Aunque fue echado de la Universidad Estatal de Moscú, el filósofo Alexander Dugin siempre es presentado como “el cerebro” de Vladimir Putin. Extraña que con la influencia que le atribuyen no haya podido preservar un simple cargo académico, pero cuando no es “el Rasputin” del líder ruso, entonces pasa a ser “el ideólogo” de la guerra contra Ucrania.
Alguien se debe haber tomado en serio esta última definición, porque el sábado pasado, la periodista Daria Dugin, hija del filósofo más abominado por Kiev y más requerido por un sector del peronismo, fue asesinada mediante un artefacto explosivo colocado en el vehículo que la trasladaba por un barrio de las afueras de la capital rusa.
La imagen de su padre tomándose la cabeza frente a la escena ardiente se viralizó en las redes, secundada por conjeturas y mensajes de odio en cantidades industriales. La información disponible señala que el filósofo pensaba viajar junto a su hija pero cambió de planes a último momento. Acaso el blanco era él y no ella. Quizá eran los dos a la vez.
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Imposible, claro está, no leer el atentado como parte de la contienda que tiene en vilo al mundo desde febrero. El paso al acto terrorista siempre tiene algún sentido en la cabeza del o los agresores. La pregunta es qué quisieron eliminar con la muerte violenta de una periodista, además hija de un filósofo.
Alexander Dugin no es un general en el teatro de operaciones. Tampoco tiene, más allá de las habladurías alimentadas por la rusofobia, ningún cargo rentado como asesor del Kremlin. Aunque escribió bastante sobre Putin, no existe certeza de que se hayan cruzado personalmente alguna vez.
Más difícil es desvincular un libro como “Fundamentos de Geopolítica”, que Dugin publicó en 1997, de eventos posteriores que parecen dictados desde sus páginas. Por caso, la anexión del territorio ucraniano, como una inevitable consecuencia del papel de liderazgo que Rusia está llamada a ejercer en Eurasia, bajo una serie de ideas que pueden leerse en otro libro suyo.
En “La cuarta teoría política”, además de una crítica a la modernidad y a la globalización, Dugin plantea que el liberalismo, el comunismo y el fascismo perdieron vigencia, y propone una suerte de comunitarismo romántico regido por el Estado en su papel de articulador del conjunto de las expectativas sociales. En otras palabras, “la comunidad organizada” alrededor del principio del bien común.
Con este antecedente, no es casual que Dugin haya expuesto varias veces en el salón Felipe Vallese de la CGT convocado por un colega suyo, el filósofo Alberto Buela, director de la revista Disenso, flanqueado por el judicial Julio Piumato en el estrado y, al menos una vez, con Jorge Rulli, uno de los míticos fundadores de la Juventud Peronista, entre el público.
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Precisamente, su primera conferencia en la Argentina, del 2014, se llamó “El peronismo y la cuarta teoría política”, tratando de unir sus conceptos con los de Juan Domingo Perón, “primer presidente que organizó un congreso de filosofía en el mundo en 1949”, según comentó ante el auditorio, sin ocultar su admiración por el creador de “la tercera posición”.
Más allá de sus amistades con este sector del peronismo, Dugin es más bien vinculado en la escena global con la nueva derecha y con grupos conspiranoides, que incluye desde algún que otro soberanista catalán hasta militantes de Vox, pasando por el bolsonarismo y los impulsores del “brexit”.
No ayuda en desmentir esos lazos su cruzada contra Podemos, en España y sus opiniones negativas sobre el aborto, las parejas igualitarias y el rol que le asigna a la iglesia en sus escritos.
Confunde más que reivindique aspectos de la Rusia soviética, que se declare anticolonialista y apunte sus dardos contra el mundo capitalista organizado según los intereses de los Estados Unidos y la OTAN.
Una figura que despierta tanta curiosidad como rechazo. Bastante de lo primero y mucho más de lo segundo, es evidente. La imagen que lo muestra tomándose la cabeza mientras el auto en el que viajaba su hija es devorado por las llamas es el retrato de la impotencia filosófica frente a la pregunta más dolorosa de todas: por qué.