La Luna que tanta poesía romántica ha inspirado, tiene una cara oculta, una cara oscura, cuyos rasgos los simples mortales, la gente común, ignora. Con el Campo, así con mayúscula como se nos suele mostrar, que también ha despertado poética tradicionalista y mucho “verso” en su épica de los hacendados, hay otra cara muy oscura que permanece invisibilizada y que es preciso iluminar.
Desde la colonia hasta las grandes inmigraciones
La explotación del trabajo humano en sus formas más inhumanas, valga la aparente redundancia, se ha manifestado en diversas actividades pero, entre las mismas, la “agropecuaria” ocupa un lugar destacado, porque a la par de lo que significa en lo estrictamente laboral se proyecta en lo social y cultural al generar grados de sojuzgamiento inconcebibles.
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Cuando en las tierras americanas comenzaron a escasear los metales preciosos (oro y plata), para obtenerlos por los clásicos saqueos o por fáciles técnicas extractivas, el ojo del conquistador/colonizador -y su progenie, no necesariamente de sangre- colocó su mirada sobre otras riquezas que ofrecían sus campos fértiles y de generosas extensiones, cuyos productos eran apetecidos y lógicamente exportables (carnes, maderas, cacao, tabaco, azúcar, plátanos y otros cultivos).
Diezmadas en gran medida las poblaciones aborígenes, esos braceros fueron sustituidos o complementados por los hombres y mujeres traídos de África que, a su vez, constituía otro gran negocio (el tráfico de esclavos) que los civilizados ingleses, holandeses, portugueses y hasta españoles supieron desarrollar metódicamente.
La mita, la encomienda y el yanaconazgo, “instituciones” que brindaban evangélica apariencia a la esclavitud o a servidumbres de raigambre medieval, fueron otras maneras de sometimiento brutal de las poblaciones campesinas.
Los procesos emancipadores de comienzos del siglo XIX encontraron en esos mismos hombres y mujeres los brazos que empuñaron las armas para vencer en esa lucha, pero no fueron justamente tributarios de esas victorias, sino que, mayoritariamente, sus condiciones miserables de existencia se mantuvieron por obra del nuevo patriciado y de los estancieros que conformaron la clase política triunfante, en particular entre aquéllos, los que traicionaron los ideales revolucionarios.
En Argentina, la llamada Organización Nacional, las “conquistas” genocidas de nuevos territorios arrebatados a sus antiguos pobladores y el reparto de millones de hectáreas entre los financistas, militares y colaboradores extranjeros de esas matanzas, reclamó una vez más convocar mayor fuerza de trabajo para su explotación. La inmigración europea, cuyo fomento fue un propósito expresamente plasmado en el texto de la Constitución Nacional de 1853 (que inexplicablemente ha sido conservado hasta el presente), cuyo flujo fue tan importante que, entre fines del siglo XIX y principios del XX, duplicó la cantidad la población del país, tuvo por destino manifiesto el campo.
Si bien en algunos casos gozaron de ciertos beneficios en el acceso a la tierra o para proveerse de herramientas de trabajo, en general pasaron a engrosar las filas de los explotados junto a criollos o nativos pobres, la mano de obra indispensable para el creciente enriquecimiento de una clase parasitaria que se autoasignaba la condición -y continúa haciéndolo- de constituir el pilar de la Patria, una Patria que siempre están dispuestos a ofrecer a los intereses extranjeros.
Luchas que fueron muchas, ignoradas por la Historia oficial
El derrotero del trabajo rural en los albores del siglo XX siguió manteniendo, y hasta exacerbando, los abusos de todo tipo y la deshumanizada explotación de las personas ocupadas en las producciones agropecuarias.
La ostentosa vida que llevaban la oligarquía terrateniente como los funcionarios jerárquicos de las compañías extranjeras que se apropiaban de las riquezas y recursos naturales, reproduciendo la arquitectura palaciega europea -en cascos de estancias o residencias urbanas-y con derroches constantes que les permitían las cuantiosas ganancias que obtenían de negocios -y negociados-, contrastaba crudamente con las miserables condiciones de trabajo y de vida de las y los trabajadores que ocupaban, privados de los más elementales derechos.
