El 25 de mayo pasado en Minnesota, Estados Unidos, George Floyd fue arrestado por comprar comida con un billete falso de 20 dólares. El afroamericano estadounidense murió por asfixia, provocada por el oficial Derek Chauvin quien, tras esposarlo y ponerlo boca abajo, lo presionó contra el pavimento con su rodilla apoyada sobre el cuello durante 8 minutos y 46 segundos, mientras George Floyd desesperadamente gritaba "No puedo respirar".
El hecho generó una oleada de indignación y protestas en contra del racismo, la xenofobia y los abusos policiales a lo largo de todo Estados Unidos, extendiéndose a otras ciudades del mundo. ¿Por qué el asesinato de George Floyd conmovió y movilizó al mundo de esta manera, si durante todos estos años de avanzada neoliberal el racismo, el odio y las injusticias conformaron un orden que se naturalizó?
La pandemia permitió visibilizar, como nunca antes había sucedido tan claramente, que el neoliberalismo es un dispositivo de administración de la vida y la muerte, un sistema oligárquico en el que entran unos pocos y segrega a “los que sobran”: las vidas indignas de ser vividas, tal como se decía de los judíos durante el nazismo, hoy son los sectores vulnerables, pobres, inmigrantes, ancianos y negros. Racismo y odio son estrategias indispensables del dispositivo neoliberal. La crisis sanitaria, económica y alimentaria que desencadenó la pandemia dejó expuesto que el neoliberalismo es un sistema antidemocrático, que no hizo más que aumentar las desigualdades. El coronavirus arrasó con formas de vida y creencias establecidas supuestamente normales que se habían naturalizado, entre ellas el racismo. En medio de la epidemia vemos aparecer un clamor global que grita No a la discriminación.
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El homicidio violento de George Floyd y las protestas mundiales que desencadenó, resumen dos maneras opuestas de responder al racismo y la desigualdad, dos respuestas que muestran el escenario y las estrategias que se jugarán “después del coronavirus”; ya comenzó la disputa entre ambos.
Por una parte, un creciente neofascismo impulsa con toda la furia la violencia institucional, al estilo de Trump o Bolsonaro. En oposición, una avanzada mundial democrática, humanitaria y feminista que rechaza las prácticas racistas, demanda igualdad y justicia social. Son dos estrategias antinómicas que, luego del coronavirus, se intensificarán tomando la forma de conflicto por la hegemonía; expresado en términos de Jacques Rancière se trata de la lucha entre la policía y la política.
El filósofo francés se pregunta ¿Qué es la política? Responde que es un lugar de intersección en el que se encuentran dos procesos heterogéneos, dos lógicas opuestas: una que denomina “la policía” y otra emancipatoria, que identifica como “la política”. La policía refiere al mantenimiento del orden, cuida los lugares asignados por la organización social que se naturalizan. Por el contrario, la política presupone la igualdad como principio, pone en cuestión el orden establecido por la policía y demanda una nueva distribución de las partes de la comunidad. La política surge cuando el orden de dominación, que niega la igualdad, es interrumpido por la parte de los que no tienen parte. Se trata de prácticas orientadas por la verificación de la igualdad, llevadas a cabo por cualquier persona. La política es la única actividad que puede deshacer el orden policial; para ello es necesario que aparezca lo que Rancière denomina “el desacuerdo”.
La política supone la irrupción del "desacuerdo", que no es entre quien dice blanco y quien dice negro, sino entre dos formas distintas de entender el significado de la negrura. En el caso de George Floyd, el desacuerdo implica dos maneras de tramitar la desigualdad: a través del racismo y la violencia de la policía, que tiende a custodiar el orden establecido, y lo que surge como demanda contra el racismo y lucha por la igualdad, la política, que visibiliza la parte que no contaba.
Mientras que la policía implica el intento de silenciar, reprimir o matar las desigualdades dentro del todo comunitario, la irrupción de la política, una distorsión no domesticable, posibilita la interrupción del orden.
El desacuerdo constituye una situación en la que está en pugna la significación y, a partir de un acto litigioso, se produce una ruptura capaz de conducir a una nueva representación del espacio, donde se redefinen y reparten las partes. Dicho de otro modo, lo que está en juego es la hegemonía: la distribución, la inclusión y la significación en el espacio común.
Del resultado de esta contienda, que se presenta como el avance del neofascismo en oposición al conjunto de acciones colectivas que verifican la igualdad, se juega el destino de la civilización: la política resulta la herramienta capaz de refundar la democracia.