El virus del odio social

Si por la ley de Murphy en el balotaje se impone el virus del odio, la tarea se postergará con el riesgo del reino de lo contario: el potencial resurgimiento de la violencia política.

12 de noviembre, 2023 | 00.05

Si alguien piensa que la principal tarea de una potencial presidencia de Sergio Massa será corregir la inestabilidad macroeconómica secular se equivoca. Sin dudas un plan de estabilización será parte indispensable del menú, pero la principal tarea será aplacar el virus del odio social sintetizado en las propuestas y en las formas de su adversario en el balotaje.

Cualquiera sea el resultado del próximo 19/11 algo sombrío ya catalizó en lo profundo de la sociedad. Las encuestas pueden ser poco creíbles, no acertaron en las PASO y en las generales y probablemente tampoco lo harán ahora, pero sí cumplen en registrar tendencias sociales, como el dato duro de que el candidato de la LLA llega competitivo al último tramo de la campaña, lo que significa que una porción relevante de la sociedad parece dispuesta a romper con todos los consensos básicos construidos trabajosamente durante cuarenta años de democracia. La sociedad está en peligro. Argentina como Nación está en peligro.  

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Aunque los números finales resulten favorables a Unión por la Patria el mal seguirá allí. Y los constructores de este mal, que es el odio, también. Parte del síntoma es que la inmensa red de medios de comunicación que apoyaban al macrismo se volcaron masivamente hacia la candidatura de LLA. Mauricio Macri, resentido hasta los huesos por el fracaso de su gobierno y por no haber podido ser el candidato de una coalición que empujó a la autodestrucción, se siente ahora liberado y está convencido de que su “segundo tiempo” será por interpósita persona. Cree que ahora sí será posible “hacer lo mismo, pero más rápido”. Nunca las relaciones de poder, sus hilos y sus alianzas, fueron tan explícitas. Nunca los comunicadores se dijeron y desdijeron tan rápido frente al cambio de línea trazado por “il capo”. Y enferma por el odio la sociedad parece no castigar la labilidad permanente y la falta de consistencia y conducta de quienes la informan.

Si alguien pensó superficialmente que Javier Mileí era solo un vehemente enemigo del Estado también se equivoca. Milei es la caricatura del profesor de microeconomía neoliberal de cualquier universidad. Suele citar papers que sólo él leyó, no porque sea un erudito, sino porque son lecturas fuera de circuito o porque simplemente no existen, pero que alcanzan para callar a quien tiene enfrente, que casi con seguridad desconoce las citas. Su proceder es llevar al absurdo los típicos razonamientos apriorísticos de la microeconomía (que en la división ficticia entre micro y macro es la parte de la ciencia que se ocupa del comportamiento de los actores individuales, “las familias y las empresas”, y por lo tanto de los mercados particulares, y no de los grandes agregados, como el PIB o la inflación, que serían problemas macro) y los aplica sin más a cualquier área del conocimiento o a cualquier problemática social. 

Así, por ejemplo, si hay demanda de órganos para trasplantes, tiene que ser “el mercado, el libre juego de la oferta y la demanda” quien regule también la oferta. Si no existen capitales privados dispuestos a construir una ruta hacia una localidad remota, entonces ello sería un indicativo de que no existe la necesidad social de construirla. Si los habitantes de un barrio humilde no tienen dinero para pagar sus cloacas, entonces no deben hacerse. Tal su idea de la infraestructura y la obra pública. La creación de dinero, otra típica criatura del Estado y de los bancos, sería un robo, lo mismo que los impuestos. En general, la necesidad social sólo puede ser definida a partir de una imaginaria función de utilidad social. En esta línea, el Estado no debería ocuparse de las ofertas de educación y de salud, las que deberían ser guiadas por los privados. La caricatura llega a extremos tan absurdos como oponerse a toda acción social no guiada por el lucro individual, como por ejemplo los clubes, sean de barrio o los grandes del fútbol, o decir que el Estado no debería exigirles a los conductores de vehículos que utilicen cinturones de seguridad o apoyacabezas, porque significa inmiscuirse en la libertad individual.

Para Milei, hasta la “justicia social” es una idea “aberrante”, otro robo, sacarles a unos para darles a otros. Esta supuesta aberración es lo que lo lleva a la propuesta de volver a privatizar la seguridad social, que tiene un componente de solidaridad intergeneracional, como ya pasó con el meganegocio de las AFJP, que en los ’90 diezmaban, literalmente, los ingresos de toda la población, y también a odiar al Papa Francisco, simplemente por representar la recuperación de la doctrina social de la iglesia, relegada por anteriores pontífices conservadores.

