El acceso a un techo es una de las principales preocupaciones de cualquier familia y el déficit habitacional es una de las más preocupantes deudas de la economía argentina. Según datos oficiales, este alcanza casi 4 millones de viviendas en todo el país. Las raíces son históricas, pero se pronunciaron con la masiva migración interna hacia las grandes ciudades desde la década de 1930 y se han potenciado aun más durante los últimos treinta años en los que la renta urbana se convirtió en un precioso activo financiero.
Se trata de un fenómeno global en las ciudades: las viviendas se convierten en activos financieros que buscan rentabilidad y liquidez, se compra para especular y vender más caro mañana, se alienta la formación de burbujas y se elevan los precios. Así, el negocio de comprar para alquilar y obtener una renta mensual se ve complementado o hasta reemplazado por el de comprar para vender. De hecho, los contratos de alquiler imponen una restricción a la liquidez que, de acuerdo con los objetivos de la inversión, puede ser inconveniente. En una economía como la argentina, donde las viviendas están dolarizadas y el tipo de cambio sufre bruscas variaciones, este fenómeno tiene consecuencias mucho más severas, pues las viviendas no solo se encarecen en términos reales, sino que ante cada devaluación se ensancha la brecha entre su precio y los ingresos corrientes de la población.
Según datos del Informe del Mercado Inmobiliario que elabora la Universidad Argentina de la Empresa (UADE), que mide el precio de los inmuebles de acuerdo a las publicaciones en páginas de Internet -con lo que se trata de precios publicados, no efectivamente pagados- en la Ciudad de Buenos Aires el metro cuadrado de inmuebles nuevos costaba en promedio 1.600 dólares, llegó a 2.000 dólares en 2010, a 2.400 dólares en 2013 y 3.000 en 2018, bajando a principios de 2022, luego de tres años de recesión, una brutal crisis financiera y una pandemia, solo hasta 2.600, igualando los valores de mediados de 2017.
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A su vez, de acuerdo con las estadísticas oficiales del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, en 2010 el alquiler de un departamento de 2 ambientes en la ciudad costaba, en promedio, 1.800 pesos por mes, que se elevaron a cerca de 2.900 en 2013, 5.000 en 2015, 9.000 en 2017, 12.000 en 2018, 16.000 en 2019, 23.000 en 2020 y 37.000 en 2021. Si comparamos estos datos con los salarios del sector formal y tomamos como referencia al RIPTE (la remuneración promedio), a mediados de 2010 esta alcanzaba para pagar dos alquileres. En 2013 ya pagaba 2 alquileres y medio. En 2015 alcanzó los 3 alquileres. En 2017 bajó a 2 y medio, en 2020 a poco más de 2 y en 2021 volvió a subir. Es decir, luego de un período en el que los salarios subían más que el alquiler, en 2016 se inicia un ciclo inverso. Siguiendo este criterio, parecería que en la puja entre locadores y locatarios, en los últimos siete años, vienen ganando los primeros. El alquiler es, cada vez, un porcentaje mayor del sueldo de una familia asalariada.
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Sin embargo, el problema es que en la nueva configuración de la vivienda como activo financiero lo importante para los propietarios no es el valor real del alquiler sino su relación con el precio del inmueble. Si sacáramos la posibilidad de comprar y vender de la ecuación, al propietario le importaría que crezca, en términos reales, el monto que percibe. Pero si lo que importa es la rentabilidad, lo que vale es el cociente entre el alquiler y el valor del inmueble y su comparación con otras posibles inversiones. Al dólar blue, que es el que tiene sentido usar en este caso -pues para comprar una vivienda hacen falta dólares billete-, el alquiler del departamento de dos ambientes costaba 450 dólares en 2017, 400 dólares en 2018, 350 dólares en 2019 (antes del shock devaluatorio post elecciones primarias de agosto), 175 dólares en 2020 y 200 dólares en 2021. Esto equivale a una tasa de rentabilidad anual del 5% en 2017, 3,5% en 2018 y 2019, 2% en 2020 y 2,3% en 2021. Es decir, la tasa de ganancia de la inversión inmobiliaria se redujo a menos de la mitad entre su punto más alto, en 2017, y el contexto más crítico, en 2020, luego de tres años de recesión y en plena pandemia. Bajo esta óptica, los propietarios de inmuebles también estarían perdiendo.
A mediados de 2020 se aprobó una nueva ley nacional de alquileres, según la cual la duración mínima de los contratos es de tres años -en vez de dos- y los aumentos no se estipulan libremente al principio del mismo -usualmente el ajuste era semestral- sino que se efectúan una vez al año de acuerdo a un índice oficial que busca mantener el valor real del alquiler, entre otras modificaciones. Hoy en día esta ley se encuentra en revisión, debido a que muchos sectores plantean que su resultado ha sido negativo.
