En años recientes la economía mundial fue sacudida por eventos disruptivos. Cuando la crisis de las hipotecas subprime y los problemas de endeudamiento europeos parecían quedar en el olvido una pandemia volvió a sumergir al mundo en la depresión. De igual modo, cuando los efectos de ésta comenzaban a amortiguar, una guerra entre Rusia y Ucrania vuelve a golpearlos colocando a la mayoría de los países al borde de una nueva recesión que se combina en este caso con una inesperada aceleración inflacionaria global. No se observaba algo semejante desde la década de 1970, cuando el abandono del patrón oro, los shocks petroleros y las tensiones distributivas luego de un cuarto de siglo de prosperidad dieron fin a la “edad de oro del capitalismo” y culminaron en una estanflación para la mayor parte de Occidente. Agréguese que desde 2012 el comercio internacional crece a tasas menores que la economía mundial, fenómeno que en los últimos docientos años sólo se observa en coincidencia con rupturas del orden global. ¿Qué sucede con la economía mundial? Aunque todavía sea prematuro para sacar conclusiones hay indicios de que algo nuevo está en gestación y que una etapa de la economía mundial está llegando a su fin.
Por un lado, es evidente que en esta crisis intervino un agente biológico ajeno a la voluntad de personas y gobiernos. Nuestra especie siempre convivió y debió adaptarse a fenómenos naturales que se encontraban fuera de su control como fluctuaciones climáticas, explosiones volcánicas, terremotos, inundaciones. Las pandemias, en particular, siempre tuvieron efectos disruptivos sobre la política, desintegradores en la economía y hasta des-globalizadores para los ordenamientos internacionales. El Covid no fue la excepción. Las cuarentenas paralizaron economías, el aislamiento rompió redes de suministros provocando escaseces temporarias y aumento de costos logísticos, la disminución de la actividad aumentó el desempleo y la pobreza desacreditando gobiernos y profundizando grietas políticas y sociales. Pero otro lado, el virus no lo explica todo.
Para interpretar los acontecimientos podemos buscar inspiración en la economía política internacional (EPI), una disciplina heredera de la economía política que tiene como foco las relaciones económicas internacionales. Para la EPI los intercambios mercantiles y la acumulación de capital en escalas globales no ocurren en una geografía abstracta o de pizarrón. Están moldeados por relaciones de poder y se adecúan a las condiciones geopolíticas imperantes. En este marco, analistas como Charles Kindleberger, Robert Gilpin y Stephen Krasner, entre otros, dieron forma a la llamada "Teoría de la Estabilidad Hegemónica”. Para esta concepción un sistema internacional tiende a ser más estable cuando un único Estado, una superpotencia mundial, dispone de la capacidad de imponer sus reglas a los demás y funciona como un ordenador global capaz de proveer “bienes públicos”, como seguridad en las transacciones globales y una divisa estable sustentada en la fortaleza de su economía. Un sistema internacional anárquico donde ningún Estado sobresale por encima de los otros, argumentan, difícilmente proporcionará las condiciones esenciales para que una economía global funcione. Los mercados y las finanzas internacionales no operan en el aire, precisan de la mano visible de un Imperio, o de un Estado lo suficientemente poderoso como para desempeñar ‘funciones’ imperiales.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
MÁS INFO
La internacionalización del capital durante el siglo XIX se sustentó en la hegemonía naval y financiera británicas. Los Marina de guerra del Imperio vigilaba los océanos y como ocurriera en el Rio de la Plata en los tiempos de Juan Manuel de Rosas, forzaba a países, antiguas civilizaciones y colonias formales e informales, a abrir sus rios a la libre navegación. Fueron mayoritariamente ingleses los capitales que financiaron la construcción de ferrocarriles y la modernización portuaria que hicieron posible el armado de la primera economía verdaderamente global. Pero cuando la hegemonía británica comenzó a menguar con el ascenso de potencias rivales, como EEUU y Alemania, el sistema internacional comenzó a sufrir las turbulencias que terminaron en las dos guerras mundiales y la crisis económica de la década de 1930.
Simétricamente, como ocurriera al final de las guerras napoleónicas con Inglaterra, fue la hegemonía incontestable de los estadounidenses lo que sustentó la integración de mercados y la inversión internacional en su área de influencia durante los prósperos años de la posguerra. También fue la primacía ilimitada de EEUU desde la década de 1980 y la caída de la URSS el motor principal que impulsó la globalización neoliberal de las últimas décadas. En resumen, para esta concepción, la estabilidad económica internacional requiere un determinado ordenamiento geopolítico. Aunque anarquistas y libertarios sigan soñando con la utopía de abolir el Estado para liberar las amarras que obstaculizan el despliegue del mercado, lo cierto es que hay evidencias contundentes de que una economía mundial abierta no puede funcionar sin una dirección no sólo estatal sino también interestatal y sumamente jerárquica.