Trabajo no remunerado de mujeres, hijas e hijos de los peones, asignadas a tareas domésticas pero también a labores de labranza; salarios magros determinados a destajo y liquidados habitualmente con “vales” que debían canjear -sometidos a prácticas usurarias- en los almacenes o abastecimientos organizados por la misma patronal; jornadas de “sol a sol” sin límites horarios, pausas ni descansos semanales; la imposición de una férrea disciplina no exenta de castigos corporales y amenazas -con frecuencia efectivizadas- de denuncias falsas que los llevaran a la cárcel ante cualquier reclamo y brutales represiones de todo intento de organización gremial.
Los chacareros, arrendatarios y pequeños productores, que con frecuencia también se desempeñaban como peones rurales, no tenían mejor fortuna ni horizonte en ese sistema de explotación agropecuaria y nutrían el pobrerío que rodeaba a la clase propietaria preocupada por la impúdica exhibición de lujos que marcaran claramente la distancia que separaba a esos dos mundos.
Los arrendatarios estaban sujetos a todo tipo de arbitrariedades de parte de los “dueños” de la tierra, únicamente podían sembrar los cultivos aceptados por éstos, se les prohibía criar ganado salvo que admitieran pagar “multas” por desarrollar una actividad pecuaria; y a ellos también se los obligaba a comprar la mercadería que precisaban de los abastos patronales, con sobreprecios descomunales.
Las cosechas -con las que pagaban el canon de los arriendos- nunca alcanzaban para cubrir el sobreendeudamiento provocado por las maniobras de las que eran víctimas, se hundían en la miseria y cada vez era más lo que trabajaban.
Todo lo que llevó al levantamiento de miles de chacareros que se extendió desde el sur de Santa Fe hasta las provincias de Buenos Aires y Córdoba, declarándose una huelga general el 25 junio de 1912 que hoy se conoce como el “Grito de Alcorta” y que, unos meses más tarde, en agosto de ese año, diera nacimiento a una organización gremial: la “Federación Agraria Argentina” (FAA). Sí, aunque usted no lo crea, la misma -es un decir- que hoy integra la Mesa de Enlace reaccionaria y antipopular.
Quien fuera uno de los principales activistas de ese movimiento -el italo/argentino Francisco Netri- y segundo Presidente de la FAA, recibió acusaciones y persecuciones de todo tipo, justamente, por su lealtad a los ideales de esa entidad y por los que terminó pagando con su vida. Netri fue asesinado el 5 de octubre de 1916, por un sicario contratado por los hacendados a los que había combatido. En sus bolsillos se halló un documento, presumiblemente para un discurso que no llegó a pronunciar, en el que decía:
“Unámonos para excluir de las poblaciones de este país el inquilinaje y el proletariado, estas dos especies de esclavatura que son la lepra de las viejas sociedades, y que darían a las nuevas un aspecto enfermizo de ancianidad en medio de los esplendores de la naturaleza que nos rodea”
No resultó, por cierto, la única epopeya popular que omitió nuestra historiografía oficial por varias décadas, como lo testimonia el ocultamiento de las matanzas de miles de peones rurales en la Patagonia entre 1920 y 1922, o las masacres de huelguistas encomendadas por la compañía británica que explotaba el tanino en el norte de Santa Fe (“La Forestal”) en 1921, o las de los mensúes en Corrientes y Misiones por aquella misma época.
Reivindicación revolucionaria
La figura de Juan D. Perón está indisolublemente asociada a la conquista de derechos sociales, no a la teorización discursiva acerca de los mismos sino a su consagración en la práctica, a hacerlos una realidad efectiva.
Los avances en ese sentido se plasmaron en muy diversos ámbitos, pero uno en el cual significó un indiscutible cambio revolucionario fue en el campo. El 17 de octubre de 1944, justo un año antes de la pueblada que modificó hasta nuestros días el escenario político de la Argentina, se publicaba en el Boletín Oficial el Estatuto del Peón Rural, que complementara en 1947 la Ley 13.020 que regulaba el trabajo de cosecha y creaba la Comisión Nacional de Trabajo Rural.
