El lenguaje permite licencias, ambigüedades, sentidos figurados o metafóricos, eufemismos y polisemias -o sea que a una misma palabra se le asignen distintos significados-. La cuestión es cuando lo contrastamos con la realidad, única verdad como diría alguien que mucho tuvo que ver con el despertar de un Pueblo oprimido por décadas, esclavizado por los conservadurismos, desdeñado por las democracias liberales y evocado -aunque no representado- por izquierdas vernáculas cuya discursiva estaba atenta a lo que ocurría allende los mares sin poner el ojo en donde pisaban sus pies y se enterraban idílicos ideales.
¡Así que esto era lo moderno!
He tenido oportunidad en anteriores columnas en El Destape de opinar acerca del llamado trabajo en o por “aplicaciones” (APP), u otras muchas denominaciones que reciben según las perspectivas o el interés de destacar uno u otro aspecto de lo que supone la incorporación de tecnología, en particular de la información y la comunicación (TICs), al mundo del trabajo.
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Trataré entonces de no repetirme, sino remitirme a aquellas otras notas, aunque me será imposible evitar volver sobre algunas cuestiones que hacen a la misma esencia del debate en torno a ese fenómeno. Que se nos presenta como “moderno” e “inexorable” en cuanto a sus peores emergentes en orden a desalboralización de las vinculaciones personales de quienes trabajan, precarización de las condiciones que se les imponen para cumplir con esas prestaciones y sometimiento brutal a la voluntad -y discrecionalidad absoluta- de los que los emplean, que no son simples mortales sino poderosas empresas multinacionales.
Los ganadores del tiempo de pandemia, cuyos ingresos se han multiplicado tanto como las tarifas que imponen a su clientela por los servicios que les prestan en esta época de aislamientos y distanciamientos necesarios, son los “modernos” esclavistas que, como lo eran aquellos otros que surcaban los mares traficando con carne humana siglos atrás, se proponen hoy como empresarios y modelos de emprendimientos del siglo XXI.
Existen sí junto a tantas semejanzas algunas diferencias, cuyo análisis más profundo debería dejarse a sociólogos, antropólogos o psicólogos sociales, pero no escapan a otras disciplinas (el Derecho, la Política, la Economía) ni al propio sentido común sin auxilio de saberes profesionales, sino que alcanza -al menos para una aproximación bastante certera- con mirar con atención lo que está a la vista.
Los que eran reducidos a servidumbres o a esclavitud, eran conscientes de ello si bien en muchos casos se resignaban a esa menoscabante situación por entenderla “natural” por su origen social, costumbres ancestrales, condición de inmigrantes, correlación de fuerzas y, principalmente, por ausencia de leyes que les brindaran protección frente a esos modos de dominación.
En la actualidad es frecuente constatar, que muchos de quienes padecen situaciones análogas a la esclavitud no toman conciencia de ello, se han tragado el cuento del “emprendedurismo”, se creen “libres” cuanto más sometidos están -lo que es notorio en algunos jóvenes inmigrantes-, cayendo recién en la cuenta de la precariedad y falta de futuro -especialmente, “promisorio”- cuando son víctimas de las mayores arbitrariedades y dejados en la calle donde, literalmente, transcurren sus cotidianas labores pero sin trabajo ni resarcimiento alguno por esa decisión discrecional -o lisa y llanamente, discriminatoria- de la empresa que los emplea.
Lo paradójico es, sin embargo, que hoy sí existen leyes que protegen a las personas que trabajan de esa o cualquier otra forma dentro -y para- una organización empresaria ajena, que existen organismos estatales con cometidos específicos de contralor para que esas tutelas se cumplan y que existen alternativas gremiales -asociaciones sindicales ya formadas u otras posibles de crear- en las cuales encontrar refugio.
