En el estante que la Historia reserva a la insignificancia finalmente quedó depositado Fernando De la Rúa, el radical que quiso hacer el ajuste que le imponía el FMI y, en medio de una pueblada, tuvo que fugar en helicóptero por los techos de la Casa Rosada olvidando en la corrida una caja de Viagra, que volvió a buscar al día siguiente, último acto oficial que fue retratado por el fótografo Víctor Bugge.
Nunca la impotencia política se cruzó de manera tan cruda, literal y metafóricamente hablando, como en aquella imagen de hace 20 años.
Aunque mucho se dijo sobre él, la versión inmortalizada tiene más que ver con el presidente que fue a la TV para confundir el nombre del programa donde estaba (Videomatch con Telenoche), el más popular del momento, y luego el de la esposa de Marcelo Tinelli, para terminar su participación con una escena digna de Mr. Bean, vagando por el estudio, sin saber dónde quedaba la salida.
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Sin embargo, De la Rúa no se fue cómo se fue del gobierno por hacer el ridículo, o por su monumental torpeza, sino por intentar aplicar un recorte salvaje, estado de sitio mediante, que acabó en una represión criminal que acabó con la vida de casi 40 manifestantes.
Conservador medular, en forzada alianza con sectores progresistas liderados por el mediático Carlos “Chacho” Alvarez, se cavó su propio epitafio político siguiendo un principio que casi siempre conduce al final: “el principio de autoridad”, que tanto seduce a la derecha golosa, ignorando un dato elemental y es que la autoridad delegada, como la que ejerce un presidente democrático, una vez que está vaciada de legitimidad social, deja de ser autoridad.
Ni con balas de goma, ni con balas de plomo, ni con cadáveres en las calles pudo hacer más socialmente digeribles los recortes presupuestarios que le exigían desde Washington. Había tenido un aviso cuando Ricardo López Murphy, el mismo que ahora tiene -como antes- soluciones para todo, tuvo que evacuar el Ministerio de Economía tras anunciar su política de “déficit cero”.
Es que De la Rúa no fue elegido para aplicar el ajuste del FMI. Llegó para practicarle RCP a un sistema moribundo como el de la Convertibilidad -el “uno a uno” artificial- y “erradicar la corrupción”, supuestamente el principal problema del país según el establishment y sus medios.
Fracasó en todo. En lo que le habían pedido sus votantes y en lo que decidió hacer porque así se lo exigían los acreedores del país. Las razones de su salida hay que buscarlas ahí, no fue un golpe del peronismo, ni siquiera uno de mercado.
Es más sencillo. Quiso solucionar el problema crónico del endeudamiento argentino bajando el salario de empleados públicos y jubilados; y el de la falta de dólares, la célebre restricción externa, acorralando los depósitos de la gente. ¿Qué cosa podía salir mal, no?
Automáticamente, los sectores medios sellaron un acuerdo tácito con los previamente excluidos por la Convertibilidad y ganaron las calles reclamando la caída del gobierno, cosa que cada tanto ocurre con los regímenes impopulares.
Con el decreto del estado de sitio pasó a despedirse, de modo criminal, cuando ya no le quedaba nada del poder acumulado desde 1999. Lo demás, son los afectados por el síndrome del helicóptero, que salen a justificar el daño con algún nuevo argumento que los rescate de la ignominia.
El descrédito que envolvió a toda la clase dirigente, no sólo a De la Rúa, es lo realmente llamativo del periodo analizado. Cómo un sistema político, el bipartidario, puede desintegrarse y sus actores ser repudiados, aún los más prestigiados, como le ocurrió a Raúl Alfonsín por eso días de furia, escrachado y empujado en las calles por manifestantes irascibles, cuando incumple con el mandato electoral.
En verdad, el dirigente emergente que mejor entendió el mensaje ciudadano fue un santacruceño, que dos años después ocupó el sillón presidencial. Fue el comienzo de otra historia, bastante más feliz.
Un presidente que identificó los problemas reales (no los mitológicos creados por la hegemonía mediática), prometió resolverlos y lo hizo, todos los días un poco, dejando su gestión con más apoyo del que había recibido para ser ungido cuatro años antes.
Desendeudando el país, creando empleo, aumentando salarios.
Al revés de lo que hizo De la Rúa.