La lista de caricaturas basadas en la microeconomía convencional es interminable y ya fue rescatada in extenso durante la campaña electoral. Todos los ejemplos que se citaron aquí son textuales. Lo que se quiere destacar es precisamente la dimensión caricaturesca, en tanto la misma teoría económica convencional, incluso la más conservadora, ya superó estos extremos.

Para completar, la caricatura libremercadista está asociada al conservadurismo extremo en lo social, al negacionismo sobre las violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura y al consecuente rescate de las figuras de los condenados por delitos de lesa humanidad. Todo encarnado en la figura de la candidata a vicepresidente Victoria Villarruel. A ello se suma el alineamiento obtuso con “occidente” en tanto enemigo del “comunismo”, una figura que atrasa al menos desde la caída del Muro de Berlín, así como la extensión del odio a los colectivos de mujeres y a las minorías, sean sexuales, étnicas, políticas o cualquier diversidad. 

La pregunta que el conjunto de la sociedad debe hacerse es cómo se llegó hasta aquí. Cómo sucedió que tanto pasado y tanto retroceso se haya conseguido imponer bajo el aura de algo nuevo, o peor, bajo las ideas de “cambio” y de “libertad”. Una lectura superficial puede asociar el surgimiento de una corriente tan negativamente disruptiva como LLA al fracaso de la última década en estabilizar la macroeconomía. Efectivamente, desde al menos 2018 la inflación se convirtió en la principal herramienta para la distribución regresiva del ingreso. A pesar de que, salvo en los últimos meses, la actual administración logró sostener el nivel de actividad y de crecimiento del empleo, la inflación siempre impidió que ello se transforme en mejoras del ingreso. La sequía de este año aportó la gota que rebalsó el vaso de una secuencia de errores que deberán ser revisados.

Sin embargo, para una respuesta más profunda se necesita ir más atrás. Existe un hilo histórico que aproxima la explicación. El historiador económico Pablo Gerchunoff sostiene que en el último medio siglo hubo tres “intentos de modernización” de la economía. El primero fue el de Martínez de Hoz, es decir la dictadura, el segundo fue el menemismo y el tercero fue la fallida experiencia macrista. Nótese que en realidad el académico asocia “modernización” con “liberalización”, es decir con la destrucción progresiva del Estado de bienestar y del Estado ocupándose activamente del desarrollo económico. Agréguese que desde las reformas de los años ’90, que transfirieron la educación y la salud a la órbita de las provincias, ambos “servicios” sufrieron un deterioro creciente. Ello, por ejemplo, no se registró en las universidades, que siguieron siendo nacionales, pero sí en la educación primaria y secundaria, lo que llevó no sólo a una pérdida de valoración en la población sobre estas prestaciones del Estado, sino también a efectos concretos sobre la construcción de la memoria social. Un síntoma es que haya que volver a explicar que hubo una dictadura que violó los derechos humanos, o que se pueda halagar livianamente la experiencia de los años ’90 sin ser inmediatamente refutados por la catarata de hechos que lo desmienten, ya que durante estos años no sólo se provincializó y deterioró la educación y la salud públicas, sino que se desmanteló buena parte de la infraestructura estatal, como por ejemplo los ferrocarriles, y se privatizaron empresas estratégicas, como YPF, Aerolíneas y el entramado siderúrgico e industrial de Fabricaciones Militares. Al mismo tiempo se hizo crecer indiscriminadamente el endeudamiento externo, tarea para la que los gobiernos neoliberales ya son una marca. Lo que realmente se puede ver en el hilo modernizador reseñado por Gerchunoff, entonces, es un progresivo deterioro de las capacidades y servicios estatales, lo que explica el fondo de su actual deslegitimación. La crítica no supone asumir su contrario, es decir, que no había nada que mejorar en el Estado. Pero la destrucción nunca fue una solución. Las esquirlas llegan al presente. 

Finalmente, sobre este proceso se montó la guerra ideológica bajo la forma de la profundización del odio hacia las fuerzas políticas populares, en particular al peronismo, aunque en tiempos de Raúl Alfonsín, también al radicalismo. Este odio se construyó sobre la base de la antipolítica y sobre la prédica permanente contra la presunta corrupción interminable de estos gobiernos. La antipolítica es también una herramienta para correr a la sociedad civil, y dentro de ella a la clase empresaria, de las responsabilidades sobre los fracasos. Cualquier gobierno de unidad nacional que sobrevenga en el futuro deberá incluir algún tipo de pacto con los “aparatos ideológicos”, la gran prensa, para que comience a desarmar la prédicas permanente que envenena la convivencia social. En cambio, si por la ley de Murphy en el balotaje se impone el virus del odio, la tarea se postergará con el riesgo del reino de lo contario: el potencial resurgimiento de la violencia política.