En unos pocos días, pasamos de la indignación por la corrupción imaginaria en la licitación de un gasoducto a la indignación por el rechazo oficialista a la boleta única, esa solución en busca de un problema, y luego a la indignación por un avión que circuló por nuestro espacio aéreo y cuya tripulación tiene el descaro de ser iraní y ni siquiera negarlo. A eso debemos sumarle las indignaciones más silvestres como las denuncias contra Javier Milei y su hermana lanzadas desde su propio espacio, un club de reaccionarios que se autoperciben liberales.
Este frenesí empieza a hacer estragos entre nuestros periodistas serios y los opositores de Juntos por el Cambio, dos colectivos que cuesta cada día más diferenciar. Alfredo Cuidate Changuita Leuco o el humorista radical Mario Negri ya no saben si seguir con el gasoducto iraní, indignarse con el avión mapuche o denunciar la boleta única chavista. Para poner un término a este caos, varios defensores de la república proponemos la implementación del #FixtureDeIndignaciones, una APP que, actualizada cada hora, permitirá evitar indignaciones redundantes y denuncias cacofónicas.
Hace 67 años, el 16 de junio se de 1955, la Armada argentina con ayuda de un sector de la Fuerza Aérea y apoyo de la oposición antiperonista, bombardeó la Plaza de Mayo para asesinar al presidente Juan Domingo Perón. Aún hoy se desconoce el número exacto de víctimas, entre 300 y 400, además de miles de heridos.
A diferencia de los atentados contra la Embajada de Israel y la AMIA, sí conocemos a los responsables de este acto terrorista. No hizo falta investigación alguna: ellos se vanagloriaron de haberlo llevado a cabo, fueron aplaudidos por socialistas, radicales y conservadores y recibidos como héroes en Uruguay. La Argentina es un país peculiar en el que los civilizados pueden bombardear una ciudad ajena a cualquier conflicto bélico y asesinar a centenares de ciudadanos desprevenidos en nombre de Cristo, la libertad y coso.
El 17 de junio hubo otra conmemoración: hace 50 años, cinco falsos plomeros y verdaderos espías fueron detenidos cuando intentaban colocar micrófonos en el edificio Watergate, donde funcionaba la sede del Partido Demócrata en Washington. A partir de ese hecho al principio policial, dos periodistas del Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, lograron descubrir la trama que los relacionaba con el gobierno del republicano Richard Nixon, quien se vio obligado a renunciar en 1974.
Tal vez como un homenaje a una época que yo no existe, en la misma semana en la que Woodward y Bernstein son celebrados como ejemplos de periodismo de investigación, un tribunal británico aprobó la extradición a EEUU de Julian Assange, el fundador de WikiLeaks. El periodista australiano está acusado de 17 cargos de espionaje y uno de intrusión informática, que podrían suponer hasta 175 años de cárcel. Si las apelaciones de sus abogados resultaran infructuosas, no sabemos si Assange terminará con un mameluco naranja en el centro clandestino de Guantánamo, junto a otros enemigos de la libertad y coso que esperan desde hace una década en ese limbo jurídico que alguien les explique qué hacen ahí.
Al no ser Rusia o Irán quien persigue a Assange por publicar información confidencial- como hicieron sus colegas del Washington Post hace 50 años- nuestros medios serios no están preocupados por el límite a la libertad de prensa que implica esa persecución. Tal vez estén demasiado ocupados denunciando censuras imaginarias e indignaciones nimias.
En todo caso, podemos preguntarnos de qué lado estarían hoy estos holdings que llamamos medios de comunicación: del lado de Nixon y sus servicios secretos o del lado de los periodistas que los investigaron. ¿No nos explicarían que los falsos plomeros del edificio Watergate fueron en realidad simples cuentapropistas, como los agentes de la AFI que espiaban al Instituto Patria?
Una duda trepidante.
Imagen: Richard Nixon renuncia a la presidencia de EEUU, víctima de cuentapropistas (cortesía Fundación LED para el desarrollo de la Fundación LED)