El asesinato de Daniel Barrientos arriba del colectivo 620 en pleno recorrido por el barrio Virrey del Pino, en La Matanza, se convirtió en un hecho político. Un caso que en cualquier otra situación ordinaria podría ser catalogado como un hecho de inseguridad, de esos que solo van a engordar las estadísticas, despertó sensibilidades latentes y tal grado de violencia política que obligó a toda la Argentina a meter el freno de mano para mirar alrededor y tratar de escuchar lo que el cemento caliente está gritando.
Los condimentos de esta historia ya son de público conocimiento: la protesta de los choferes sobre Avenida General Paz; las patotas e internas de la UTA (Unión Tranviarios Automotor); las múltiples agresiones al ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, Sergio Berni; la represión de la policía de Horacio Rodríguez Larreta; la cobertura mediática espectacularizante; el aval de referentes de la oposición como Patricia Bullrich y Ricardo López Murphy; los caranchos sedientos de mano dura y sangre contra el pueblo; y los cánticos “que se vayan todos” para terminar de montar la imagen del apocalipsis.
En nuestro país hay múltiples y recientes antecedentes de muertes violentas que terminan teniendo una alta incidencia en la arena política y social. La inseguridad es utilizada especialmente en los años electorales por sectores regresivos y fascistas para avanzar generando climas sociales, mucho más si el que gobierna es un partido nacional y popular. El eje de la campaña es y será en los próximos meses la creación de escenarios de inestabilidad sobre una base de resentimiento y falta de representación.
El lunes por la noche la discusión inmediatamente posterior a las dramáticas escenas que se vieron al mediodía en Lomas del Mirador viró hacia otro eje: si el crimen del chofer se trató realmente de un hecho de inseguridad o “le tiraron un muerto a Berni”; cuánto de lo ocurrido en el puente fue realmente espontáneo y cuánto fue producto de un armado político mafioso sindical que involucra a referentes del ala más dura y anti democrática de Juntos por el Cambio. Sea la respuesta que sea, la potencia del acontecimiento trascendió los límites del escenario particular y fue entendido por parte de la sociedad como un hecho paradigmático contra gran parte del arco político.
En todo este entramado complejo, multi dimensional, y dinámico la violencia política es el hilo conductor. Tal es así que podemos decir que el ataque contra Sergio Berni se inició en el momento en que le gatillaron en la cabeza a la vicepresidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner. Es imposible no pensar en la trazabilidad si durante meses gran parte del arco político opositor lo justificó, los periodistas de los medios concentrados lo subestimaron, y la justicia no investigó con la seriedad que corresponde al atentado. Lo que no advirtieron en ese momento es que la legitimación de la violencia como expresión política, la validación con fines políticos, trae drásticas consecuencias que a la larga no discriminan colores ni banderas partidarias. Y el punto nodal, el que no puede bajo ningún punto de vista ser ninguneado, es que del otro lado hay una sociedad que parece cómoda, que acepta ese juego o al menos le es indiferente.
MÁS INFO
"Por fin Berni sintió lo que sentimos cuando salimos todos los días a laburar", gritó uno de los choferes a las cámaras de C5N. Otro directamente pidió paredón para todos los políticos y que vuelvan los militares. Justicia por mano propia en versión política. La violencia como reemplazo del voto en las urnas. Es la justicia por mano propia como reacción a derechos sociales básicos que hoy la democracia y la política tradicional no garantizan. Acá se suma el agravante de que la reacción provino de trabajadores formales, sindicalizados, con salarios que se cierran en paritarias y con canales de negociación directa. De hecho Berni estaba yendo a dialogar y ni eso alcanzó. Puede leerse como una señal de la crisis que atraviesan los espacios habituales de contención política.
Para comprender el fenómeno del crecimiento de la violencia y el sentimiento anti política, que no es lo mismo que justificar los hechos, tenemos que empezar por los números duros que marcan un aumento de la desigualdad y el debilitamiento de las herramientas que tiene el Estado para garantizar derechos básicos: la inflación anual llegó al llegó al 105,5%; los alquileres crecieron 110%; según los números del Indec en Argentina 18,1 millones de personas están por debajo de la línea de la pobreza y 3,7 millones son indigentes.
