Son muchos los interrogantes que se nos plantean a diario, las dudas que ofrece el futuro, las dificultades para inteligir comportamientos sociales. Las incertidumbres nos afligen, tanto como un presente que nos interpela constantemente con variados desafíos. Reflexionar para despejar las nuevas circunstancias de las viejas acechanzas, ayuda para hallar respuestas y un camino de razonables esperanzas.
Tiempos modernos
La época actual sin duda será recordada como una de las más semejantes a las distopías que, con una fecunda imaginación, nos planteaban relatos que daban por seguro un siniestro fin de la humanidad.
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Cuanto menos, quedará en la memoria colectiva como una experiencia única que cambió en un breve lapso todo lo que conformaba nuestra cotidianeidad, cualquiera fuese el punto en el que se encontrara la sociedad afectada por la plaga.
El fenómeno es mundial, sería innecesario referirlo si no fuera por el nivel de negacionismo imperante. No es en un país, en una región, en un Continente que se verifica, la peste atraviesa el mundo entero, aunque sus efectos y las posibilidades de superarlo -o siquiera mitigarlo- mantienen las mismas asimetrías que reflejaba la antigua “normalidad”, potenciadas incluso como consecuencia de las brutales desigualdades preexistentes.
La dimensión internacional nos brinda ejemplos claros, no teóricos sino empíricos, de las buenas como de las malas prácticas para enfrentar la pandemia, es más, de este lado del Atlántico contamos con la ventaja de conocer por anticipado lo que cabe esperar en virtud de lo que va ocurriendo en Europa.
A pesar de todo eso, se advierte un grado de falta de conciencia social que espanta, que no es fruto de relajamientos inevitables o del hartazgo que –lógicamente- acarrea la impensada extensión temporal de la epidemia, ni tampoco de necesidades vitales impostergables en función de los sectores a los que pertenecen las personas más refractarias a indispensables cuidados comunitarios.
Esas reacciones de un individualismo extremo rayano con lo demencial, insolidario y carente de un elemental sentido común, no resulta una respuesta atribuible sin más a la “naturaleza humana” sino que, como todo comportamiento social y cultural, deviene de una multiplicidad de factores entre los que destacan los de índole política y comunicacional.
¿Resignación, mansedumbre, rebeldía?
La especulación con las desgracias para sacar ventajas siempre es reprochable, cuando los males son tan extendidos como sucede en la presente etapa ese tipo de conductas son absolutamente intolerables.
El aprovechamiento político de los problemas, fatigas y desequilibrios de los más variados que padece la gente, apelando a falsos postulados libertarios, promoviendo reacciones injustificadas frente a básicas medidas de prevención, obturando todo consenso alegando la defensa de derechos ciudadanos que se quieren arrebatar para someter a la población, constituye uno de los modos más execrables de conquistar voluntades.
Plantear una falsa disyuntiva entre resignación y rebeldía, en medio de una crisis sanitaria de tanta envergadura, favorecer la desinformación pública con mentiras que sólo pueden sostenerse con la complicidad mediática hegemónica y las operaciones en las redes sociales, forma parte de ese tipo de miserables estrategias.
Lejos están los señalamientos precedentes de proponer una aceptación acrítica de lo que nos sucede, muy por el contrario, a lo que se apunta es a despejar esa nebulosa discursiva que encubre intereses concretos y antipopulares. Que se toma de un estado de excepción sin precedentes para generar desánimo, para crear vanas esperanzas de salvaciones individuales, para ahondar en el desencanto y en la insensibilización.
No hay tal túnel
Ese túnel que supone un trayecto oscuro, con entrada e incierta salida. Que se decidió recorrer o, muy a pesar nuestro, se nos impuso, es una alegoría de dudosa factura.
De ello forma parte la idea de la existencia de una luz al final, que alentaría la expectativa que lleva a aceptar dócilmente un tránsito penoso para alcanzar una meta que se anuncia promisoria.
Una metáfora muy cara al pensamiento neoliberal, que condena a las mayorías a una vida subterránea como si ello fuera inexorable –y ajeno a sus clásicas políticas-, alimentando la ilusión de que los sacrificios exigidos encontrarán recompensa en un futuro indefinido.
La luz al final del túnel es una figura poética – en criollo, un verso- de lo que representa la “teoría del derrame”, según la cual la concentración económica y la acumulación de riquezas es la vía para que desde arriba se asegure un mejor pasar a los de abajo que, en algún momento, obtendrán algo de lo que sobra o rebasa una copa en realidad inagotable, como la codicia que la alimenta.
Un criterio de distribución de beneficios que no ha tenido jamás efectiva concreción, un espejismo propio del capitalismo liberal y que se vale de un republicanismo que impida todo empoderamiento popular que ponga en cuestión ese mito.