Esas constataciones indican diferentes cuestiones que, a su vez, invitan a distintos abordajes. En lo individual, la vulnerabilidad en que se hallan trabajadoras y trabajadores de APP a la par de un colonialismo cultural que corroe la concientización y la voluntad de agremiación en ese colectivo laboral. En lo sindical, la falta de presencia, acción y decisión político-gremial para ejercer seriamente la defensa de esas personas abusadas, a las que no se les reconocen sus más básicos derechos.
En el ámbito estatal, una inexplicable inacción visceral que apunte a las raíces mismas de la desregulación de hecho que imponen esas grandes empresas y que, en muchos casos, evaden impuestos generales no tributando en el país por las actividades desarrolladas y las ganancias obtenidas localmente.
El modo en que una empresa elija organizar y dirigir el trabajo dependiente, no es más que eso ni le resta tal naturaleza al vínculo que entable con las personas que contrate para llevar a cabo su actividad económica normal y específica.
La incorporación a una organización ajena para prestar servicios personales es determinante de la existencia de una relación de empleo que, cuanto menos, por mandato legal debe presumirse y así será calificada salvo que se acredite que “objetivamente” responde a causas de otra índole, para lo cual no gravitará la adopción de figuras contractuales no laborales, típicas en las simulaciones ilícitas.
Además, en las tareas más comunes desarrolladas con auxilio de esas “plataformas”, se registran claramente subordinaciones técnicas, económicas y jurídicas (poder disciplinario y de disposición de la fuerza de trabajo), que se suman al factor principal antes mencionado y caracterizante del empleo despejando toda duda a ese respecto.
Ejemplos hay, el tema es tomarlos en cuenta
Hace pocos días tomaron estado público las exitosas operaciones de fiscalización que realizaron desde el Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires, con relación a la evasión de las obligaciones laborales por parte de las empresas RAPPI, GLOVO y PEDIDOS YA.
A través de inspecciones se constató que el 97% de las personas empleadas como repartidores por intermedio de esas plataformas se encontraban sin registrar y, por ende, sin cumplirse con la legislación vigente tanto en materia laboral como de la seguridad social.
En consecuencia, se les aplicaron multas -en conjunto- por más de 40 millones de pesos, pero además y eso es lo más relevante, la intervención de la autoridad de trabajo bonaerense persigue con tales medidas, primordialmente, que se regularice la situación de esas trabajadoras y trabajadores precarizados, considerando secundario todo fin recaudatorio.
El sentido de esas acciones quedó claramente expuesto por la Ministra Mara Ruiz Malec, quien manifestó en una entrevista publicada por Página 12 en su edición del 24 de junio pasado:
"Los trabajadores tienen una relación de dependencia técnica, jurídica y económica con las empresas y por lo tanto corresponde registrarlos para que accedan a sus derechos laborales como ART, aguinaldo y vacaciones (…) Nuestra intención no es recaudar, sino que se pretende que la empresa además de pagar arregle la situación que generó esa multa. Las evidencias que encontramos son súper contundentes: los trabajadores reciben órdenes, trabajan con elementos entregados por las empresas con sus logos, no pueden negociar la cantidad ni los plazos del dinero que perciben por sus trabajos que, además, es su principal fuente de ingresos".
Destacando, que la infracción "… más grave es la del no registro como trabajadores en relación de dependencia, pero además encontramos infracciones en las condiciones de salud y seguridad en el trabajo", incluso la inexistencia de un protocolo especial por el Covid-19 que las empresas obligatoriamente deben implementar en la Provincia de Buenos Aires.
En otro tramo de la entrevista, dijo: "Queremos que se visibilice y que se negocien condiciones de trabajo entendiendo que estas empresas están por fuera de la normativa laboral (…). Se trata de una actividad bastante tradicional que es el reparto en este caso de comida u otras cosas a domicilio, donde hay una herramienta novedosa que es una aplicación que determina otra manera de realizar el trabajo. Pero la relación laboral de dependencia no se exime".
