La intervención estatal del Grupo Vicentin, y el anuncio del envío al Congreso de un proyecto de ley de expropiación, representa un nuevo punto álgido que tensiona a las distintas fuerzas sociales y políticas que actúan en nuestro país, y revela la dinámica que las mueve.
En primer lugar al gobierno de Alberto Fernández, que tomó la iniciativa ante el insólito desbarranco de una compañía insignia de la agroindustria, es decir, de uno de los sectores económicos más competitivos y rentables de nuestro país. Desde las miradas dogmáticas de la derecha, es la demostración de la existencia de una suerte de plan revolucionario de operaciones cuidadosamente preestablecido, concebido en el Instituto Patria y disimulado con la máscara de Alberto Fernández (es cierto que existen, en espejo, quienes con el mismo dogmatismo pero desde la izquierda del Frente de Todos, desean que eso sea cierto).
Sin embargo, la realidad se muestra de una forma mucho menos conspirativa y más sinuosa. Para una coalición como la que gobierna desde diciembre, atravesada por las presiones propias de cada uno de los sectores políticos y sociales que representa, las respuestas ante cada uno de estos momentos de tensión van construyendo su perfil y definen su rumbo. Una de las circunstancias que define el carácter nacional y popular de un gobierno, es la manera en que tiende a responder al rechazo de los grupos privilegiados cuando se ven afectados sus intereses. Por esa razón, los comunicados del Foro de Convergencia Empresarial y la AEA, otorgan a las decisiones que se toman en estos días alrededor de la intervención de Vicentin un cariz especial: no se trata tanto de un problema jurídico ni económico, sino esencialmente político, es decir, del poder que tiene el Estado para intervenir en la economía a favor de los sectores populares.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
La experiencia argentina reciente deja en claro que no hace falta tomar medidas radicalizadas para suscitar un rechazo que, ante una primera mirada, puede resultar exagerado. En efecto, sería inentendible si no se reparara en que para una parte de nuestra sociedad existe un conjunto de nociones asociadas que conforman una cosmovisión política. De ahí que el ministro Kulfas haya declarado que “lo de Vicentin es una medida puntual”, con la intención de cortar esa red de articulación discursiva que habilita una relación directa entre “expropiación” y “Venezuela”, pero no así entre “expropiación” y “Alemania”, aun cuando en ese país el gobierno también intervenga empresas para rescatarlas de la quiebra.
Ante la virulencia de la reacción, al gobierno se le presentan dos grandes opciones: o bien mantenerse firme y asumir el conflicto de la forma más inteligente posible para imponer su mayoría, a riesgo de ser acusado de “ir por todo” y de dividir a la sociedad; o bien retroceder para apaciguar a la oposición, dejando un flanco débil del que las corporaciones concentradas no dejarán de tomar nota, y sin ninguna garantía de que el costo político pagado por retroceder no termine siendo el mismo que si no se lo hubiera hecho. Es evidente que no siempre la opción más conveniente es polarizar, así como tampoco siempre lo mejor es moderarse. El arte de la conducción política se juega en la capacidad para tomar las decisiones adecuadas ante las oportunidades que brindan las circunstancias, sabiendo cuáles son las batallas que es preciso ganar a toda costa y cuáles no. Dicho esto, es preciso tener en cuenta que la profundidad de las transformaciones que pueda llevar adelante un gobierno se juega en esos momentos determinantes.
¿Qué nos dice Vicentin de la oposición?
En principio, que la base social que le dio cuerpo al antikirchnerismo desde 2008, y luego respaldó al macrismo hasta 2019, sigue movilizada y en estado de alerta. Fue derrotada electoralmente, pero no dispersada políticamente. Aunque en última instancia represente los intereses económicos de una pequeña minoría, sería un error reducirla a “la oligarquía”, en la medida en que reúne a un amplio sector social que contiene importantes franjas medias, urbanas y rurales, con un altísimo peso mediático, empresarial, territorial y judicial.
En segundo lugar, que aquella hegemonía indiscutida del movimiento obrero y de los movimientos sociales a la hora de ocupar las calles, ya es historia antigua. Actualmente la derecha política acude con facilidad al repertorio de movilizaciones, concentraciones, cacerolazos, cortes de calles o de rutas que, tradicionalmente, le era ajeno. El espacio público está en disputa y las visiones de país que se confrontan saben apelar a las urnas, a los medios de comunicación, a las redes sociales o a la acción directa, de acuerdo a las circunstancias. De hecho, no se trata de una originalidad argentina, sino que cada vez se observa más en distintos países de Occidente cómo crecen fuerzas de derecha que ganan las calles con posturas radicalizadas, a la ofensiva, con la consecuencia de que corren vertiginosamente los límites de lo posible, mientras los sectores democráticos, de izquierdas, progresistas o populares tienen dificultades para evitar un discurso que pide permiso para cuestionar el statu quo de una realidad injusta.
Si repasamos el período 2008-2019, encontramos que la movilización sigue un ritmo pendular, de signo inverso al del rumbo general del país, lo cual conduce a preguntarse si no estamos asistiendo a una suerte de nuevo empate hegemónico, en el que ninguna de las dos grandes coaliciones político-sociales pueden imponerse definitivamente, pero ambas son capaces de vetar el triunfo definitivo de la otra.
La fuerza que conquista el gobierno relaja la movilización de sus demandas, mientras abre la expectativa de que la Casa Rosada tome la iniciativa, mientras que la que lo pierde rápidamente sale a la cancha y apela al ejercicio de la acción directa, especialmente en los años no electorales. A su vez, esto lleva a una parte de la fracción opositora a radicalizar su discurso para contactar con esa base social movilizada, y pone en jaque a los sectores moderados, dificultando la construcción de acuerdos políticos. Resulta un interrogante si las fotos compartidas respecto de la gestión sanitaria y la negociación de la deuda, podrán modificar esta dinámica, característica del antagonismo argentino desde hace largos años.
Sin dudas, la unidad política del campo nacional permite afrontar este antagonismo desde una posición de fuerza. Por eso, minar esa unidad es el objetivo central de los dispositivos de la derecha, un paso sin el cual es improbable su regreso al gobierno, como mostró la seguidilla entre 2013 y 2015. Para el gobierno el problema se plantea, entonces, entre cómo generar acuerdos de unidad y al mismo tiempo hacer frente a las urgencias sociales que requieren de cambios trascendentes del país.
Todo ello, que ya era un desafío muy importante debido a la herencia funesta del macrismo, se agravó con la pandemia y la crisis consecuente que, como sucede siempre bajo el capitalismo, genera empobrecimiento de manera desigual, a través de un proceso de concentración de la riqueza y de pauperización de los sectores populares. Es decir, lejos de “ir por todo”, o incluso de avanzar en la redistribución de la riqueza, la realidad se asemeja más a intentar generar un escudo social para que los sectores populares pierdan lo menos posible en medio del retroceso general que va a implicar la pandemia.