Hay dos preguntas centrales en nuestra actual realidad política: cómo llegamos a esta situación y cómo hacemos para salir de ella. Milei no es “un rayo en cielo sereno”, es el nombre circunstancial del intento de “reencarrilar” a una Argentina a la que en las últimas décadas las fuerzas que nos identificamos con la democracia definimos como la época del “pacto constitucional”, nacida en 1983 y que hoy vive una aguda crisis (económica, política y vital). La denominación -como todas las que se usan en la política no pretende dar cuenta estrictamente de una realidad, sino, como toda el habla política, intervenir en la vida y no solamente relatarla. El famoso pacto nunca existió como tal: fue el registro con el que un amplio sector de nuestro pueblo proclamó la voluntad de que el país no repitiera esa tragedia. Y desde el punto de vista de la interpretación de los terribles años de la dictadura tuvo la inmensa importancia de organizar el relato -que, como siempre, no discurre solamente sobre el pasado, sino que interviene en la disputa presente y futura.
La irrupción de Milei en la escena política tuvo, entre otros significados dramáticos, el de cuestionar el relato democrático. Y llegó a caracterizar al gobierno y a la figura de Alfonsín, en términos totalmente descalificadores: el discurso empleado por las rebeliones carapintadas contra el presidente de entonces dejó de estar situado en los márgenes para ocupar un lugar central ni más ni menos que el de la presidencia de la nación. Este texto no tiene el objeto de describir y analizar las razones de este desplazamiento histórico en la política argentina: desde el “consenso democrático” hacia la reivindicación pura y dura de la salvaje última dictadura cívico-militar por parte de sectores de opinión muy influyentes en nuestra sociedad. ¿Por qué pudo ocurrir este viraje? Los “virajes” son, en realidad, resultantes de la lucha política, claves de comprensión de la lucha por la hegemonía político-cultural en un momento determinado. En este caso, la base de sustentación del viraje es una crisis. La crisis de una situación política creada por el derrumbe de una experiencia: la de la “Alianza” heredera de la contrarrevolución menemista que terminó junto con el gobierno de De la Rúa. Aquel derrumbe trajo un profundo desplazamiento del centro de la escena política, desde el predominio de un democratismo liberal (la expresión se limita, en este caso, al aspecto descriptivo y no es una definición a favor o en contra de la democracia liberal). El estallido de diciembre de 2001 generó la caída -provisoria como todas las caídas políticas- de ese relato, que acaso no merezca muy buena recepción en el campo nacional-popular, pero es una realidad inobjetable. Los términos “nacional-popular” y “democracia liberal no son en sí mismos, armoniosos entre sí ni mutuamente contradictorios. Comparten esa condición con todo el vocabulario de la política y de su análisis histórico.
En opinión de quien escribe, el festejo del bicentenario de la revolución que precedió y habilitó a nuestra independencia, fue uno de los momentos más luminosos de nuestra historia reciente. Alejado de los clásicos festejos rituales de las “fechas patrias”, el evento marcó el momento más elevado y expresivo de la irrupción de un “nuevo actor” político en nuestro país. Para un segmento de la opinión y de la práctica política -hoy nuevamente de moda- lo que se puso en escena en esos días fue la reivindicación del peronismo como expresión más representativa (incluso excluyente según una corriente muy activa en medios que sostienen una programación alternativa a la de los grandes grupos mediáticos identificados ellos, no con el “liberalismo” sino con cualquier cosa que proteja a los grupos más poderosos de la sociedad argentina, socios que son (o más bien se pretenden) de la estrategia mundial de Estados Unidos.
No corresponde la queja abstracta contra esta simplificación. Hace mucho que sabemos que las grandes corrientes populares siempre han estado influenciadas y mediadas por un sentimiento de pertenencia incondicional a una u otra corriente ideológica. La celebración de la citada fecha patria en 2010 tuvo, a pesar de eso, un ponderable espíritu de unidad muy bien expresado en el relato histórico puesto en el centro de la escena. ¿En qué punto, en qué momento empezó a revertirse esa situación, que no tenía demasiados antecedentes destacados desde la caída de Perón en 1955? No hay una fecha ni un acontecimiento que pueda marcar el momento exacto de ese viraje. Pero más allá de las fechas y de las periodizaciones, el argumento de estas notas es que el determinismo económico es mortal para una política popular: en esa mirada no hay lugar para la iniciativa, para la energía transformadora, todo se define en torno a los resultados económicos. Cualquiera que levante un poco la cabeza se da cuenta que ese argumento de un “proto-marxismo”, aprendido en la solapa de algunos libros ocasionalmente de moda. El reino de la política no es, desde Maquiavelo hasta nuestros días, el mundo de lo determinado, de lo siempre igual a sí mismo, sino el de la creación, la astucia y el cálculo, todo ello enmarcado en un compromiso con la nación interpretado como la unidad alcanzada desde puntos de vista diferentes.
Hubo crisis en el último segmento del gobierno de Cristina. Y la crisis se constituyó en la condición de posibilidad para sus “disidentes”. Y, como ocurre siempre, se debilita el núcleo de la política, la unidad. La unidad de lo diferente porque lo que es igual no necesita la unidad, sencillamente actúa. Y a las condiciones nacionales que se fueron creando ya en la última etapa del gobierno de Macri, se sumó la pandemia. La pandemia fue el cisne negro de la política argentina: nadie la previó ni podía preverla en toda su intensidad y poder destructivo. La pandemia no “favoreció” a la derecha, como a veces se piensa para reforzar el pensamiento cerradamente determinista, que puede desplazarse desde la economía hacia cualquier otro orden de la realidad: por ejemplo, la voluntad de “las fuerzas del cielo”. La oscura figura de Milei no puede ser considerado central en este desplazamiento de la escena argentina. Pero ignorar la funcionalidad de la conducta patética del hombre, con las dotes necesarias para abrirle paso a la manipulación masiva de una sociedad, sería restarle seriedad a cualquier análisis.
Así es que estamos en las vísperas de un 24 de marzo muy especial. Porque la convocatoria a la Plaza no es un ritual equivalente a lo que vivimos en esta fecha todos los años los argentinos. La amplitud y generosidad de la convocatoria habilitó un protagonismo sindical inédito en su convocatoria. Es una reunión del pueblo del “nunca más”, cuando esa apelación “agoniza” en el sentido gramsciano de posibilidad de nuevo nacimiento. La fecha de mañana es crucial. Puede cambiar el signo de esta coyuntura que vivimos, no desde la apelación romántica a “volver mejores” expresión políticamente pobre si no es que se la define con mirada programática, organizadora y activa. La plaza puede ser -otra vez en nuestra historia un “parteaguas”. Un modo muy intenso de una reactivación popular que se insinúa en el reagrupamiento peronista, aun en medio de muchas dificultades. ¿Cuál es, a juicio de quien escribe, la clave de esta reanimación y de este reagrupamiento: es la política? La política como lo contrario de las seguridades sectarias. Como lo que une a un pueblo. Como lo que sabe generar liderazgos, programas y métodos que no acepten que los intereses personales -legítimos en sí mismos- terminen favoreciendo a un sector que no oculta sus objetivos (coloniales, hambreadores y represivos). En la plaza de las madres, las abuelas, los hijos y los padres se libra una gran batalla pacífica por la unidad de nuestro pueblo y la lucha por nuestra dignidad.