Como era de esperar, las empresas alegaron que se trataba de “emprendedores” autónomos que solamente dedicaban su “tiempo libre” para los repartos. Lo ridículo de esa argumentación caía por su propio peso al contrastarlo con los resultados de aquel relevamiento, que daba cuenta que en más del 73% de los casos trabajaban siete días a la semana y, en cuanto a la carga horaria, más del 53% se desempeñaba en jornadas de diez y más horas.
¿Y por Nación cómo andamos?
El llamado Poder de Policía, de contralor del cumplimiento de las leyes, se considera una potestad que las Provincias se han reservado y no han delegado en el Gobierno nacional. Cuestión que, particularmente en el ámbito laboral cuya regulación es competencia del Congreso de la Nación, no está exenta de fundados reparos.
Sin entrar en esas disquisiciones jurídicas, lo que está fuera de todo debate es que lo atinente a la Seguridad Social es de naturaleza federal y, por consiguiente, su control corresponde al Estado Nacional.
Además, con la sanción de la Ley 26.940 (21/5/2014) que creó el Registro Público de Empleadores con Sanciones Laborales (REPSAL) en el ámbito del Ministerio de Trabajo de la Nación, se ampliaron las competencias propias del Estado Nacional no sólo por la administración de ese Registro, sino porque se modificaron distintos artículos (29, 30 y 35) de la Ley 25.877 sobre Inspección del Trabajo.
En virtud de esas modificaciones, “El Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social será la Autoridad de Aplicación del Sistema Integral de Inspección del Trabajo y de la Seguridad Social y, en todo el territorio nacional, ejercerá las funciones de fiscalización de trabajo y de la normativa laboral, articulando con las administraciones del trabajo provinciales y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Asimismo, en tal carácter, le corresponde: (…) d) Detectar núcleos de trabajo no registrado, mediante acciones inspectivas complementarias, articulando con el servicio local …” (art. 29)
Por otra parte, “Cuando un servicio local de Inspección del Trabajo no cumpla con las exigencias de los Convenios 81 y 129 (de la OIT sobre Inspección del Trabajo) el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social ejercerá coordinadamente con el Consejo Federal del Trabajo en concurso con las jurisdicciones provinciales y, en su caso, con la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, las correspondientes facultades.” (art. 30)
Está claro entonces que, sin perjuicio de las competencias provinciales -e incluso en algunos casos sustituyéndolas-, compete al Estado Nacional a través de la Cartera Laboral ejercer facultades de inspección y contralor en todo el territorio de la República.
En lo que respecta a los incumplimientos sistemáticos en que incurren las empresas que se valen de plataformas o aplicaciones digitales, no se advierten acciones suficientes ni acordes con tales cometidos específicos.
Máxime, cuando no es el caso de la forzada informalidad que se oculta en talleres cerrados o clandestinos tan comunes en la industria textil, de la indumentaria o del calzado; sino de la que está a la vista, en la superficie, circulando por las calles munidos de ropa y elementos de trabajo de vistosos colores con identificación explícita de las empresas a las que pertenecen.
Éramos pocos y se parió la flexiseguridad
El Poder en Occidente hace tiempo que recorre una etapa pre-Capitalista en materia de derechos humanos (civiles, políticos, económicos, sociales y culturales), el mote de Neoliberalismo es un eufemismo que no se corresponde con ninguno de los términos que conforma esa palabra.
Pues, ni un atisbo conserva del “liberalismo” y mucho menos puede atribuirse ser “neo” porque de nuevo -salvo los métodos de dominación, especialmente cultural- tampoco tiene nada, en tanto los regímenes que promueve y los sometimientos que impone son más viejos que la injusticia.
Es interesante desde lo semántico atender al uso de ciertas denominaciones o neologismos que no sólo engañan en cuanto significantes, sino que contienen un grado de opacidad -muy afín con el Derecho- y de engolado pesudo cientificismo que provoca un inicial desconcierto.
