Los justicialistas, en principio, pueden ser doctrinarios, progresistas, desarrollistas, neodesarrollistas, neoliberales, pobristas, movimientistas, conservadores populares y populistas. Y eso para no recurrir a los nombres propios, caso en el que podrían ser camporistas, menemistas, duhaldistas, kirchneristas, cristinistas y albertistas, pero también kulfistas, guzmanistas y hasta moreno-pichetistas, solo para citar a los ismos más rutilantes y algunos recientes. Si se los mira de cerca se encontrará además que todos y cada uno representan una identidad y una subjetividad. No faltarán quienes digan que el peronismo, el justicialismo, es un movimiento que los contiene a todos y que precisamente allí está su potencia. Y lo dirán, sin sonrojarse, desde los dispuestos a fulminar al “librepensador” que no se subordina a la voz incuestionable del líder, hasta quienes andan por el mundo con el “peronómetro” bajo el brazo, aunque nadie haya encontrado todavía la unidad de medida del aparatito. De lo que hay menos dudas es que el movimiento pudo ser tanto “el hecho maldito del país burgués” como “el hecho burgués del país maldito”, ir desde los muchachos de la tendencia a Menem.
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Y si hablamos de identidad una forma peronista de afirmarla es recurriendo a la cita de frases del líder fundador y rematar, al final del discurso, con alguna afirmación del estilo “por eso, compañeros (y compañeras), es que somos peronistas”. Entre las muchas virtudes del viejo líder estuvo la de acuñar una frase ordenadora para cada ocasión, incluso para la que nos ocupa. El título de estas líneas hace que sea ociosa la cita, pero allá vamos. Decía el General, “los peronistas somos como los gatos, parece que nos estamos peleando, pero nos estamos reproduciendo”, una afirmación genial para los períodos de ascenso electoral, pero discordante cuando se viene de perder no una, sino muchas elecciones y, especialmente, cuando se llegó a la derrota peleándose un montón y sin reproducirse. La derrota siempre es una catástrofe, en especial si la herencia empeora sucesivamente. Sin embargo, también encierra una solitaria virtud: la posibilidad de repensarse.
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Afirmar la identidad supone tener una lectura de la historia en general y de la historia económica en particular. Las distintas tribus citadas todavía mantienen inexpugnables sus trincheras, incluso las facciones inexistentes en términos electorales y las que creen conservar muchos más votos de los que realmente tienen y tendrán. Probablemente el principal activo de la actual gobernabilidad mileísta sea la dispersión de la oposición, espacio donde los consensos son pocos, pero en el que comienza a consolidarse una visión: esta vez deberá existir un plan, un proyecto real que vaya más allá del presunto paraíso perdido, sea en el 45 o en los primeros 2000. Ya no alcanzará con “unidad hasta que duela” se necesitará definir un rumbo claro, un plan de desarrollo sustentable con crecimiento y macroeconomía estable en el lago plazo, tarea que demandará asumir lo que se hizo mal cuando algunos indicadores todavía daban bien.
El segundo consenso es que además de un plan deberá existir un liderazgo que no provenga del dedo divino y nacarado. Es altamente probable que el nuevo liderazgo se cultive en el caldo agrio de la crisis, que se volverá crítica a partir del último trimestre del año, cuando se acumulen los meses y la bronca del alto desempleo y la recesión. Contra la ansiedad de los creyentes en la magia, los procesos de deterioro social no son automáticos, sino bastante lentos. En el peronismo del presente nadie está en condiciones de jubilar a nadie, pero quizá haya llegado el momento de que baje el tono de los personalismos, que obligan a defender a libro cerrado períodos completos de la historia. Es necesario revisitar los procesos económicos de largo plazo que condujeron al actual presente distópico.
Milei es el producto del triunfo de la burguesía en responsabilizar a la dirigencia política del fracaso en la construcción de un proyecto de país. Es el producto del fracaso de la dirigencia política en conducir a la burguesía bajo un proyecto de país y es el producto del hartazgo de la población por la persistencia de ese fracaso. Milei es la confirmación de que todo lo que la prensa hegemónica le enrostraba al kirchnerismo, la “grieta”, la “crispación”, la “embestida” contra alguno de los poderes del Estado, el presunto estilo autoritario o antirrepublicano, eran vulgares fuegos de artificio en la lucha política contra el peronismo del momento. Milei existe crispado, embiste contra todo el mundo, profundiza la grieta política y se defeca en las formalidades de la república sin que a los viejos “repúblicos” de los medios se les mueva un pelo de indignación. Nunca el poder estuvo tan desnudo. El problema del peronismo nunca fue su estilo. Para sus adversarios fue la contradicción de intereses, mirando hacia dentro el problema fueron sus dificultades para conducir la economía. Los procesos económicos no tienen diez lecturas distintas. Las diferencias están en los intereses que se defienden, pero los hechos son únicos.
La expresidenta Cristina Kirchner, líder indiscutida de una de las facciones del peronismo, volvió a mostrar esta semana el gráfico de nivel de salarios registrados a precios constantes desde mediados de los ’90 al presente, desde Carlos Menem a Milei, donde es claro que los tres gobiernos kirchneristas fueron etapas de mejoras salariales. Nadie puede negarle eso al kirchnerismo, que efectivamente nunca fue neutral en la relación entre el trabajo y el capital y por eso fue reelegido dos veces y llegó a conseguir el 54 por ciento de los votos en primera vuelta con 30 puntos de diferencia del segundo. Las sociedades no son desagradecidas.
