“O inventamos o erramos”. Acuñada a mediados del siglo XIX, la frase de Simón Rodríguez representaba un llamado a la osadía. Para el intelectual venezolano la América naciente debía establecer instituciones políticas propias, originales, distintas del modelo español.
A pesar del tiempo transcurrido, la frase de Simón Rodríguez caracteriza el momento histórico presente con asombrosa precisión. América Latina aparece ante una difícil encrucijada. El orden neoliberal impuesto desde mediados de los años setenta aparece en crisis en todo el mundo. La desigualdad, el deterioro de la democracia, la destrucción de la naturaleza y la propagación de una subjetividad hiperindividualista representan sus consecuencias más evidentes. La crisis del neoliberalismo ya no solo alcanza a los países del Sur Global, como en el pasado, sino que también acomete fuertemente a los países más ricos. Las extremas derechas proliferan por doquier. Países tan distintos como Brasil, Francia, Filipinas, Estados Unidos o Hungría representan ejemplos de este fenómeno global. Astutas, las extremas derechas capitalizan el descontento generalizado con la promesa de soluciones mágicas ligadas a un chivo expiatorio construido a medida: los comunistas, los musulmanes, los mexicanos, los pobres, etcétera. Sin embargo, tan pronto como alcanzan el gobierno las extremas derechas aparecen indefensas frente a las consecuencias del neoliberalismo. Triste ironía de estos tiempos: la crisis del orden neoliberal catapulta a canallas como Trump o Bolsonaro al poder pero pronto los desenmascara como patéticos bufones.
En este caótico contexto, los pueblos latinoamericanos felizmente realizan una apuesta por la democracia y el igualitarismo como respuesta a la crisis. “Los pueblos (latinoamericanos) siempre vuelven”, recordaba la vicepresidenta hace algún tiempo en el acto de asunción de la presidenta Xiomara Castro en Honduras. En efecto, tras un corto período de reacción conservadora, las fuerzas políticas progresistas (re)conquistan paulatinamente los gobiernos de la región: Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile y pronto muy probablemente Gustavo Petro en Colombia y Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil.
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Sin embargo, los líderes progresistas latinoamericanos no aparecen hasta el momento a la altura de los enormes desafíos del presente. Asediados incesantemente por sus adversarios, sobrepasados por los problemas más inmediatos, confundidos e incluso enfrascados en disputas internas, los gobiernos progresistas latinoamericanos acometen, por ahora, el camino de la moderación.
La moderación, en sí misma, no representa algo malo. En un mundo justo, igualitario y próspero, la moderación representaría sin dudas la opción más acertada. Pero en un contexto de crisis civilizatoria como el actual la moderación de los gobiernos progresistas latinoamericanos representa un error. En primer lugar, porque la moderación no responde a los acuciantes problemas del presente. A menudo, incluso, los maximiza. En segundo lugar, porque la moderación de los gobiernos progresistas latinoamericanos representa un suicidio político, ya que genera las condiciones para el retorno de la derecha, despojada ahora de cualquier ropaje democrático.
En este contexto la osadía aparece más necesaria que nunca. “O inventamos o erramos”.
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