Una “consultora de opinión pública” (para el caso no importa su nombre) sostiene que hay un cambio de tendencia en la opinión pública argentina. Sostiene esos dichos afirmando que en sus números la oposición subió 0,4 por ciento su expectativa de voto y el oficialismo disminuyó su expectativa en proporciones muy parecidas. El diario La Nación rubrica la información diciendo que el “cambio de tendencia” obedece al caso de Alberto Fernández y a la controversia en relación a las elecciones venezolanas. La creatividad de los opinólogos es impresionante.
Sobre todo si se aclara que los “cambios espectaculares” permanecen dentro del riesgo de error de las encuestas. Qué fácil es hablar de política, ¿no? Hablando de encuestas, quien esto escribe participó entre quienes prepararon, a principios de diciembre de 2001, una que evaluaba la opinión sobre la gestión de De la Rúa: entre los resultados de la encuesta iba a aparecer el apoyo ampliamente mayoritario de la opinión pública argentina hacia el plan de convertibilidad… no hace falta recordar lo que ocurrió en los días inmediatamente siguientes a la consulta. Estalló la convertibilidad y cayó rápidamente el gobierno. Las encuestas miden, de modo circunstancial y episódica los caóticamente cambiantes humores de las personas. Nada más y nada menos.
Entre nosotros hemos llegado a una situación en que la suerte de un gobierno caótico e irresponsable vive pendiente del humor de los individuos medidos bajo estrictas normas aritméticas y sociológicas que son sistemáticamente arrastradas por distintas corrientes en una u otra dirección. Durante unos meses previos a la elección, las apuestas de las consultoras concentran toda la atención. Después del resultado se retiran de la escena dejando un tendal de profecías incumplidas. Por eso el esfuerzo de la política actual debería concentrarse -acaso de modo excluyente- no en medir las respuestas de la gente al colapso económico en el que ha entrado el país sino en preparar los caminos posibles para enfrentar una hipotética pero no descartable crisis económico-social y política de insospechables dimensiones. Si todo sigue como hasta ahora “mejor”, pero convendría tomar recaudos políticos e institucionales para el caso de que no sea así.
Acostumbrados como estamos a vivir los hechos y los cambios de la escena política nacional y regional como si fueran hechos inconexos entre sí y secundarios respecto de las necesidades inmediatas, estamos atravesando un recodo particularmente interesante en lo que hace a las definiciones del lugar de Argentina en el mundo. Por un lado, la diplomacia de Milei procura acentuar los términos de “nuevo comienzo”: su “fundamento” no es nuevo ni particularmente interesante: lo reduce todo a un “relato histórico” (por llamarlo de alguna manera) según el cual Argentina tiene que tomar un rumbo de grandeza histórica que habría sido abandonado desde la emergencia del populismo yrigoyenista-peronista. El cuento no es nuevo: viene del golpe de Uriburu de 1930, del de 1955, del de 1966, del de 1976… Un enorme texto de recopilación documental de la historia política argentina al respecto fue el publicado al final del gobierno de Cristina bajo la coordinación de Ricardo Forster. Allí aparece la rotunda continuidad del golpismo antidemocrático en la historia argentina, ¿será un capítulo terminado?
La actual escena política de poder presenta algunos rasgos muy particulares. El gobierno está curiosamente sostenido en una especie de resignación colectiva: el retroceso social y nacional de la Argentina es un hecho fácilmente reconocible para cualquier observador que no haya sido previamente intoxicado por el relato -primero mesiánico y ahora burdamente neoliberal- que sigue hablando de una milagrosa recuperación nacional que estaría en marcha, aunque de modo invisible para las personas comunes. Es un experimento que tiene como principal recurso la creencia de la gente, que es un recurso en general escaso y muy frecuentemente fugaz, como hemos experimentado muchas veces. El problema es hoy cuáles son los recaudos democráticos con que contaremos los argentinos y argentinas a la hora del derrumbe. Y el tema es muy serio, porque parece estar esperándonos otro 2001. Y entonces aparece la (equivocada) pregunta: ¿quién será el garante de un pacto de convivencia democrático que venga a enfrentar las amenazas de crisis terminal a nuestro régimen democrático? No hay garantes posibles de un hecho histórico que aún no se ha producido.
Claro que esas preguntas retóricas no tienen respuestas “adivinatorias”. Pero tienen un valor político y no esencialmente formal ni institucional. La cuestión argentina hoy es “régimen constitucional” o “régimen de excepción”. Y la resolución acertada de ese dilema es vital para el campo nacional-popular. El régimen constitucional implica conflicto político institucionalizado, respeto por la diversidad, renuncia al uso de la violencia para dirimirlo. El modo Bullrich-Milei para dar cuenta del conflicto social tiene el sello de los tiempos inmediatamente posteriores al golpe de la “libertadora” contra el peronismo. Podría incluso decirse que es el sello de los sectores más gorilas del golpe contra Perón. Es decir, el sello de las armas, de la represión y de la muerte.
Es posible que la primera incógnita que tenga que develar la política argentina sea el de la subsistencia de la república. En concreto, libertad política, elecciones libres, ceses de las persecuciones y las proscripciones. Será muy interesante saber cómo se colocaría frente a este cruce de caminos el espacio que intenta ocupar el lugar del “centrismo”. La perspectiva de esta nota rechaza de modo absoluto la lectura que considera inevitable la mutua destrucción de los adversarios y la inutilidad del intento de generar alianzas amplias. Es necesario, según este punto de vista recuperar la perspectiva política de Lula. Que consiste en la centralidad de contar con una visión estratégica del mundo, encontrar nuestro lugar en esa escena y vincular a esa política estratégica la elección de nuestros aliados internacionales y las políticas a encarar.
Los últimos resultados electorales consagraron el triunfo de un fenómeno muy particular de la vida política argentina, con fuertes componentes de una tendencia mundial a la aparición de nuevas y viejas anti utopías: la apelación al antagonismo contra un monstruo imaginario (como todos en política), en este caso la política, ha llevado al actual gobierno a una situación paradójica: “no se puede confiar en la política, pero entonces cómo se hace política”. Los tiempos propios de la gravísima crisis económica argentina tenderán a ponerle su color al inevitable conflicto. Pero conviene saber que ninguna “premisa objetiva” podrá suplantar a la reconstrucción política de las fuerzas que enfrentan la ofensiva antinacional. Una reconstrucción que deberá ser respetuosa de los tiempos, de las proporciones y de las formas. Pero no puede desconocer las profundas causas estructurales y políticas de la crisis argentina.