Es imposible hablar de tarifas sin contextualizar. Las tarifas son, junto con los salarios y el tipo de cambio, uno de los tres principales precios relativos de la economía. Desde el punto de vista macroeconómico los precios relativos son variables distributivas que, en tanto afectan a todos los restantes precios, son también los determinantes principales de la inflación.
Desde sus inicios el gobierno la Alianza Cambiemos se propuso el cambio de todos los precios relativos. A ello apuntaron las cuatro principales medidas estructurales impulsadas en el primer año: la devaluación de la moneda, la baja de salarios, el reendeudamiento con el exterior y el acelerado regreso a la dolarización de las tarifas de los servicios públicos, incluidos los combustibles. Si se ponen a un lado las medidas derivadas, estos fueron los principales ejes en torno a los cuales se articuló el conjunto de la política económica y los que se encuentran en la raíz del cambio de modelo y del shock económico provocado, medidas cuyos efectos se sostendrán en el largo plazo.
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Las cuatro medidas sintetizan, además, la filosofía cambiemita. Si se beneficia al capital con mejoras cambiarias, menores salarios, quitas de impuestos y aranceles, más transferencias a las empresas energéticas y proveedoras de servicios públicos en general, todo irá mejor para el conjunto de la economía. La idea podría resumirse en una máxima que ningún economista de la corriente principal o mainstream, la ortodoxia que se enseña en casi todas las universidades del mundo, pondría en duda: “lo que es bueno para las empresas es bueno para la economía”. Se trata de lo contrario de la razón populista que sostiene que: “lo que es bueno para los trabajadores es bueno para la economía”.
Acercando la lupa desde el mundo puro de la teoría –al margen de los ganadores y perdedores, es decir de la lucha de clases, local y global– lo que está detrás son dos visiones sobre el funcionamiento del sistema económico, la economía por el lado de la oferta, cuyo norte se concentra en la mejora inmediata de la rentabilidad del capital, y la economía por el lado de la demanda, que sostiene que son los buenos salarios los que tiran del carro de la demanda agregada y del crecimiento.
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Luego está la historia. Hasta comienzos de los años ’90, cuando las empresas de servicios públicos todavía eran estatales, los precios de los servicios, precisamente por su lugar en la distribución del ingreso y en la estructura de costos de producción, siempre fueron “precios políticos”, no determinados por el mercado, sino regulados por el Estado, interferidos por la política económica; por los impuestos y las transferencias. Ya avanzados los ‘90, con la privatización de las empresas proveedoras de servicios públicos, la regulación estatal no se abandonó por completo, pero las tarifas se dolarizaron en función de los costos de producción y, especialmente, bajo el parámetro de los precios internacionales. La regulación se mantuvo para, supuestamente, controlar los “monopolios naturales” que existen en la provisión (sería irracional, por ejemplo, que las redes de distribución eléctrica se superpongan para competir). Toda la teoría mainstream sobre finanzas públicas sólo admite o justifica la presencia de regulaciones en este tipo de casos paradigmáticos de problemas de competencia. Sin embargo, entre tanto universalismo teórico, vale recordar detalles como que las naftas que producía Repsol YPF en Argentina eran más baratas en Madrid que en Buenos Aires.
Producida la explosión de la convertibilidad a fines de 2001 y principios de 2002, con una multiplicación inicial por cuatro del precio del dólar, resultaba imposible sostener los contratos de tarifas de servicios públicos dolarizados y, en un contexto de crisis grave, se pesificaron. La situación fue impuesta por la urgencia de la debacle social y económica, lo que no evitó una multitud de juicios en el CIADI, el tribunal bombero del Banco Mundial para la resolución de controversias entre las multinacionales y los estados, una muestra de para quién está construido el orden global.
Ya en la poscrisis se mantuvo la pesificación de las tarifas. Su regulación comenzó a usarse en favor de los usuarios y teniendo como norte su impacto macroeconómico y su función redistributiva. Por ejemplo, fue un mecanismo de redistribución de la renta petrolera en favor de los consumidores en los tiempos de los súper precios internaciones (barril de crudo por encima de los 100 dólares).
Sobre el final de la primera década del siglo XXI, sin que pueda precisarse muy bien cómo sucedió, se pensó que tarifas completamente escindidas de los costos de producción, con la diferencia a cargo del déficit del sector público, eran una causa nacional y popular. El error dio lugar, en muchos casos, a tarifas absurdamente bajas, dato que después sería utilizado como argumento para la negación completa de las transferencias. Subsidios que, dicho sea de paso, no son una singularidad local, sino que existen y fuerte en todos los países desarrollados.
"Hacia 2015 existía un consenso generalizado de que “algo había que hacer” con las tarifas"
A partir de 2011, en tiempos de “sintonía fina”, el gobierno tomó consciencia de la necesidad de avanzar en un ajuste gradual de las tarifas. El país había perdido el autoabastecimiento de hidrocarburos, las importaciones empezaban a impactar en la cuenta corriente del balance de pagos y la conducción económica comenzaba a dejar atrás la dispersión en la toma de decisiones avanzando hacia una mayor planificación. Un poco tarde se advertía que la mejor forma de regular el sector era mediante la recuperación del control estatal de YPF.