“Este estatuto tiende a solucionar, posiblemente, uno de los problemas más fundamentales de la política social argentina. La situación del peón en el país es de extraordinario desmedro para los hombres que trabajan en el campo. La Constitución del 53 abolió la esclavitud; pero lo hizo teóricamente, porque no es menor la esclavitud de un hombre que en el año 44 trabaja para ganar, 12, 15 o 30 pesos por mes. Y ésa es la situación del peón en el campo. Se encuentra en situación peor que el esclavo (…) Es una cuestión que ningún hombre que tenga sentimientos puede aceptar. Yo sé que el Estatuto del Peón ha sido, es y será resistido, pero sé también que ha sido, es y será indispensable establecerlo” (J. D. Perón, 17 de noviembre de 1944)
Por primera vez se reconocieron básicos derechos laborales a las personas que trabajaban en el campo, se dignificaron sus esforzadas labores y se les aseguró un salario acorde con las tareas que desarrollaban, a la par que se promovió su asociativismo gremial para la defensa de esas conquistas y para vehiculizar nuevas reivindicaciones.
Con ese propósito, y en función de las particularidades del sector que hacían muy complejas las concertaciones colectivas, se creó un espacio paritario singular en donde negociar salarios y condiciones de trabajo, que fue la Comisión Nacional de Trabajo Rural integrada por las representaciones obreras, patronales y del propio Estado.
Herramientas existen: ¿qué falta?
La dictadura de 1976 arrasó con todo cuanto pudo en materia de legislación laboral, ensañándose particularmente con algunos colectivos como fue el de las trabajadoras y trabajadores del campo. En 1980 la llamada ley 22.248 -en cuya redacción y defensa participaron muchos “académicos” del Derecho, incluso algunos que hoy se tildan de progresistas-, derogó ese Estatuto e impuso una regulación normativa miserable que explica, en buena medida, la naturalización de la enorme informalidad y precarización de ese sector laboral.
Recién en el año 2011 con la sanción del Nuevo Estatuto del Peón Rural (Ley 26.727 publicada en el Boletín Oficial el 28 de diciembre) no sólo se recuperaron los derechos abrogados, sino que se consagraron otros muchos.
Entre los que cabe mencionar: la reducción de la edad jubilatoria a 57 años; la limitación de la semana laboral a 44 horas y el descanso de 35 horas entre sábados y domingos; el pago con recargos (del 50% y del 100%) de las horas extras; la ampliación a 30 días de la licencia por paternidad; la minuciosa reglamentación de las condiciones de habitación, alimentación, higiene y seguridad, abarcando también a los trabajadores temporarios (cosecheros); la creación de la figura del trabajador permanente discontinuo (similar al régimen general para el trabajo de temporada), posibilitando la estabilidad en el empleo a dos tercios de la fuerza laboral hasta entonces englobada en la categoría de “no permanentes” y carentes de los más elementales derechos.
En los cuatro años del gobierno de Macri se desactivaron muchos de los dispositivos normativos y operativos tutelares del trabajo rural, un ejemplo emblemático fue la esterilización del cometido de la Comisión Nacional de Trabajo Agrario (similar a la creada en 1947), que pasó a ser un espacio burocrático en el cual la representación estatal (que es parte, no árbitro ni mediador) dejó de instar para la mejora de las relaciones laborales y las condiciones de vida y de trabajo, como lo hiciera hasta el 2015.
Tampoco se mantuvieron las políticas de lucha contra la trata de personas con fines de explotación laboral, tan extendidas en el ámbito rural, ni las de capacitación y cobertura social dirigidas principalmente a la población laboral más vulnerabilizada.
Sin prescindir del enorme daño provocado por esa gestión gubernamental, no puede dejar de señalarse que las viciadas prácticas de los empresarios rurales siguen registrándose, acentuadas por el aumento de la pobreza que golpea con mayor rigor a quienes se desempeñan y habitan en el campo.
Las imágenes que se recogen en diversas explotaciones agrarias son desconsoladoras, sobre todo en actividades estacionales. El hacinamiento, el alojamiento en campamentos que son verdaderas tolderías, la carencia de sanitarios y de agua potable, el transporte de las personas como si fueran ganado, la falta de provisión de ropa de trabajo y elementos de protección personal, la exposición brutal a agrotóxicos, las extenuantes jornadas de labor, el pago de salarios de hambre que no respetan los mínimos establecidos.