El kirchnerismo no es una etapa negra de la historia económica como hoy sus adversarios pretenden presentarlo. Por el contrario, se corresponde con una etapa de crecimiento y bienestar de la población. Sin embargo, sería un error quedarse con la foto de la consultora 1816 cómo síntesis del análisis. Entre otras razones porque el nivel de salarios debería correlacionarse con el nivel del tipo de cambio, el que a su vez se relaciona con el nivel de reservas internacionales, que a la vez es un indicador del desempeño productivo y macroeconómico. La evolución de la economía no puede medirse a partir de un solo indicador. Luego, lo que siempre debería estar en el centro del análisis es la sostenibilidad de los procesos.
Así como la convertibilidad de Menem - Cavallo no puede medirse por los indicadores de su momento de auge, lo mismo puede decirse de la larga década kirchnerista. El propio macrismo tuvo una etapa de estabilidad y crecimiento hasta comienzos de 2018, una contrapartida de la ingente entrada de capitales producto del endeudamiento externo acelerado. No era sostenible. Lo mismo puede decirse de la convertibilidad, que estalló por los aires cuando se cortó la posibilidad de seguir endeudándose en divisas. No era sostenible, aunque haya durado una década.
Los economistas que asesoran a la ex presidenta entienden bien el problema estructural de la restricción externa, pero no lo aplican al propio período de gobierno, lo que entraña cierta deshonestidad intelectual. El PIB comenzó a estancarse a partir de 2011 (“dato mata relato”), cuando aparecieron las primeras señales de la restricción externa. En vez de trabajar sobre el problema de la escasez de divisas, por ejemplo dejando que se produzca una pequeña devaluación que habría frenado el ritmo de crecimiento de la economía (“no hay que dar malas noticias, las restricciones económicas no existen, todo es voluntad política”), se tomó la decisión de poner un cepo cambiario para seguir expandiendo la demanda mientras se iban contrayendo las reservas internacionales. Al mismo tiempo la aceleración inflacionaria producto de la nueva escasez de divisas era ocultada a través de la manipulación de las estadísticas públicas. No era sostenible. La imposibilidad de reabrir el crédito externo sumado a los fallos buitre estadounidenses fueron la frutilla del postre.
Una paradoja comunicacional es que uno de los soldados principales de estas tareas de desarreglo económico, sin votos y devenido en el presente activo panelista televisivo (ojo con los panelistas que pueden sorprender) se erigió como crítico furibundo de este período. Incluso haciendo incapié en los supuestos errores de sus sucesores. Hablamos de Guillermo Moreno, que encima se erige en crítico de la devaluación de 2014, un intento tardío de arreglar los problemas acumulados en los tres años previos y gracias a lo cual fue posible llegar sin mayores sobresaltos, aunque con la lengua afuera, al final de 2015.
Es una obviedad que las devaluaciones producen una caída en el nivel de salarios. Basta con mirar el gráfico de la consultora 1816. Por eso hay evitarlas. Y para ello no alcanza co revaluar el peso a voluntad, hay que evitar caer en restricción externa. El déficit o superávit fiscal no es una herramienta virtuosa per se, sino el resultado de una dinámica económica. El Estado, a través del gasto, conduce el ciclo económico interno, pero hay un lecho de Procusto dentro del cual es posible moverse. Sólo se puede expandir el Gasto hasta donde alcanzan los dólares. Si se impulsa la demanda agregada gastando hasta el punto de quedarse sin divisas (porque el crecimiento supone un rápido aumento de las importaciones), no se puede sostener el precio del dólar y aparece la inflación. Si el problema se ignora persistentemente, el resultado será la profundización de la “economía bimonetaria”, es decir, la pérdida de la función de reserva de valor de la moneda propia.
Esto fue lo que le sucedió al segundo gobierno de CFK, por eso muchos piensan que no fue bueno. Fue lo que le sucedió al macrsimo cuando se le cortó el endeudamiento externo y debió acudir al FMI y a Alberto Fernández a partir de 2021, cuando para evitar las malas noticias y en medio del boicot interno a su gobierno, del que ahora nadie es responsable, evitó el necesario ajuste de la economía luego del indispensable déficit interno durante la pandemia. A ello se sumó que no se volvió mejores. Se siguieron distorsionando los precios relativos y se sostuvieron las restricciones cambiarias. El resultado fue lo que la ortodoxia llama “una acumulación de desequilibrios”. Por ejemplo, subsidiar tarifas es una decisión política, pero que esos subsidios representen un porcentaje creciente del Presupuesto es un problema estructural. Sostener los componentes manejables de la demanda agregada para que no caiga la actividad es la política económica más deseable, pero su límite es la disponibilidad de divisas, si se va más rápido aparece la inflación y con ella la caída de salarios y el descontento social.
Milei es presidente porque los gobiernos precedentes fracasaron en la conducción del ciclo económico. Para reproducirse los gatos también necesitan cazar ratones. Antes que seguir insistiendo en paraísos perdidos se necesita aprender de los errores cometidos. El peronismo que vuelva será el que lo haya entendido y logre construir los consensos policlasistas necesarios para alcanzar la ambición modesta de un capitalismo normal.