En los últimos cuarenta años hemos vivido en un sistema cada vez más conectado, donde la potencia global promovió la apertura de mercados, la irrestricta circulación de capitales y el abandono de políticas industriales o proteccionistas de orientación autónoma. El desarrollo de tecnologías de comunicación, por su parte, facilitó los flujos de información, simplificó la logística del transporte y habilitó el control de actividades productivas desde localizaciones distantes. Fue sobre esta base como se construyeron las denominadas “cadenas globales de valor”, procesos productivos que trascienden las fronteras nacionales y que en la mayoría de los casos están subordinados al comando empresas multinacionales.
Aunque para muchos países la asociación a estas cadenas no fue la fuente de prosperidad que algunos interpretes prometían, para China se convirtieron en las palancas que aprovecharon los actores locales, especialmente los vinculados al gobierno, para dar un salto sin precedentes que convirtió al país más poblado del mundo en protagonista indiscutible de la economía mundial contemporánea. La producción manufacturera mundial se fue concentrando en Asia, y en China en particular, tanto por el vigoroso crecimiento de los capitales locales como por las inversiones de empresas de EEUU y sus aliados.
¿Qué hace una potencia hegemónica cuando de su sistema emergen economías rivales en condiciones de sustituirla? La mayoría de los autores asumen que la ruptura del orden internacional es provocada por potencias ascendentes y desafiadoras. Alemania en las dos guerras mundiales y Japón en la segunda son los ejemplos de rutina. Pero como apunta José Luis Fiori (Sobre o poder global. Novos Estudos, CEBRAP, 2005), en las últimas décadas todas las rupturas relevantes fueron promovidas por gobiernos norteamericanos. El ‘hegemón’ nunca es un custodio pasivo de su propio sistema.
Permanentemente rehace las reglas de juego en función de sus necesidades y conveniencias y fundamentalmente en satisfacción a los intereses que más pesan en sus gobiernos. Las tensiones que hoy afectan a la economía mundial no son una anomalía. El intento de redirigir las “cadenas de valor” hacia Occidente y la política deliberada y explícita de volver a aislar a China del desarrollo capitalista global son políticas de Estado para Washington. La inestabilidad del sistema internacional presente tiene como principal promotor su presunto guardián estabilizador.
La tentativa de cercar a chinos, e indirectamente a rusos, no puede consumarse sin producir un daño enorme no sólo a China, sino también y fundamentalmente, a la economía mundial y al propio EEUU. Su efecto sería equivalente a una reducción de la productividad global. Aunque algunas actividades productivas vuelvan a concentrarse en sus regiones y países de origen, el mundo difícilmente podrá librarse de los asiáticos, no sólo como grandes proveedores de mercancías baratas sino también como inversores internacionales y mercados de exportación. La guerra en Ucrania, un conflicto inducido por la OTAN, por su parte, está provocando un enorme impacto en los precios internacionales de productos básicos como alimentos, energía y materias primas.
Aunque con anterioridad a la pandemia EEUU ya enfrentaba tensiones distributivas, con salarios nominales en alza, ahora los salarios reales se deterioran porque las precios crecen a un ritmo mayor. Aunque aún sea difícil dimensionar el impacto de las presiones geopolíticas por priorizar la “seguridad nacional” y “el empleo local” en desmedro de la entrada de importaciones asiáticas, debe apuntarse que el proteccionismo reduce las opciones productivas disponibles. Aunque en ciertos casos pueda tener efectos positivos sobre el empleo y la producción locales, a nivel global equivale a una caída de la productividad planetaria, situación que inevitablemente reducirá la rentabilidad del capital, los salarios o una combinación de ambos.
No debe considerarse una novedad que una composición con pandemia, proteccionismo primermundista, guerras en regiones donde se elaboran materias primas básicas y tensiones distributivas en el país que emite la divisa mundial, esté generando un proceso inflacionario global inédito desde la década de 1970. Buena parte del mundo se encuentra a las puertas de una estanflación. La economía de EEUU, por ejemplo, cayó 1,4% en el primer trimestre del año. En este contexto, la receta habitual para combatir la inflación (la elevación de tasas de interés de la FED), no parece aconsejable, especialmente en un país donde una porción significativa de la población se encuentra sumamente endeudada y con salarios en declive. Una suba fuerte de tasas sumergiría a la economía estadounidense en una recesión mayor. Y buena parte del resto del mundo sería arrastrado en la caída.
El panorama para los trabajadores del mundo no es alentador. Una estanflación combinada con gobiernos desacreditados, crisis de refugiados por guerras y previsibles explosiones sociales por el encarecimiento de alimentos y energía, son escenarios ideales para el pensamiento mágico y las salidas por ultraderecha. Algunos pueden imaginan que los gobiernos latinoamericanos podrían aprovechar la rivalidad geopolítica para sacar mejores tajadas en la mesa de negociaciones o para promover procesos de desarrollo con mayor autonomía. Pero considerando que los países de la región carecen de lineamientos estratégicos, pasan por una fuerte polarización ideológica y social y sus aparatos estatales son sumamente permeables a las injerencias y manipulaciones del exterior, nos inclinamos por un prudente pesimismo.