Una buena iniciativa que terminó mal. Otra vez. La encomiable decisión de ceder la Casa Rosada para despedir a Diego Maradona derivó en un bochorno que expresó de modo brutal varios de los inconvenientes que arrastra la gestión albertista. Comunicación deficiente, decisiones contradictorias, funcionarios que no funcionan, la pulsión presidencial de pretender complacer a todos. Un cóctel que detonó en el peor momento y lugar: la despedida al héroe popular más importante de la historia argentina.
Los detalles explican pero no exculpan. Es cierto, como afirma la ministra Sabina Frederic, que el gobierno nacional no impartió la orden de reprimir. Esa acción fue decidida y ejecutada por la policía de la Ciudad de Buenos Aires, siempre dispuesta a disparar contra manifestantes y personas que no cumplan con los estándares cromáticos y socioeconómicos de la ideosincracia porteña. Pero la represión fue el epílogo, no el comienzo, de un mal cuento que había iniciado bien.
Según contó el presidente, fue el propio Fernández quien le sugirió a la familia que el funeral se realizara en la Casa de Gobierno. Con el "sí" de Claudia Villafañe, el Ejecutivo convocó al equipo que organizó el funeral de Néstor Kirchner, un evento de tres días de duración. Hasta la noche del miércoles, en Gobierno se afirmaba que las exequias durarían "lo que tengan que durar", conscientes de la convocatoria. Los organizadores pronosticaron la peregrinación de un millón de dolientes.
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Enterada de esas especulaciones, la familia le transmitió al presidente su decisión de terminar rápido con el trámite funerario. "No más de las 16.00" dijo Claudia, tomando el control de un funeral de Estado. Fue el comienzo del fin.
Fiel a su estilo de pretender conformar a todos, Alberto aceptó el pedido de Claudia, con la secreta esperanza de revertir la decisión por imperio de la muchedumbre y el sentido común. Pero eso no pasó, con las consecuencias ya conocidas: el intento de cortar el flujo de personas para cumplir con el deseo de la familia terminó con heridos de balas de goma.
En el gobierno nacional sugieren que Larreta ordenó accionar el gatillo para provocar el desastre que finalmente ocurrió. Es una excusa pírrica: la idea de que al gobierno nacional lo boicotea un intendente debilita la noción de autoridad presidencial.
El desgaste político del presidente es una de las consecuencias del funeral fallido. Otra es la depreciación de la autoridad sanitaria provocada por una ceremonia exenta de protocolos y medidas de distanciamiento social en plena pandemia.
Otras derivadas: el corrosivo pase de facturas interno que erosiona a la coalición y alimenta la carroña mediática, el "agrande" de Larreta como jefe opositor y la percepción de una gestión ineficiente, incapaz de organizar un velorio.
Con apenas un año de gestión y la elección de medio término por delante, el gobierno está a tiempo de capitalzar la mala experiencia y ajustar su funcionamiento para la pospandemia. Hay pronóstico de viento en popa: vacunas entre diciembre y marzo, precios récord en commodities agrícolas y un mundo con liquidez financiera deseoso de una rápida recuperación del consumo y el comercio. Pero Fernández sabe, porque lo vivió como jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, que el "viento de cola" es inocuo si el capitán no toma decisiones audaces y sostiene el rumbo que considera correcto. Es el rol que le toca al presidente, en un país como Argentina, donde el Poder Ejecutivo es unipersonal.
Claro que el ejercicio pleno del poder presidencial es incompatible con la pretensión de complacer a todos en una sociedad agrietada por la injusticia y la desigualdad. Ya lo advirtió Kirchner: "La política no puede ser un club de amigos"