Al respecto, cabe recordar que esta normativa se puso en práctica mientras regían medidas de excepción a consecuencia de la pandemia, como la prohibición de desalojos y la prórroga automática de los contratos vencidos, las cuales finalmente se levantaron a principios de 2021. Así, al momento de ponerse en práctica la oferta era verdaderamente escasa, en tanto todo aquel al que se le vencía el contrato podía optar por permanecer en su vivienda alquilada sin ningún aumento. Al aumento inicial que era razonable esperar en una ley que cambiaba los plazos de ajuste (donde, por ende, se podría esperar que los propietarios anticipen en el valor inicial los aumentos que no podrían realizarse durante el resto del año) y que, en condiciones normales, se habría suavizado a lo largo del tiempo, lo suplantó una suba mucho más pronunciada, lo que dio cuenta de una fuerte disparidad entre el monto de los alquileres vigentes con los que se iban firmando con la nueva ley.
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Desde las cámaras inmobiliarias se empezó a plantear que la ley reducía la rentabilidad, que los ajustes indexados daban incertidumbre, que los contratos más extensos reducían la liquidez, y que entonces, a partir de ello, muchos propietarios habían resuelto sacar a sus propiedades del mercado y ponerlas a la venta o en todo caso esperar. A continuación, sostenían que la consecuencia había sido la disminución de la oferta, el aumento de los precios y el perjuicio para los inquilinos. Así, la ley perjudicaría a todos y, por ende, debe ser reemplazada. Desde los medios de comunicación se le dio mucha visibilidad a esta hipótesis, al punto de convertirse en sentido común: la ley de alquileres es mala y debe cambiarse, preferentemente retrotrayéndose a la versión previa a 2020.
Sin embargo, lo que esta versión no explicita es que una ley que altera los parámetros distributivos entre dos actores no puede perjudicar a ambos a la vez. En efecto, se trata de una ley que tiende a beneficiar a los inquilinos, principalmente por la duración del contrato, y perjudica a las inmobiliarias, pero el efecto sobre el índice depende de la relación que haya, a cada momento, entre las expectativas de inflación y la inflación realmente existente. Si se espera más inflación que la que finalmente hay, a los propietarios les conviene la ley vieja y a los inquilinos la nueva. Si se espera menos, al revés. De hecho, podemos suponer que para los contratos firmados a principios de 2021 la inflación real a fines del año resultó mucho mayor a la esperada, beneficiándose los propietarios de la indexación.
En los hechos, lo que ha perjudicado a los propietarios, y por ende los ha llevado, en algunos casos, a dejar de alquilar y vender sus inmuebles, no ha sido la ley sino la caída en la tasa de rentabilidad, fruto de una devaluación de la moneda -sobre todo si miramos el tipo de cambio paralelo- que pulverizó los salarios y alquileres en dólares, mientras el valor de las propiedades se redujo mucho menos. Los datos son evidentes: la caída de la rentabilidad antecede a la ley y se habría profundizado incluso sin ella. Es más, es altamente probable que en 2021 la rentabilidad real fuera mayor con la nueva ley que sin ella, con lo que la causa de la salida de unidades del mercado, y por ende del aumento del precio de los alquileres, no es la ley, más allá de que efectivamente muchos propietarios prefieran la normativa anterior.
En el fondo, este ejemplo nos permite dar cuenta de lo particular de la última crisis económica en el país. Comparada con la de 2001 y 2002, la catástrofe social fue mucho menor (el desempleo apenas superó los 10 puntos, contra más de 25 en 2001), la pobreza subió menos, no hubo crisis bancaria ni confiscación de depósitos, pero la moneda se devaluó muchísimo más. En cinco años, el tipo de cambio paralelo se multiplicó por 10 y el oficial por 6. En 2001, en cambio, hubo que esperar 14 años para que el tipo de cambio se multiplique por 6. Así, mientras en 2002, al calor de la crisis social, el precio de los inmuebles en dólares se derrumbó, esta vez no sucedió lo mismo, con lo que la rentabilidad cayó mucho más que entonces. Se trató de una crisis cambiaria sin precedentes desde fines de los años 80, que alteró todas las rentabilidades relativas incluso en un contexto en el que la crisis social, existente y relevante, no fue tan pronunciada.
En síntesis, el descalabro financiero y cambiario provocado por el macrismo y no resuelto en los dos años del actual gobierno generó alteraciones en las tasas de rentabilidad que impactaron fuertemente sobre la vivienda. Es que la vivienda es un negocio, pero también un derecho, y la consecución de ambos no siempre va de la mano. En este contexto, poner el foco en una ley perfectible, con algunos problemas pero también con muchas virtudes, es un error (involuntario o no). Si la causa de la caída de la oferta es la devaluación -y no la ley-, volver a la vieja ley implicará peores condiciones para los inquilinos pero no un aumento de la oferta. Y, desde ya, seguirán haciendo falta políticas mucho más profundas para resolver el grave problema del déficit habitacional.