Evoco de memoria una aguafuerte de Roberto Arlt, creo que de 1940 y titulada "Pueblos de los alrededores". La busco en mi biblioteca y ahí está. En ella el enorme escritor urbano –uno de los más representativos narradores argentinos del Siglo 20– relata sus paseos por lo que hoy llamamos Gran Buenos Aires o conurbano.
Con prosa deslumbrane, Arlt enumera los pueblos que le agrada recorrer: Morón, Banfield, San Isidro, Ramos Mejía, Temperley... Y se asombra porque "tienen tantos árboles estos pueblos, que de cada hoja cae un silencio".
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Es especialmente interesante leer aquella idealización arltiana 80 años después. Con su reconocido estilo agudo y elegante, asume ser "un hombre de ciudad, sujeto que me encuentro perfectamente cómodo en los cafés humosos y en las bocacalles ensordecedoras", pero se imagina no sin pizcas de envidia que "la vida en estos pueblos debe ser sustancialmente distinta de la que hacemos nosotros, pobladores de cuevas de cuatro por cuatro y balconcitos para pigmeos".
Sabemos, y lamentamos, que esos arrabales porteños ya no son lo que eran, pero es hermoso, y grato, constatar que alguna vez fueron lo que Arlt llamó "la negación de Buenos Aires, pueblos para soñar, pueblos de serenidad".
Sobre todo en estos días en que la peste sobrevuela nuestras vidas y nos hace ver –y nos recuerda– que hay un país más allá de lo que hoy llamamos, estúpidamente, CABA. Y para colmo con mayúsculas, nombre absurdo para una ciudad todavía tan hermosa y emblemática que en todo el planeta se la sigue llamando –bella, tozuda y universalmente– Buenos Aires.
Es presumible que Pedro de Mendoza y Juan de Garay se revuelvan a estas hora en sus tumbas, pero lo que es indudable es que nosotros –los porteños en Buenos Aires y los provincianos donde nos toca– nos aferramos a la vida y nos cuidamos de la peste apostando a la belleza y esquivando vulgaridades en las redes dizque sociales y prédicas cretinas en la telebasura.
Roberto Arlt escribió siempre como un encantador de serpientes, con los ojos clavados en cada palabra, eternizándola. Por eso, al leerlo, a su manera uno sobrevuela la pandemia como para aterrizar del otro lado del texto, donde en la pista imaginaria se deleitará, seguro, con la furia precisa de sus palabras.
Este texto busca inaugurar un espacio inusual en El Destape. Para caminar juntos y ver si en una de ésas tropezamos con una historia, un argumento, una aguafuerte y logramos volar pero para aterrizar en otros países, en el desierto del Sahara o en un caserío miserable en el límite entre Formosa y Salta, arriba de El Impenetrable, donde lo más llamativo son las caras de muertos que tienen los vecinos, que se mueven como espectros entre gallinas y chivos famélicos que deambulan libremente y defecan sobre las vías atestadas de restos de vagones, pedazos de ventanas, pasamanos, y boogies herrumbrados de lo que fue un ferrocarril que enorgulleció a un país.
Dicen que la realidad supera a la ficción. Esta columna comparte la idea de que en el periodismo contemporáneo realidad y ficción se entrelazan, disienten, se enamoran y son, tozudamente, testimonio del país que amamos y el mundo que recorremos en la errancia.