La cercanía de las elecciones y las agendas de rosca alejadas de las problemática sociales cotidianas potencian el sentimiento de orfandad, una característica clásica de las crisis de representación. El ejercicio democrático ha menguado y los consensos están en peligro. Porque ante la falta de resultados de un proyecto político, uno puede pensar que la salida es simplemente un cambio de gobierno. Sin embargo hoy en este contexto el ojo no se coloca sobre el mal desempeño de un sector, sino en el pobre funcionamiento y organización del sistema de partidos, de las reglas y prácticas de los representantes, que son vistos por las grandes mayorías como “una clase política” ensimismada, cada vez más alejada, que no logra administrar eficientemente los intereses que representa y que encima no tiende puentes de escucha.
¿Dónde se canalizan los reclamos de quienes se sienten solos, frustrados y abandonados por las instituciones y la política? ¿Cómo se hacen ver los invisibles en un sistema cada vez más concentrado? Las respuestas muchas veces son delirantes, violentas, exageradas e irracionales. Pero eso no significa que no existan y eso se observa en el avance de las filas de Milei que hoy figura en varias encuestas como el candidato más votado en primera vuelta en el camino hacia la Casa Rosada. La negación del hartazgo social es alimento balanceado para el crecimiento de estas expresiones. Frente al imaginario del siglo XX de una ciudadanía solidaria, nos chocamos con una ultra derecha fascista que crece también porque las personas se sienten marginadas en medio de una sociedad individualista.
Al respecto el sociólogo e investigador Daniel Feierstein explica que si hay algo que diferencia al fascismo de otras expresiones de derecha autoritarias, o incluso de la Dictadura Cívico militar, es que necesita de una “movilización reaccionaria”. El objetivo sigue siendo imponer una política económica regresiva, pero a través de la movilización popular necesariamente. Para ello la principal herramienta política, y la más eficiente, es “la irradiación capilar del odio”, encontrar a alguien para hacer responsable de la crisis y abatir sobre ese grupo todo el enojo que se produce. Los nuevos medios de comunicación y las redes sociales permiten la viralización de las expresiones y la irradiación del odio permanente desde el anonimato y la soledad, situación que deshumaniza a los otros y debilita posibles barreras morales o pudores, que son herramientas de moderación.
Feierstein subraya además el rol que jugó la pandemia y los altos niveles de sufrimiento en este nuevo fenómeno tan político como socio cultural: “La proyección del odio se basa en proyectar sufrimiento. Eso crea mayores condiciones para lo que hay que irradiar. Y la pandemias en ese sentido tuvo dos ejes centrales: implicó un alto nivel de sufrimiento; y sobre todo un sufrimiento no elaborado, que crea mejores condiciones para lo que hay que irradiar, o transformar en odio”. Con algunas excepciones eventuales no existió en la mayoría de las sociedades la posibilidad de intentar pensar colectivamente lo que nos pasó y que consecuencias nos dejó. De esta manera se genera una situación de olvido inmediato luego de la vuelta a la normalidad, o se incorporó a nuestra cotidianeidad. Ese sufrimiento no elaborado se transforma en odio y un canal contra quien tiene la culpa de todo lo que nos pasa.
“La anti política juega mucha fuerza y logra transformar a personajes pintorescos o marginales en alternativas reales cuando la estructura política no ofrece soluciones a la situación. Esto ha sido el punto en común en procesos como el de Jair Bolsonaro, Donald Trump o Javier Milei –analiza el investigador del CONICET-. Lo que ocurre es que cada vez hay un distanciamiento mayor de la sociedad en relación a la estructura política que debería representarla. Hay una sensación de que ninguna de las puertas existentes está ofreciendo una respuesta al sufrimiento. Este distanciamiento de la “casta política” o la estructura política tradicional de los problemas concretos que tiene la gran mayoría de la población genera el espacio para estos personajes”.
Ante este panorama lo que debería hacer la política democrática es tomar nota, incorporarlo en la agenda y darle un cauce operativo. Seremos los guardianes de la democracia. El trabajo más arduo será reducir la desconfianza existente entre la ciudadanía y las instituciones. Gane quien gane las elecciones la tarea es la reconstrucción de los lazos sociales y los vínculos que se han ido deteriorando sobre todo después de la pandemia, empezando por los barrios, las ciudades, los territorios. El vecino es vecino aunque no acompañe; el trabajador es trabajador aunque no sea peronista; el ciudadano tiene reclamos legítimos a pesar de que vote a Patricia Bullrich. Escuchar, hablar, registrar, corregir, entendiendo los miedos y las angustias de los demás, sean propias o impuestas, aunque no las compartamos, para que no se transformen en rabia y más violencia. Ese debe ser el punto de partida.