Predecir el futuro es algo que siempre se les pide a los economistas, pero tranquilo lector, no se filosofará aquí sobre las predicciones interesadas de la profesión. Solo se quiere dejar sentado que el clima político que dejó el mes de abril representa un rotundo triunfo del mileísmo. Existe cierto consenso generalizado en que el experimento libertario podría salir bien a mediano plazo, tal la predicción. Quien escribe, en cambio, cree absolutamente que no, que se avanza hacia una catástrofe social de proporciones porque, por definción, cualquier orden colonial exitoso, suponiendo la llegada y consolidación de ese éxito, solo genera economías de enclave, una estructura completamente disfuncional para una sociedad como la argentina. El consenso se asienta en que la inflación bajó el último mes a poco más del 9 por ciento (9,8 según el relevamiento de la consultora PxQ), número que, aunque se parezca mucho a los dos dígitos, tiene uno solo.
El nuevo consenso se asienta sobre otro consenso precedente según el cual el triunfo de Milei fue fundamentalmente una respuesta al hartazgo social provocado por la persistencia del régimen de alta inflación (le dejamos a la psicología el análisis de los efectos de los sentimientos de opresión estatal durante la pandemia). Siguiendo con las definiciones, la alta inflación es completamente incompatible con la recomposición de los ingresos salariales. En alta inflación no hay voluntad política redistributiva que valga, los salarios siempre corren de atrás. Regresando al presente, si el derrumbe de la actividad económica, luego del shock devaluatorio de diciembre y el salto inflacionario de enero, frena los precios cuatro meses después y, sobre todo y en la punta de la pirámide, clava el precio del dólar, la sensación generalizada es que comienza a asomar un escenario de estabilidad. Inestable, pero estabilidad al fin. Para más optimismo, el BCRA continúa bajando las tasas de referencia. Seamos sinceros, si en el pasado diciembre en cualquier mesa de iniciados en los problemas económicos se hubiese dicho que en mayo el dólar seguiría planchado y las tasas de referencia bajando, la respuesta generalizada habría ido desde las sonrisitas socarronas a las carcajadas más expresivas.
Si se trae la misma mesa a comienzos de mayo los contenidos cambian casi abruptamente. El nuevo consenso de los contertulios opositores dice algo como “así cualquiera, si se destruye la actividad es obvio que los precios van a bajar, porque nadie compra y se desploman las ventas”. Ni tan obvio, ni tan seguro, pero dejemos el punto por ahora. Luego, tras describir el inmenso costo social del derrumbe económico, la mesa pasa de inmediato a analizar las posibilidades de éxito del programa en una nueva sociedad dual, más “latinoamericanizada” que nunca en el mal sentido, el de la polarización de clases.
Sin embargo, antes que comparar la nueva realidad con las trayectorias de los países vecinos, la mesa compara con la propia historia, lo que significa entrar de lleno en los años ’90, lo que dicho sea de paso describe su blindaje etario, porque para acordarse de los comienzos de esta década hay que tener más de 40, una edad que el grueso de la base electoral del mileísmo todavía no alcanzó. En los ‘90 a los comienzos hiperinflacionarios le siguió la estabilidad macroeconómica de la Convertibilidad a partir de 1991, un verdadero programa de estabilización de shock. Pero en el camino hacia su agotamiento, que se expresó en la gran recesión de 1998-2001, se produjeron algunos fenómenos. El primero y más recordado fue por supuesto la estabilidad de precios y la progresiva revaluación de la moneda, pero ello se combinó con la reforma del Estado y las privatizaciones, en un tiempo en el que había mucho patrimonio público para privatizar. Luego, terminada la entrada de capitales de las privatizaciones, empezó un ciclo de endeudamiento acelerado. Sin embargo, junto a la estabilidad y luego el endeudamiento en divisas, el fenómeno más potente fue el de la creciente desocupación que se consolidó en exclusión. Fueron tiempos en los que la preocupación de los trabajadores no era mejorar las condiciones laborales, sino conservar el empleo, no quedarse afuera del mercado, fenómeno que se agravó cuando las indemnizaciones de los despedidos del Estado no dieron lugar al surgimiento de una multitud de emprendedores exitosos, sino a un nuevo ejército de desocupados de baja o nula empleabilidad.
