decir con la forma de una insurrección exitosa como la que inauguró el siglo veinte en Rusia. Sin embargo la proscripción del simple enunciado de la revolución corre el peligro de que ese apego a los estereotipos lleve a ignorar la carga revolucionaria que tienen muchos de los procesos mundiales hoy en curso, el movimiento feminista en claro primer lugar.  La conmoción que vertiginosamente recorre el mundo pone en cuestión ni más ni menos que el orden político, un orden que la fuerza revolucionaria contemporánea ha caracterizado como patriarcado. Un orden que para gran parte del movimiento feminista y para muchos de lxs más importantes pensadorxs de la filosofía política actual está indisolublemente asociado al capitalismo neoliberal y al colonialismo. El propio presidente a quien se atribuye la frase anti revolucionaria se ha colocado al frente de  la reciente ley que habilita la interrupción voluntaria del embarazo, una de las demandas más urgentes del movimiento feminista.

       Se puede descreer de la vigencia de la concepción revolucionaria del siglo XX y al mismo tiempo demandar cambios profundos y urgentes en el orden político global y el de cada una de las naciones que lo componen. La experiencia de nuestra región en lo que va del siglo XXI muestra el triunfo de un proceso político cargado de demandas igualitarias y de audacia transformadora que lejos de haberse agotado, como se sostenía hasta hace muy poco, está mostrando la profundidad de su alcance. ¿No es la masiva movilización del pueblo chileno un proceso revolucionario? ¿No alcanza el triunfo de las variantes más avanzadas de las propuestas de cambio constitucional como signo de las perspectivas de alcanzar un nuevo orden político en ese país? Y si no se le llama revolución a un nuevo orden político conseguido sobre la base de la movilización popular ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de revolución?

       Claro que siempre hay que cuidarse de llamar revolución a los cambios y a las tendencias que nos gustan y no a las que nos disgustan, a las que en el siglo XX llamábamos “contrarrevolución”. Pero hay que reconocer que el mapa político mundial también está sacudido por tensiones chovinistas, racistas, intolerantes y nostálgicas de las peores experiencias políticas propias también del siglo pasado, como el fascismo y el nazismo. Las ultraderechas se han fortalecido mucho en Europa y empiezan a sentar raíces en nuestra región, como es el caso de Brasil. La crisis mundial no solamente produce respuestas igualitarias, democratizadoras y de reivindicación de nuevos derechos; también agita el fantasma del odio y el autoritarismo. Pero en todo caso, estamos obligados a reconocer que la “estabilidad” del orden neoliberal globalmente consagrado en la década del noventa está únicamente en los papers de los defensores más acérrimos del dominio de las grandes corporaciones económicas y sus expresiones políticas.

       Sí, hay gente del frente de todos que sueña con una revolución. Con todas las salvedades que se han desplegado en estas líneas, su autor se considera a sí mismo parte de esa gente. Perfectamente se entiende que haya gente del frente que no sueñe con una revolución. Pero el frente es de todos. Para dar un ejemplo actual, Massa ha afirmado que los presos políticos están presos por corrupción y, por lo tanto, no merecen indultos ni amnistías. Tiene derecho a pensar de ese modo y seguir formando parte del frente. Pero el mismo derecho tienen (tenemos) los que sostienen que los procesos a los que han sido sometidos diversos dirigentes de la experiencia kirchneristas no fueron llevados a cabo según las reglas legales y constitucionales. Que han sido ilegalmente privados de la libertad sobre la base de la vergonzosa “doctrina Irurzun” y que se ha utilizado la extorsión y el soborno para conseguir “testigos” que colaboraran con su persecución. Hay diferencias en el frente. Sobre la revolución y también sobre el poder judicial y sobre la economía, entre otros temas. Habrá que ir tratando de procesar esas diferencias. Y sobre todo habrá que evitar intervenciones descalificadoras contra quienes tienen puntos de vista diferentes.