Las leyes vigentes proporcionan herramientas más que suficientes para combatir esa realidad lacerante, implementar controles efectivos para que se respeten los derechos de las personas que trabajan y sancionar a los responsables reales que aun valiéndose de subcontrataciones no dejan de responder, por mandato legal, por esa clase de abusos y, no sólo, a los perejiles que intermedian y medran con la colocación de trabajadores.
¿Hasta cuándo vamos a seguir cerrando los ojos?
El trabajo no registrado casi duplica en promedio el que se verifica en el sector privado de la economía, alcanzando proporciones del 75% u 85% en ciertas actividades, como ocurre con los tareferos (yerba mate), en las faenas del tabaco, en la zafra lanera, en la cosecha de la papa y de la cebolla, por sólo mencionar algunas.
Coexisten en un mismo territorio la renovación anual de camionetas 4x4 de alta gama, las obscenas demostraciones de riqueza y la pretendida superioridad de raza caucásica patronal alimentada por su ensoñación europea; y la pobreza más extrema, que se potencia por la precarización laboral sumergida en una informalidad creciente, estructural y que se presenta como inexorable para los morenos condenados de la tierra.
Son resabios culturales de antigua data, que se estratifican y naturalizan en la medida que nos deslumbramos con oropeles, nos negamos a reconocernos en nuestras propias raíces y tomamos distancia de las penurias que azotan a muchos compatriotas, al punto de perder de vista lo que aparece frente a nuestros ojos.
Ese “campo” que no vemos, y que sus emergentes pueblan las barriadas suburbanas, sigue siendo una expresión de la frustración del país federal que solemos englobar como “el Interior” y cuyo desarrollo la ciudad puerto (hoy pseudo provincia) eclipsa. Donde, en definitiva, recala el otro “Campo”, trasladando sus élites provincianas que se arrogan la condición de pioneros venidos de otros lares a civilizar los confines del mundo y que se lo creen capas medias urbanas que toda la tierra que tienen es la de las macetas de sus balcones.
“Hace 150 años, un conjunto de pioneros con visión de futuro, dieron inicio al camino, sinuoso pero fructífero, de la Argentina productiva, de la Argentina capaz de albergar a todos los hombres de buena voluntad, que trabajando el suelo y educando a sus hijos en paz, fueran capaces de forjar y afianzar valores genuinos de integración, solidaridad y desarrollo. No fue otro el temple de los Fundadores de la Patria.” (Luis M. Etchevehere, ex presidente de la Sociedad Rural Argentina, julio de 2016)
Con motivo de la poco feliz afirmación del Presidente, expresada nada menos que ante un representante de la corona española (el Presidente Pedro Sánchez), acerca de que los argentinos descendemos de los barcos, y la desafortunada (¿?) explicación/justificación con la que nos ilustró Jorge Alemán, obligado es recordar a Arturo Jauretche en su “Manual de Zonceras Argentinas” donde identificaba a las dos hijas mayores de la “Madre que las parió a todas”.
Una de ellas, “Civilización y Barbarie”, que lo lleva a evocar lo que -con la agudeza que lo caracterizaba- nos decía en otra de sus obras (“Los profetas del odio y la yapa”):
“La incomprensión de lo nuestro preexistente como hecho cultural o mejor dicho, entenderlo como hecho ‘anticultural’, llevó al inevitable dilema: Todo hecho propio, por serlo, era bárbaro., y todo hecho ajeno, importado, por serlo, era civilizado. Civilizar, pues, consistió en desnacionalizar -si Nación y realidad son inseparables-“
El no poder desentenderse del pensamiento y las categorías eurocéntricas, ni soltar amarras del colonialismo cultural que nutre a ciertas “izquierdas” y “derechas” -para quienes creen en esa dicotomía- que necesitan siempre reflejarse en realidades que nos son ajenas para explicar lo que nos ocurre y en qué dirección debemos caminar, constituye uno de los más grandes escollos para la consolidación de un Movimiento Nacional y Popular.
Es preciso evitar caer en esas encrucijadas, incluso dialécticas, para que no resulte como el mismo Jauretche, poéticamente, sintetizaba: “Les he dicho todo esto / pero pienso que pá nada, /porque a la gente azonzada / no la curan los consejos / cuando muere el zonzo viejo / queda la zonza preñada” (El Paso de los Libres, 1934).