Tiempos de unidad ciudadana

20 de noviembre, 2022 | 00.05

La oradora del reciente acto en La Plata incorporó hace unos años la idea de ciudadanía en la vida política argentina. Ausente (aunque operativo y valioso en la práctica histórica del peronismo) el concepto se incorporó al léxico político argentino: en 2017 le dio nombre a la experiencia de unidad en la provincia de Buenos Aires, aseguró el triunfo en las primarias, sostuvo el acceso al Senado de Cristina y le jugó de igual a igual a Vidal en el momento ascendente del neoconseradorismo macrista, antes de que se estrellara contra las consecuencias económicas y sociales que su política provocara en el país. ¿Pertenece al pasado la idea de ciudadanía? ¿Ha quedado sepultada por los vientos locales y mundiales que anuncian el final de toda empresa política con pretensiones emancipadoras?

A mediados del siglo pasado, un brillante pensador social, Thomas Marshall, elaboró una atractiva teoría sobre la historia mundial de la ciudadanía. Según el intelectual inglés, la civilización humana construyó la práctica de la ciudadanía en tres etapas. En el siglo XVIII irrumpió la ciudadanía civil, la de los derechos humanos que emergen con la revolución burguesa de fines de ese siglo, la protección del individuo contra los atropellos de los poderes sostenidos por una cosmovisión que ataba a los individuos a las contingencias que su origen de clase determinara. Para ilustrar el concepto puede decirse que nuestra constitución original de 1853 está organizada alrededor de esta interpretación del mundo. Por su parte, el siglo XIX fue, según Marshall el tiempo de los derechos políticos, el tiempo del derecho a elegir y ser elegido. Esto es fácilmente discutible por cualquier examen histórico que verifique el funcionamiento de la política realmente existente en el mundo en esa época.

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En el mundo real, la libertad política empezó por ser la modalidad de los grupos de poder para seleccionar desde su propio interior, los cuadros parlamentarios que “colaborarían” con las casas monárquicas en la dirección de los asuntos públicos. Así y todo, en esa época nacieron los partidos políticos que en su comienzo fueron agentes más o menos pasivos de los intereses de los grupos dominantes. A fines de ese siglo surgieron los partidos socialistas que introdujeron en la historia las formas de la política que rigieron hasta el último cuarto del siglo pasado, los tiempos de la representación clasista de los intereses. 

El siglo XX fue, según este esquema el de la “ciudadanía social”, es decir la incorporación al plexo de los derechos de nociones tales como el salario justo, el descanso, las compensaciones por accidentes laborales. Fue la época de los “partidos de masa”, cuyo modelo forjaron las fuerzas socialistas y socialdemócratas europeas a fines del siglo XIX. Y, por supuesto, una época signada por la competencia histórica entre el capitalismo y el socialismo que, a mediados del siglo XX se había constituido en una fuerza central en vastas regiones del mundo. 

Hasta aquí Marshall (ciertamente reducido, de modo furioso, en aras de llegar al tema de conversación que nos interesa). Aunque no parezca, el tema de conversación es la coyuntura argentina. Nuestro país es un ejemplo -entre muchos otros en el mundo- de la radicalización del discurso de la derecha. Es una cosmovisión que revisa la historia de los dos últimos siglos: el neoliberalismo actual no puede ser reconocido como una continuidad del liberalismo del siglo 18. Aquel liberalismo era sensible, piadoso con los explotados y excluidos; el neoliberalismo radicalizado es la exclusión, en la práctica, de cualquier sensibilidad con el dolor ajeno, es la negación plutocrática del mensaje de Cristo sobre el buen samaritano, el elogio histérico e impiadoso del éxito capitalista. Éxito que no reconoce fronteras espirituales. Éxito que está en el fondo del capitalismo de casino que crece de modo incesante en el mundo. 

Macri ha decidido ser el portavoz central de esta época miserable que no se detiene ante ninguno de los diques que la política democrática ha construido -con éxito diverso- para poner algún límite al frenesí individualista que construyó guaridas para proteger la plusvalía acumulada respecto de cualquier recurso estatal-democrático y redistributivo. Y Macri ha logrado instalarse como un cuadro de referencia del discurso conservador mundial. Lo ha ayudado el hecho de ser visto no como un gerente del capitalismo de casino, sino como uno de sus protagonistas políticamente importantes. A lo que se suma el blasón de su victoria electoral sobre el peronismo en 2015. Claro que el ascenso de Macri no podría ser comprendido sino en su relación con la saga kirchnerista nacida en 2003 y que, a la vez, es heredera de una crisis fundamental del capitalismo como la que nació a comienzos de este siglo y está lejos de haberse superado. 

El macrismo es la derecha proto fascista de la época en nuestro territorio. Macri no es el político de comité señalado por los círculos del poder como un político “accesible”. Es el símbolo perfecto del capitalismo depredador y proto-mafioso que ejerce una enorme capacidad de condicionamiento extorsivo a favor de los poderosos sobre la democracia que la Argentina recuperó hace casi cuatro décadas. Y todo indica que el “ring” de 2023 va apartando de su centro a muchos protagonistas ocasionales, a muchos de los que soñaron con ser herederos de Macri, escondiendo lo mejor posible la naturaleza perversa de una política hecha de espectáculo, de falsas noticias y de tramoyas judiciales. 

¿Quién enfrentará a esta derecha ensoberbecida y, por tanto, audaz hasta la temeridad? El acto de La Plata ha achicado el margen para la duda. Y al mismo tiempo forma parte de un clima tenso, dramático y riesgoso para el país y su pueblo. En ese clima reaparece en la escena la propuesta de un compromiso democrático, de la construcción de un acuerdo-paraguas para intentar asegurar que el drama actual del país no termine repitiendo escenas trágicas del pasado. De los tiempos en que el proyecto colonial logró disfrazarse de solución virtuosa a la guerra destructiva entre “los dos demonios”.

El compromiso democrático no puede ser interpretado como el disimulo táctico de las dramáticas opciones ante las que nos encontramos. Por el contrario, es el proyecto de la instalación de un límite, pasado el cual no puede reivindicarse cualquier metodología de la acción política. Si como dicen algunos la democracia reconquistada en 1983 es insuficiente y debe ser dialécticamente superada, hagamos lo posible por reducir al mínimo los costos humanos y sociales de la transición. Puede ser que la propuesta no sea lo suficientemente “revolucionaria”, pero a la hora de descartarla es mejor no ignorar nuestra propia historia. No pensar que la historia política empieza cuando nos incorporamos a ella.

Dos proyectos en pugna. Dos líneas de desarrollo del país. En el centro de la disputa está la distribución del ingreso entre el capital y el trabajo, lo que no hace más simple sino más compleja la elección de las tácticas y las estrategias. Parece ser que la reconstrucción del pacto democrático que se consumó de hecho en 1983 puede constituirse en una herramienta para salir del atolladero en que las clases parasitarias, violentas y autoritarias quieren hundir a nuestro país. Puede ser que sea el momento de la unidad ciudadana.