Eso ocurre con la “flexiseguridad”, retomada ahora porque ya se trataba de instalar hacia fines de los 90’, que se nos presenta como lo ultramoderno en materia laboral y con la cual, dicen, todos ganan.
Esa palabra encierra dos conceptos, uno es el de la “flexibilidad” -que así no suena tan precarizante-, en lo que atañe a las personas que trabajan y, otro, es el de la “seguridad” que se reserva para los empresarios.
Con la flexibilización ya sabemos acá y en el mundo entero lo que le depara a trabajadoras y trabajadores, en cuanto a pérdida de derechos a cambio de nada, con un adicional -no menor- que es el debilitamiento de las organizaciones sindicales en tanto contrapoder del Capital.
Con ese tipo de seguridades también son los empresarios quienes se aseguran una carga mucho menor de lo que denominan el “costo laboral”, la consiguiente transferencia de ingresos a su favor, mayores ganancias con menores riesgos y una disponibilidad absoluta de la fuerza de trabajo. Seguridad, que se acrecienta al delegar en el Estado -en definitiva, en la comunidad toda- la asunción de la administración y costes del conflicto propio de las tensiones del trabajo dependiente, a cambio de una mínima cotización patronal.
Otros “logros” similares, como similares eran los discursos beatíficos que lo precedió, resultaron del perverso Sistema de Riesgos del Trabajo que se proponía con dotes preventivas de accidentes y proveyendo de una asistencia inmediata a las víctimas si el infortunio acaecía; a la par, que desresponsabilizaba totalmente al empleador que era sustituido por una Aseguradora de Riesgos del Trabajo (ART), nuevo sujeto “garante” de la concreción de todas esas bondades.
Los siniestros desde entonces (1995) se incrementaron a ritmo constante -y mucho mayor sería el registro si se computaran las enfermedades laborales subestimadas-; la actividad de prevención disminuyó en igual medida que se despreocupaban las empresas de las consecuencias económicas de aquéllos; tanto como los controles que las ART deberían hacer, pero no hacen para no perjudicar sus negocios y correr el riesgo de perder clientes -sus asegurados-; la asistencia médica es pobrísima y lo más breve posible, culminando normalmente con la sola aceptación de cobertura de los efectos inmediatos (invalidez temporaria) de los accidentados, pero encontrando siempre una alegada “patología preexistente” que las llevan a declinar toda responsabilidad y derivar a las víctimas a sus obras sociales o al hospital público, a su propia suerte.
¿Efemérides o meras boludeces?
La palabra “boludo” tiene múltiples usos, significados y connotaciones, aunque en cualquiera de sus variantes no deja de ser una expresión típicamente argentina y de uso cotidiano. Tan es así, que al “che, boludo” se suele hacer alusión como identitario de argentinas y argentinos, no sólo en países de habla castellana.
Una de las explicaciones del origen de esa voz la plantea estrechamente unida a otra, similar pero más fuerte, “pelotudo”, señalando que se acuñaron en las guerras de la Independencia cuando nuestros gauchos debían enfrentar a ejércitos profesionales y bien pertrechados que marcaban claramente su superioridad bélica.
Como una estrategia para darles batalla, nuestras fuerzas esperaban los ataques realistas formando tres filas; la primera, en la que se utilizaban grandes piedras (pelotas) atadas con tientos que las lanzaban al pecho de los caballos para hacerlos caer y con ellos a sus jinetes, a quienes los que estaban en la segunda fila, con sus tacuaras rematadas en punta con un facón, se le abalanzaban para darles muerte, y en una tercera fila estaban munidos de boleadoras (piedras o bolas pequeñas amarradas con tiento) para recibir a los enemigos que superaban las dos anteriores. Por eso, respectivamente, según la fila que integraban recibían el nombre de “pelotudos”, “lanceros” y “boludos”.
