Las personas de este país que eran (éramos) adultas el 2 de abril de 1982 somos una porción ampliamente minoritaria en el interior de nuestra actual población. A eso debe sumarse el desdibujamiento del hecho en la memoria de una parte considerable de la población indudablemente alta: el recuerdo del episodio es una experiencia bastante traumática para gran parte de sus contemporáneos. Sin embargo, la guerra y la derrota formaron y forman parte importante de nuestra vida política, constituyen una referencia sólida y duradera y organizan modos de pensarnos como país.
Después de la derrota y ante el rápido desmoronamiento ulterior del régimen militar que decidió la invasión de las islas, se puso de moda entre nosotros la palabra “desmalvinizar”. No equivalía a “olvidar el episodio”, más bien lo contrario: había que tener presente el entusiasmo que provocó en vastos sectores de nuestro pueblo el episodio comenzado hace 40 años porque había que aprender de la experiencia para no repetirla jamás. La derrota político-militar según esta retórica debía ser registrada como resultado de la demagogia criminal de la dictadura y, ante todo, como la consecuencia inevitable del nacionalismo exacerbado.
Del entusiasmo patriótico, los argentinos pasamos, en términos muy mayoritarios, a sufrir una depresión de nuestra autoestima nacional. Y el poder permanente del país -el que no se identifica de modo absoluto con ningún partido- procedió a incentivar ese clima hostil a todo pensamiento nacional. No puede dejar de enmarcarse esta situación en que la guerra en el sur fue la primera en el interior de una naciente época del capitalismo: la de la globalización neoliberal. Reagan y Thatcher ya habían empezado a desmantelar al viejo estado intervencionista, de “bienestar” según sus apólogos. En todo caso, se trata de un proceso económico, cultural y político que debía terminar con los aislamientos estatales y desembocar en la armonía universal, organizada en términos capitalistas. Unos años después el pensador norteamericano Francis Fukuyama haría célebre el título de uno de sus textos: “El fin de la historia y el último hombre”, escrito en los tiempos posteriores a la desaparición de la Unión Soviética, que fue la consagración del neoliberalismo como experiencia mundial no limitada territorialmente.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Supuestamente, el nacionalismo había sucumbido en todo el mundo. Las fronteras nacionales ya no funcionarían como organizadores excluyentes (o predominantes) de la vida humana. En consecuencia, el estado sería llevado al arcón de los recuerdos inútiles. El mercado capitalista -liberado de las maquinarias burocráticas que lo ataban- podría desplegarse libremente a escala global.
¿Cómo separar conceptualmente el clima de ideas de la “posguerra” argentina de lo que un año después sería la primera derrota del peronismo en elecciones libres y limpias? ¿No significará ese resultado una despedida del viejo estado argentino y del movimiento que simbolizaba su defensa? Sería el propio partido peronista el que unos años después procedería a un desmantelamiento sin precedentes de la vieja estructura estatal que el primer peronismo había fortalecido bajo la forma de un estado social. Y sería otro retoño del peronismo -la experiencia kirchnerista- la que volvería a colocar en la escena de los símbolos políticamente decisivos a la patria, con lo que se reabrió una vieja querella argentina en torno a la justa distribución de los recursos.
Esa cultura supuestamente cosmopolita (cosmo-consumista sería mejor llamarla) no dejó de fortalecerse entre nosotros. Con el tiempo (y la experiencia menemista) el globalismo argentino construyó su especificidad consistente en la histeria antinacional que suele estallar en las clases medias bajo la forma del desprecio por nuestro patrimonio cultural y moral. El globalismo adopta entre nosotros (y puede suponerse que en gran parte del mundo de los países “en desarrollo”) un discurso agresivo hacia cualquier referencia a la patria. En la crisis del año 2001, surgieron, incluso, proyectos secesionistas que reaparecen hoy en algunas provincias argentinas.
El cosmopolitismo neoliberal rechaza el desarrollo científico-técnico nacional bajo la forma de nuestro fatal fracaso (Cavallo mandó a los científicos a lavar los platos). Hoy, en medio de una grave crisis mundial, que incluye una cruenta guerra en territorio europeo, el sector agrario más próspero en los últimos años se declara absolutamente enemigo de cualquier aporte solidario ante una situación social muy grave. Un aporte que no sería más que una muy escasa proporción de las enormes plusganancias que los precios internacionales de los alimentos les facilitan. Todo esto está demandando un gesto patriótico de decisión política de este gobierno.
“La patria es el otro” fue la consigna que Cristina Kirchner introdujo en el lenguaje de la política. La patria no es la guerra, es la solidaridad, la comunidad, la compasión por el dolor del otrx. No hay verdadera política sin patria, es decir sin la pertenencia al todo nacional comprendido en forma pacífica y, para nosotros, inseparable de la patria grande, del territorio común a lo que fueron colonias del imperio español en América del Sur.
Periódicamente reaparecen en los aniversarios de Malvinas, un conjunto de intelectuales que atribuyen al patriotismo malvinista las desgracias de nuestro país. Invariablemente se concentran contra la experiencia kirchnerista y sus actuales derivaciones; reducen esa experiencia a un conjunto de consignas demagógicas, destinadas exclusivamente a la manipulación político-electoral de importantes sectores de la población. No le dan demasiada importancia al hecho capital de que nuestra constitución, en su primera cláusula transitoria, ratifica la “legítima e imprescriptible soberanía sobre las islas Malvinas, Georgia del Sur y Sandwich del sur” como parte integrante de nuestro territorio. Coloca la recuperación de esos territorios en la calidad de “objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino”. No se presta a esta manda constitucional la misma jerarquía que a la defensa de la sacrosanta propiedad privada.
Acaso sea necesaria una defensa democrático-popular del concepto de patria en estos tiempos mundiales profundamente críticos para la vida de los seres humanos en todo el mundo. Tiempos de regreso del más brutal colonialismo. Tiempos a los que el papa Francisco calificó como de guerra mundial “por partes”. Es necesaria la patria como emblema de nuestro lugar en el mundo. Un lugar que debe ser de plena independencia, de fortalecimiento de su lugar en el mundo en alianza con los países de nuestra región y de cooperación con todos los estados dispuestos a actuar cooperativamente con el nuestro. No es seguro que eso pueda nombrarse con el verbo “malvinizar”. Pero es seguro que la memoria de esa dolorosa experiencia (que incluyó la extensión de las prácticas de la tortura a los propios combatientes nacionales) forma parte de cualquier proceso que busque fortalecer nuestra democracia, potenciar nuestra soberanía nacional y hacer más justa a nuestra sociedad.