En los viejos términos, hablar del imperialismo estadounidense lleva pensar que la dominación colonial es nacional, es decir que es ejercida por un país, para el caso Estados Unidos, y que el excedente generado por su posición de supremacía es disfrutado por todos sus habitantes, a la manera de Roma. Sin embargo no es así como funciona la verdadera estructura del poder económico global en el capitalismo avanzado. La pregunta sobre quién gobierna el mundo tiene hoy otra respuesta. El poder económico planetario es ejercido por unas pocas miríadas de multinacionales cuya plataforma de acción territorial es planetaria.
La pregunta que sigue es quiénes son y qué quieren estas multinacionales. Sí se toman las primeras 2000 firmas globales, según el índice “Global 2000” de 2020 que elabora Forbes, 587 son estadounidenses y suman ventas por 13,6 billones de dólares. Los 27 estados de la UE alcanzan en conjunto 296 firmas y ventas por 7 billones. Finalmente China posee 266 empresas que facturan 6 billones de dólares. Sólo como referencia América Latina tiene 34 firmas dentro del ránking (sólo 2 argentinas) que suman ventas por 0,6 billones.
Esta radiografía breve, una foto del presente que no refleja la película de la creciente velocidad de ingreso de las empresas chinas al ránking, muestra sin embargo que el poder económico global de las empresas de Estados Unidos está muy lejos de las de su competidor inmediato y que la suma de China y la UE no alcanza para superar la facturación de las multinacionales estadounidenses.
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El poder del Estado norteamericano es el del gendarme militar que protege este orden económico conducido por las multinacionales, un rol y un ejercicio del poder que ni China ni la UE tienen la voluntad de reemplazar. A su vez las instituciones globales como la OMC, el Banco Mundial y el FMI funcionan como sus “aparatos ideológicos”. La pregunta sobre qué políticas pueden querer firmas globales cuya plataforma productiva es multinacional es tan sencilla como la respuesta: la libre circulación de capitales y mercancías junto a la mayor desregulación posible de los mercados internos, lo que por carácter transitivo va de la mano de Estados subsidiarios que se inmiscuyan lo menos posible en la actividad privada. No es casual que el mainstream de la economía sea la sumatoria de axiomas y creencias de la ortodoxia marginalista.
De este orden económico se deriva también una estructura de clases. Quienes conducen estas multinacionales constituyen una burguesía global, los “ciudadanos globales” cuyos valores, forma de vida y hasta nivel de ingresos son similares en todos los países. En términos nacionales se tiene además una estructura subordinada en la que las clases dominantes de los países periféricos son, en términos gramscianos, “auxiliares” de las clases “hegemónicas” de los países centrales.
Este mapa a gran escala del poder global es indispensable para entender la grieta estadounidense, el fenómeno Trump y la reacción globalista representada por el partido demócrata, una grieta que también empieza por la economía. Una de las características del desarrollo de las multinacionales fue la desterritorialización o deslocalización de la producción, el “offshoring”, la vieja integración vertical de la producción diseminada ahora entre distintos países, la expansión de las cadenas globales de valor, las mudanzas de plantas productivas completas y el ocaso de las ciudades industriales tradicionales, con la aparición en Estados Unidos del ya célebre “cinturón del óxido” del noreste.
La globalización productiva fue un éxito para las burguesías globales, pero no derramó en las clases subalternas, a las que por el contrario pauperizó. El “sueño americano” y su modo de vida volaron por los aires. Las esperanzas en el inevitable ascenso de clase, de los hijos viviendo mejor que los padres, quedaron en el recuerdo. Hoy, con suerte, el hijo repositor de supermercado del viejo obrero industrial gana menos de un cuarto de los dólares que ganaba su padre y en un empleo mucho más precario y sin Estado benefactor. El deterioro y la elitización de los sistemas educativos y de salud en la sociedad estadounidense, y fenómenos como la gentrificación de las ciudades, avanzaron en paralelo con la marginalización de porciones crecientes de la sociedad, no sólo de negros y latinos, sino también del “hombre blanco”, ese universo al que en Estados Unidos se denomina despectivamente “basura blanca”, y cuyos índices de esperanza de vida cayeron por factores como las drogas o el suicidio.
Pero no fue sólo un problema de marginalización. Como detalló el economista francés Thomas Piketty en su best seller “El Capital en el siglo XXI” la participación de los asalariados en el ingreso estadounidense quedó congelada desde hace al menos tres décadas al mismo tiempo que crecieron los “milmillonarios”, un proceso concomitante a la globalización, el abandono de los estados de bienestar y la financiarización del capital. En “El triunfo de la injusticia” los economistas Gabriel Zucman y Emmanuel Saez detallaron que desde finales de los años 70 hasta 2016 el 0,1 por ciento de los más ricos pasaron de tener del 7 al 20 por ciento de la riqueza total, un proceso que ocurrió en paralelo con la caída de la tributación progresiva.
Donald Trump fue el emergente del descontento producido por esta polarización derivada del acelerado aumento de la desigualdad, el estancamiento del ingreso de los trabajadores y la creciente marginalización de quienes quedaron afuera de los beneficios de la globalización. El mapa territorial de los votos azules demócratas y rojos republicanos, impreso al infinito esta semana por los medios de comunicación, volvió a reflejar esta realidad. A grandes rasgos, los habitantes de las ciudades globales, de las costas este y oeste, mayormente cosmopolitas y progresistas en lo social, pero no en lo económico, votaron masivamente el regreso a la opción globalista representada, más que en el anciano nuevo presidente Joe Biden, en el antitrumpismo, mientras que las regiones más agrarias y atrasadas y las afectadas por la deslocalización productiva siguieron optando por los republicanos. La polarización repitió 2016 y se profundizó con la asistencia de más votantes. Trump recibió incluso varios millones de votos más a pesar de que durante su gobierno las mayores fortunas fueron las impositivamente más beneficiadas y a pesar de que ni siquiera logró comenzar a hacer que “América” sea más grande de nuevo, al menos no para quienes confiaron en que un multimillonario vaya en contra de los intereses de su clase.
Aunque con su poder global casi intacto, lo que deja la presidencia de Trump es una profundización de la grieta interna estadounidense, de la que aquí sólo se abordó la dimensión más simple: la económica, pero que es mucho más compleja en términos culturales porque entrecruza las dimensiones étnicas, religiosas e ideológicas que convierten al Estado imperial en un polvorín impredecible del que las milicias armadas (que por ahora no combaten) el fanatismo religioso profesado incluso por una parte de la clase política, el terraplanismo de llamar “comunistas” a los demócratas, la xenofobia y el asesinato regular de afroamericanos por parte de las fuerzas de seguridad constituyen apenas los emergentes más visibles. Todo ello sazonado por la sobrerrepresentación federal de los Estados más atrasados, un fenómeno que como destacó recientemente el economista Paul Krugman, asegura el bloqueo conservador para cualquier reforma y caricaturiza a la que se suponía la democracia más avanzada del planeta, cuyo funcionamiento interno dejó de ser hace tiempo un modelo de exportación.