Roberto Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua (2004), en su disertación sobre “Las Malas Palabras” en la que desde un comienzo restaba valor a esa calificación, nos decía con la agudeza que lo caracterizaba: “No es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo (…) el secreto de la palabra pelotudo, la fuerza, está en la letra ‘T’. Esa fuerza, esa pronunciación marcada, es lo que la hace más agresiva que boludo y por eso menos propensa a convertirse en un latiguillo. Si nos bancamos el pelotudo, es porque sabemos que el otro tiene razón.”
También en ese orden de ideas, si bien con una valía infinitamente menor, en el año 2009 un Grupo ignoto tanto como sus integrantes (www.eldiadelboludo.com) proponía declarar un día como hoy, 27 de junio, el “Día Nacional del Boludo”, para rendir “Un homenaje a todos aquellos que por tratar de hacer las cosas bien. Le salen mal”. Y, además, propiciaban que fuera un Feriado Nacional.
Lo curioso, o realmente “boludo”, era que ese fundamento y la fecha elegida se vinculara a la cobarde huida del virrey Sobremonte (el 27 de junio de 1806) de la ciudad de Buenos Aires, ante la primera Invasión Inglesa comandada por el pirata y esclavista Brigadier General William Park Beresford.
La definición que más comúnmente hallaremos en los diccionarios, es la de: “Persona que dice o hace tonterías, se comporta como estúpida o no es responsable”.
De allí que, verificándose tanta diversidad de maneras de entender y catalogar conductas de esa especie, se debe ser cuidadoso al aplicar ese calificativo y no hacerlo con ligereza, porque quizás se genere una confusión de sentidos.
Un elocuente ejemplo al respecto es la llamada “flexiseguridad”, porque quienes fogonean en nuestro suelo esa pretendida modernidad para regular el trabajo dependiente nada tienen de boludos, por el contrario, nos quieren tomar por boludos.
No se trata de nostalgias ni anacronismos, sino de derechos
La difusión que se le está dando a propuestas precarizantes, que se plantean como modernizadoras del sistema de relaciones del trabajo y que anuncian iniciativas legislativas con ese propósito, consisten en globos de ensayo para mensurar el nivel de penetración, aceptación o resistencias que generen.
Se plantean con fórmulas edulcoradas que esquivan el uso de palabras de justificado mal gusto, como “flexibilización”; o que apelan a legítimos anhelos como la generación de empleo, que jamás ha sido el resultado de las desregulaciones laborales que, por el contrario, han mantenido o aumentado la desocupación existente, pero empeorando sustantivamente las condiciones de trabajo.
Ahora se incorporan denominaciones que evocan experiencias foráneas que no importan ningún avance en materia laboral, como la de “mochila argentina”. Tampoco es novedoso, ya tuvimos algo parecido cuando en los 90’ se hacía referencia a las “AFP” chilenas como el desiderátum de la seguridad social que hoy se cae a pedazos en ese país, y que aquí se imitaron con las “AFJP”, con resultados semejantes de pingues negocios para las Administradoras privadas a costa del empobrecimiento de la clase pasiva y serias limitaciones para acceder a una jubilación, dejando una pesada mochila al Estado.
Esas mochilas si algo evocan es a las que identifican a los repartidores esclavizados, que no es buen futuro sino mal pasado, que no significa avance sino retorno a modos de explotación del trabajo que teníamos por ilegal y desterrado.
Cuando se piensa en plataformas uno imagina una base sólida sobre la cual construir, que permita elevarse. Pero el modo en que se implementan las digitales, hoy tan extendidas, implica un soterramiento, sepultan derechos fundamentales conquistados e impiden ampliarlos como se espera de un Estado Social de Derecho. Al Movimiento Obrero organizado corresponde un rol principal en la lucha que se avecina, resistiendo proposiciones para que colabore en colocar una lápida con la clásica inscripción (RIP) en memoria de los derechos sociales.