La columna pasada se centró en un análisis detallado de la llegada a la Presidencia de Jair Bolsonaro, el devenir económico de su gestión y los riesgos de la “exportación del modelo” al continente a partir de la cohesión de las élites brasileñas y cierto grado de legitimación popular pos-pandemia. Un gobierno que contiene el relevante peso de las fuerzas armadas en un proceso de toma decisiones inédito desde hace décadas.
Las declaraciones vertidas esta semana por el expresidente -designado por asamblea legislativa pero constitucional al fin- Eduardo Duhalde, invocan al “modelo Brasil” como rumbo posible para la Argentina, exteriorizando sin pudor el riesgo que dicho esquema implica para la vida democrática y los movimientos populares de Suramérica.
Un gobierno que emerja desconociendo el mandato popular expresado en las urnas y administre en favor de los intereses de los agentes económicos más poderosos. Intereses tutelados por instituciones armadas, judiciales y medios, en un acuerdo de las élites con un sector minoritario de la sociedad. A esto denomina el expresidente Duhalde un “gobierno de consenso nacional”.
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Esto no pasaría de ser la declaración de un dirigente archivado por la historia si no fuera porque la región padece una ofensiva antidemocrática y antipopular de características similares a las descriptas. Una revisión apenas somera de la situación de los países hace asomar un paisaje horrendo que despliega violencia política, pérdida de derechos civiles y agudo deterioro socioeconómico. Veamos:
Colombia
Registra el asesinato de casi 800 dirigentes políticos y sociales de base desde el acuerdo de paz celebrado entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC) -en noviembre de 2016- hasta la fecha. Sólo el 10% de estos crímenes fue esclarecido. El territorio colombiano es asiento de ocho bases militares estadounidenses y el país cuenta con las fuerzas armadas mejor equipadas y modernas de la región, con alta influencia en el gobierno de Iván Duque.
Venezuela
Padece la asfixia económica producida por el bloqueo de EE.UU. y el Reino Unido, que impiden además cualquier intento de acuerdo político que normalice la situación del país, planteando como única salida la desaparición definitiva de la Revolución Bolivariana, hecho que sólo puede agudizar la violencia que surca ese país.
Ecuador
El presidente Lenin Moreno, tras su asunción, rompió la coalición que le permitió llegar al gobierno destituyendo y encarcelando a su vicepresidente Jorge Glas y desatando una persecución judicial contra todos los integrantes del anterior gobierno de Rafael Correa que debió exilarse. El 30 de julio la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) intimó al gobierno ecuatoriano a proteger la vida de Jorge Glas en riesgo por las condiciones carcelarias que sufre. El país acaba de firmar un “programa de austeridad” con el FMI en el marco de su proceso de reestructuración de deuda, aplaudido por los círculos elitistas del continente.
Perú
Gobierna un presidente designado por asamblea legislativa, en un contexto de renuncia y encarcelamiento del presidente elegido, suerte que corrieron también varios dirigentes políticos y expresidentes del país. Alan García, dos veces presidente del país, se suicidó en su casa al momento de ser detenido. El presidente en funciones Martín Vizcarra, con el respaldo de las fuerzas armadas, disolvió el Congreso y llamó a nuevas elecciones legislativas extremando la interpretación de una disposición de la Constitución.
Bolivia
El presidente Evo Morales sufrió un golpe de Estado que tuvo como objetivo desconocer el resultado electoral que le abría un nuevo mandato. El golpe fue perpetrado en los hechos por las fuerzas de seguridad ante la pasividad de las fuerzas armadas. La oligarquía boliviana asumió el poder en un marco de fuerte represión política que provocó la cárcel y el exilio de numerosos dirigentes del gobierno de Morales.
Chile
El presidente Sebastián Piñera enfrentó la movilización popular masiva contra su gobierno en octubre y noviembre del año pasado apelando a una represión violenta de los manifestantes, que incluyó muertes, secuestros, torturas, violaciones y cegamientos deliberados. El espanto de las imágenes que reflejaban la violencia ejercida por el cuerpo de carabineros militarizado recorrió el mundo y también desnudó la complicidad de la dirigencia chilena en su conjunto con el modelo de exclusión inaugurado por el dictador Augusto Pinochet e intocado en tres décadas de vida institucional.
Omitiremos la situación de Brasil planteada en la columna anterior y lo ocurrido en Argentina durante la presidencia de Macri largamente tratado.
Deseamos evidenciar con estas pinceladas que describen la situación en el continente suramericano que los dichos del expresidente Duhalde no se lanzaron en el vacío político, sino que procuran conectar con un escenario ominoso pero permeable a esos intentos.
El mundo se está deslizando hacia cambios estructurales en el contexto de una profunda crisis preexistente a la llegada del virus, pero acelerada por éste. Como en los 30 con la crisis del ‘29, en los 70 con la crisis del petróleo del ’73 y EN los 90 con la caída del Muro de Berlín en el ’89, la élite oligárquica argentina se encuentra desesperada por apropiarse de la conducción del Estado para preservar sus privilegios frente al cambiante curso mundial. En los 30’ y los 70’ lo hizo con la instalación de sendas dictaduras cívico-militares y en los 90¿ con el golpe de mercado hiperinflacionario para condicionar al gobierno recién elegido.
El Gobierno nacional continúa preservando vidas y amortiguando la situación socioeconómica que genera la propagación del virus. Su legitimidad descansa en esa firme conducción del escenario que ha ejercido hasta ahora. El golpismo actúa precisamente por el temor a la consolidación de esa legitimidad popular alcanzada en un contexto sumamente adverso.