Simplemente ver
Las evidencias en torno al aumento exponencial de los contagios en la segunda ola, la mayor propagación y letalidad de las nuevas cepas ya presentes en nuestro territorio, la lentificación del plan de vacunación por problemas de producción y de distribución en la que inciden la voracidad de los laboratorios como el acaparamiento por parte de los países más ricos, están a la vista.
Las demandas por la prevalencia de intereses económicos sobre la salud pública, no cesan; por el contrario, persisten con mayor insistencia acudiendo a esa mitología de economistas ortodoxos –y voceros bien pagos-, haciendo caso omiso de la debacle generalizada y universal que provocó la pandemia sin excepción.
La lamentable comprobación de las catástrofes sanitarias que padecen nuestros vecinos, sin que ello hubiera reportado a la par una recuperación de sus Economías. Esos mismos países (Chile, Paraguay, Uruguay, Brasil) que se contraponían desde las usinas neoliberales como ejemplos a seguir, no mueve a autocrítica alguna sino a eludir tan dramáticas consecuencias y seguir confundiendo a la población, a exacerbar un disconformismo que corroe imprescindibles lazos solidarios y erosiona la institucionalidad democrática.
En esta semana se cumplieron nuevos aniversarios de dos sucesos de particular relevancia en la región, el golpe de Estado que derrocó al Presidente brasileño Joao Goulart (el 31/3/1964) e impuso un régimen de terror por 21 años, y el inicio de una aventura temeraria de la dictadura genocida argentina para la recuperación de las Islas Malvinas (2/4/1982), por el sólo afán de eternizar en el poder a un gobierno que ya se caía a pedazos.
Puede parecer curioso que, en Brasil, un gobierno responsable de insólitas decisiones que han dado por resultado elevadísimas tasas de mortalidad por el Covid-19, con más de 3800 muertes diarias actualmente, promueva celebraciones conmemorando el inicio de aquella infausta etapa de su historia y que encuentre eco en parte de su población
Tanto como que, en Argentina, transcurridas casi cuatro décadas de esa guerra de apariencia anticolonial impulsada por un régimen claramente colonizado, sigan pendientes de juzgamiento y condena los responsables por las violaciones a los derechos humanos de sus propios soldados, e ignoradas –o naturalizadas- por amplios sectores las reales motivaciones que llevaran a ese conflicto bélico.
En común muestran la vigencia de una matriz autoritaria, antipopular y antidemocrática, con el consiguiente peligro que implica mantener aspiraciones restauradoras de experiencias contrarias a las instituciones republicanas, que –con renovados instrumentos- buscan instalarse en parte de la ciudadanía.
No basta entonces con limitarse a mirar, es imprescindible “ver”, percibir con todos nuestros sentidos lo que ocurre. Advertir las vinculaciones existentes entre acontecimientos y acciones recurrentes que poseen una misma raíz. Reconocer, las mismas engañosas maniobras que produjeron tantos desmanes sociales y que sólo llevaran a nuevas frustraciones.
Un camino que se hace al andar
El país da cuenta de indicadores muy preocupantes, a pesar de los esfuerzos realizados por el Gobierno nacional por sostener las economías familiares priorizando la vida y la salud de los argentinos.
La pobreza ha crecido abarcando al 42% de la población, pero ronda el 58% entre los menores de 14 años. La destrucción de puestos de trabajo formales supera los 220.000, que presupone una cantidad similar sino superior entre los informales de todas las categorías.
El número de contagios diarios en los grandes centros urbanos verifica cifras en constante aumento, que en el país se traduce en cantidades alarmantes superando incluso las más altas de la primera ola, como son crecientes las conductas irresponsables que acentúan los riesgos frente a un ritmo de vacunación menor al previsto.
El constante –e inconcebible- incremento del precio de los alimentos, agrava la situación y pone de manifiesto una especulación deleznable de los formadores de precios.
El demorado aporte extraordinario de las grandes fortunas, es acompañado por incipientes exploraciones de vías judiciales para abortarlo.
Las campañas que se valen de ese conjunto de factores para generar descontentos no sólo comprometen la gobernabilidad, sino que favorecen la desconfianza en la aptitud del sistema democrático para encontrar soluciones oportunas.
Esas mismas condiciones han precedido a rupturas del tejido social que habilitaron otras en el orden institucional, la reacción debe ser inmediata como contundentes las medidas que se adopten. Un camino de transformaciones profundas es factible, más aún, impostergable, que es preciso recorrer eludiendo túneles que únicamente ensombrecerán nuestro futuro como país y como sociedad.