Para una mirada ingenua desde el presente, lo que sucedió a partir de entonces resulta notable. El tercer gobierno kirchnerista intentó varias veces corregir parcialmente las tarifas y eliminar subsidios en forma gradual. Siguiendo el camino de las economías más desarrolladas, no se propuso la eliminación completa de los subsidios, sino su “rebalanceo” o redireccionamiento en beneficio de la producción y los sectores de menores recursos. El resultado inmediato fue que la potente oposición político-mediática comenzó a hablar de “tarifazo”. Y no sólo eso, parte de los aumentos decididos en 2014, por ejemplo, fueron frenados por el Poder Judicial.
Si se repasa la prensa de la época se encontrarán declaraciones asombrosas de muchos integrantes del actual oficialismo. Afirmaciones como que “el tarifazo de (Axel) Kicillof afectará a los sectores de menores recursos y generará inflación”. (Leyó bien, googlee y se sorprenderá con la multitud de declaraciones). También por entonces, quien sería el primer ministro de Economía de Mauricio Macri, Alfonso Prat-Gay se quejaba en Twitter de que los aumentos serían de entre el 100 y el 406 por ciento. Ya ministro explicaría en cambio que lo que en realidad había que mirar no eran los porcentajes sino las variaciones absolutas (“dos pizzas”). Pero más allá de los datos de color, la amnesia y la inconsistencia política, lo cierto es que hacia 2015 existía un consenso generalizado de que “algo había que hacer” con las tarifas, en principio dado su peso presupuestario, un dato menor, pero especialmente por el lugar de la energía como generadora de déficit externo, es decir por el impacto macroeconómico de las importaciones de energía.
"Los fuertes aumentos no se reducirán ni suspenderán, sino que podrán pagarse en cuotas y con sus respectivos intereses"
Apenas asumido el nuevo gobierno se propuso una política de shock: la eliminación más o menos rápida de los subsidios y un regreso a la dolarización de las tarifas. Sólo a modo de ejemplo, las naftas ya tienen precio internacional y, desde diciembre de 2015 hasta el presente abril, las tarifas de gas natural subieron entre 400 y 900 por ciento y las de electricidad entre el 800 y el 2300 por ciento, en ambos casos para el Área Metropolitana de Buenos Aires. Si hay un ministerio que no aplicó “gradualismo” fue el de Energía que conduce el ex Shell Juan José Aranguren. La única excepción a la suba constante y permanente de los servicios fue la impasse electoral previa a octubre de 2017, cuando se pospusieron los pagos de los incrementos para después de las elecciones. Algo similar a las novedades que se conocieron esta semana producto de una presunta interna en la Alianza gobernante: los fuertes aumentos no se reducirán ni suspenderán, sino que podrán pagarse en cuotas y con sus respectivos intereses, con línea para quejas de facturación en la provincia de Buenos Aires y con un llamado presidencial al ahorro energético.
Los argumentos esgrimidos por Cambiemos para legitimar las inmensas transferencia de recursos a las empresas hidrocarburíferas y energéticas fueron principalmente tres. Primero incrementar las inversiones para aumentar la producción, importar menos y salir del déficit energético externo, segundo superar la supuesta crisis de la infraestructura sectorial y tercero bajar el déficit fiscal. A más de dos años del cambio de régimen el resultado fue la caída de las inversiones y de la producción, la suba del déficit energético externo y el aumento de los cortes de suministro por fallas en la infraestructura. En materia fiscal, el tenue ahorro producido en materia de subsidios –ya que al mismo tiempo se aumentaron costos– no alcanzó a compensar las bajas de impuestos y, especialmente, el constante aumento del pago de intereses de deuda.
El resultado neto de la política energética, entonces, fue la caída de la inversión y de la producción y el aumento del déficit. En 2011 se invertían en el sector unos 5.000 millones de dólares anuales, en 2015 8.000 y en 2017 6.000 millones, siempre en moneda dura y redondeando. El déficit de la balanza energética, mientras tanto fue de casi 2.600 millones de dólares en 2016 y de 3.200 millones en 2017. En los dos primeros años de la nueva administración la producción de petróleo cayó el 10 por ciento, con retracción en todas las cuencas, y a pesar del aumento del 55 por ciento registrado en el barril WTI. En gas hubo una caída del 1 por ciento en 2017, aunque luego de un crecimiento del 4,9 en 2016, fundamentalmente debido al impulso de un solo yacimiento en Tierra del Fuego, aunque también con un leve aporte de la cuenca neuquina.
Mientras tanto ahora las tarifas se pagan a precio internacional, lo que supone un aumento de su peso en la canasta salarial y el consecuente recorte de los gastos destinados al resto de los consumos. De acuerdo a un reciente documento de Cifra-CTA el peso promedio de las tarifas de electricidad y gas en los ingresos promedio de los trabajadores pasó del 2,7 por ciento en diciembre de 2015 al 14,5 en el presente, y ello sin contar los restantes servicios como agua o transporte.
Nótese que los efectos macroeconómicos de la nueva política son múltiples, desde el impacto inflacionario al déficit externo y la caída del consumo, al tiempo que se profundiza el deterioro del sistema energético. Y siempre sin detenerse en ganadores y perdedores, como es el caso del creciente peso en el downstream (refinación y distribución) de la firma anglo holandesa que conduce de hecho la política energética.-