La grieta está intacta: la nueva normalidad conserva lo peor de la vieja

Mientras la TV cuenta historias tan distintas y distantes sobre un mismo hecho, el diálogo con el que piensa diferente es cada vez más inviable.

13 de julio, 2020 | 00.05

Había una vez un grupo de ciudadanos que querían trabajar y el gobierno no se los permitía. Vivían en la ciudad más importante del país y sin embargo, no podían desarrollar sus actividades porque estaban presos en sus casas por una decisión caprichosa de un grupo de corruptos que abusaban de sus atributos y ostentaban el poder.

Había una vez, unos pocos hombres y mujeres violentos, que salían a las calles desafiando las leyes y el bien común, poniendo en riesgo su propia salud, y respondiendo con violencia ante las preguntas de los periodistas que se acercaban con su móvil de televisión para cubrir la protesta.

Desde la pantalla se cuentan estas historias tan distintas y distantes sobre un mismo hecho. Y pareciera que la grieta es entre estas dos miradas sobre la realidad política argentina. De un lado, los que apoyan, del otro, los que atacan. La lógica de la rivalidad los une y reúne frente a la pantalla. Poco importa que canal miren. Todos permanecen, pasivos, viendo cómo otros deciden por ellos. Lo que nos cuentan desde la tele parece menos doloroso que lo que intentamos silenciar. Quizás, haya una y mil historias que hoy podrían ser transformadas si apagáramos las pantallas y cambiáramos el objeto de nuestra mirada.

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Había una vez una mujer que empezó a sentir que su marido estaba pero no estaba, la veía pero no la miraba, la oía, pero no la escuchaba. Le hablaba pero no le decía. Ella tenía muchas ganas de conversar con él, de preguntarle qué le pasaba, por qué se mantenía tan silencioso, tan enojado, tan hermético. Intentaba acercarse pero no sabía cómo. Sus horas pasaban entre las clases que daba a sus alumnos por Zoom, y el cuidado de su pequeña. En esta casa había, también, un hombre que empezó a sentir una profunda soledad. Vivía con su mujer y su hija, pero se sentía solo, y esto lo angustiaba. Su pequeño bar permanecía cerrado, y cada día que pasaba seguía acumulando deudas y vergüenza.

Cuando el domingo comienza a disiparse y llega la hora donde las dudas existenciales se potencian, el momento en que interrogarse podría resultar insoportable, cada uno de ellos apaga su propia voz y enciende una pantalla. Él, está cansado del gobierno. Le adjudica al presidente esta crisis económica, la imposibilidad de salir a la calle, al menos en Buenos Aires, la ciudad en la que vive junto a su mujer y su hija. Cree que Alberto es el responsable de la recesión, del cierre de su comercio y de todos los males que aquejan a la Argentina en los tiempos del virus. Entonces, pone “La Tele”. Sabe que allí encontrará motivos suficientes para reafirmar las ideas anti K que ya son parte de las suyas: se robaron todo, son corruptos, intolerantes, soberbios, choriplaneros, y ahora, carceleros de la población.

Ella, está particularmente triste. La madre de una amiga acaba de fallecer por Coronavirus. Es maestra en un colegio estatal y durante cuatro años fue testigo de una historia en la que, desde el poder, se colocó al mercado por encima del Estado. Mientras hace malabares con las clases virtuales, ya que no todos sus alumnos tienen la posibilidad de conectarse, recuerda haber visto cómo las familias de sus pibes fueron perdiendo derechos en la Argentina del sálvese quien pueda, en la que se impuso la idea que la ayuda social resultaba más un incentivo a la vagancia que una manera de equilibrar las posibilidades. Siendo maestra, se enfrentó al mantra de la meritocracia que impulsaron quienes en la carrera de la vida siempre partían desde una línea de largada más conveniente que tantos otros.

La diferencia sigue siendo el gran enigma de las relaciones humanas. La necesidad de arribar a una verdad máxima, incuestionable, casi como la odisea (imposible) de los grandes filósofos. Descubrir cuál podría ser un principio ordenador del resto de los asuntos universales. El desafío, tanto en los vínculos personales como en la política, podría ser construir con el que piensa distinto. Imagino un diálogo socrático (recreado a partir de la canción de Jarabe de Palo):

-  Si hubiera una única verdad, ¿cuál sería? ¿La realidad? 

- Depende.

- ¿De qué depende?

- De según como se mire, todo depende.

Los protagonistas de esta historia no podrían ponerle sus voces a las palabras de Pau Donés porque hace días que no se hablan. Desde que empezó la cuarentena comenzaron a conocerse como nunca antes lo habían hecho. Poco importa que llevan quince años juntos. Encontraron diferencias, pero abordarlas los asusta tanto que prefieren el silencio. Podrían apagar las pantallas para mirarse a los ojos y hacerse la pregunta que los interroga, pero prefieren seguir, adormecidos, viendo la película que se ajusta a sus ideas, la que refuerza sus creencias, la que los aleja del conflicto.

En estos meses, en los diferentes estadíos de la pandemia, la nueva normalidad sigue conservando lo peor de la vieja: la polarización extrema y la imposibilidad de dialogar con quien piensa diferente. Acordar no implica estar de acuerdo. Es un acto de madurez frente a lo insoportable de la falta de respuesta del otro. Porque no hay una sola forma de responder. Porque no hay una sola pregunta posible. Quizás, no sea tarde para encontrarnos en el lazo de la palabra. Volver a pensarnos y a preguntarnos sobre lo que podemos, sobre lo que queremos, sobre lo que hacemos con lo que nos afecta.

No resulta sencillo asumir este desafío, e indagar en el silencio, para empezar a escuchar (nos) y escuchar a quienes nos rodean. Porque es mucho más fácil opinar con el control remoto en la mano de lo que pasa afuera, que hacerse preguntas de lo que pasa (o no pasa) adentro. 

*Edgardo Kawior es Licenciado en Psicología, Psicoanalista y Productor. Seguilo en YoutubeInstagram y Twitter.

**La ilustración de portada es de RO FERRER.