Al menos para los mayores de 40 los números de la época son conocidos, pero vale la pena recordárselos a los menos memoriosos y a los más jóvenes, los más interpelados por el extremismo oficialista. Tras la instauración de la Convertibilidad en 1991 la inflación bajó abruptamente hasta volverse casi cero a mediados de la década y negativa en 1998, el año de inicio de la gran recesión. Desde entonces, y hasta la salida del régimen en diciembre de 2001, se mantuvo negativa a excepción del magro 1 por ciento positivo en 2000. Puede decirse que en términos inflacionarios fue una década envidiable. Pero mientras ello sucedía se producía una profunda transformación de la estructura económica y productiva cuya contracara fue el aumento constante y persistente de la desocupación, que pasó del 6,5 por ciento en 1991 al 17,5 en 1995. Al respecto resulta una pintura de época esta publicidad de 1998:
¿Les suenan el discurso y las promesas? A partir de ese momento el deterioro sólo se profundizó hasta el estallido de 2001. En el medio Menem perdió las elecciones de 1999. En 2002, tras la salida del régimen, el desempleo alcanzó el récord de 19,7 por ciento.
¿Pero por qué se recuerda hoy la Convertibilidad, incluso reivindicando históricamente a sus gestores? Porque la estabilidad macroeconómica, aunque insustentable en el largo plazo, lo fue en el mediano. Menem, elegido en 1989, pudo estabilizar la economía recién a partir de 1992, pero ello le permitió ser reelegido en 1995, luego del Pacto de Olivos, a pesar del récord de desocupación de ese mismo año. Como la democracia es el gobierno de las mayorías sobre las minorías, una mayoría prefirió la estabilidad aun sobre el inmenso costo de al menos un quinto de la población excluida. Este es la realidad que hoy se traslada al análisis del presente: no importa que el derrumbe de la producción empobrezca o deje directamente afuera del sistema a una porción significativa y creciente de la población, siempre habrá una mayoría que, como a mediados de los ’90, preferirá la estabilidad por sobre la exclusión de los otros. En otras palabras, no existiría el siempre agitado riesgo del límite social al modelo de Milei, mucho menos en una sociedad cuya estructura ocupacional se transformó radicalmente y en la que prácticamente la mitad de los ocupados son informales, ya sea trabajadores asalariados no registrados, como cuentapropistas no profesionales. Por esta misma razón, se entiende que el discurso de defensa de los derechos de los trabajadores no fue el más efectivo en términos electorales en una sociedad en la que al menos la mitad de los trabajadores están afuera de estos derechos.
Pero la síntesis provisoria es otra. La diferencia con los ’90 es que la estabilidad macroeconómica no es todavía un hecho. Si bien llegado mayo el gobierno logró la verdadera hazaña de mantener estable la cotización del dólar tras el shock inicial, lo que funcionó como la principal ancla para el freno relativo de los precios, no está claro que el resto de los fundamentos de la macroeconomía ya estén ordenados. La situación fiscal es provisoria en tanto se sustenta en la postergación de pagos, a lo que se suma la presión de la recesión desplomando la recaudación. En segundo lugar, la situación cambiaria sigue siendo dependiente del ingreso de capitales y de las liquidaciones del agro. Estos factores explican, primero y parcialmente, el concesivo régimen de incentivo a las grandes inversiones incluido en la ley bases, y luego la búsqueda, por ahora infructuosa, de nuevo financiamiento externo. Finalmente, el verdadero límite social no serán los trabajadores, sino que no toda la clase media quede afuera del nuevo reparto, lo que tampoco parece definido.