Los pañuelos, lo imperdonable

16 de diciembre, 2019 | 14.10

Mi día transcurre con esta escena: un presidente elegido por voto popular se anima a decir en público, firme pero sin estridencias, que hay ciertas cosas, ciertos gestos, dicciones y modulaciones que a partir de ahora rozarán el límite de lo imperdonable. Que hay líneas rojas que, si se cruzan o se habilita su constante banalización pública, la vida y el ejercicio democrático corren serio peligro. Porque cualquier ser humano, cualquiera de nosotros, puede ser discriminado por lo que es, por lo que hace, por lo que piensa. Y esa discriminación debe volverse imperdonable, subrayó. Que iniciado el camino de la aceptación y de la naturalización de eso que llamó imperdonable, todes estamos en peligro. Que lo estuvimos, lo estamos y lo estaremos si olvidamos esta advertencia.   

Dijo el presidente, o al menos eso me pareció escuchar, que hay límites, que hay cuerpos, sensibilidades, modos de estar, de vivir y de vincularnos, a ser abrazados, acogidos y protegidos. Mientras, su hije aparecía sonriente frente a las cámaras con el pañuelo  LGTBIQ+, asomando desde el bolsillo de su blazer azul. Otra vez un pañuelo como promesa de un nosotres más solidario y hospitalario. El pañuelo, los pañuelos, blancos, verdes y ahora también multicolores, han sido y son parte de nuestra educación política y sentimental. Símbolos y objetos que recuperan y reenvían, visibilizan y presentifican con intensidad todo un hilado paciente de historias, una memoria múltiple de disidencias, de luchas, de inconformidades, de desolaciones y de vidas y proyectos que quedaron en el camino. De cuerpos y deseos anómalos, que pueblan y ocupan suelo y subsuelo de nuestro campo social. Pulsiones, insistencias, obstinaciones que dijeron una y otra vez presente, que se mezclaron y doblaron sus rechazos hasta quedar al borde del agotamiento. Que dijeron, dijimos, hasta acá, esto no se aguanta más, como un grito lanzado desde la raíz de nuestros nervios. Una especie de conjuro contra el aroma pestilente y totalitario que nos atravesó durante estos últimos cuatro años. Estuvimos ahí, a la intemperie, y casi la quedamos –pero una vez más dijimos no: hay paisajes que son insoportables. Ciertos pasajes que son imperdonables.

Marchamos contra la reforma previsional; por la reincorporación de todes les despedides, contra el 2x1 negacionista; contra la xenofobia instilada desde arriba; por Santiago Maldonado y Rafael Nahuel; contra la impunidad y la violencia institucional; contra los femicidios y el odio sexista; por el aborto, legal, seguro y gratuito y la definitiva separación de la Iglesia del Estado; por el cupo laboral trans; contra el chocobarismo punitivo, racista y asesino; contra la indolencia y los silencios cómplices; por el cierre urgente de los manicomios y la aplicación sin dilaciones de la Ley Nacional de Salud Mental… la ampliación al infinito de los campos de batalla nos encontró, nos puso en riesgo, nos hizo sudar juntes y también aprender a extremar nuestros cuidados. Nos hizo reinventar espacios, buscar aire para nuestras existencias lastimadas, discutir todo con alevosía. Estas patrias menores, sublevadas a puro aliento, mediante tentativas muchas veces dispersas y desordenadas, fueron y son esa zona de contacto y abrigo, contra la oscura pasión por lo recto, por lo ordenado, lo seguro y lo adecuado, que atraviesa al llamado “país normal”. Pasión que intentó permear y colonizar con enorme virulencia todos los estamentos del estado, de la sociedad, de los discursos públicos, la carne de los deseos y de las vidas concretas.

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Muches nos sentimos, luego de atravesar este desierto agobiante, tan cansades como expectantes. El pañuelo de Estanislao / Dhyzy, acoplado a las palabras serenas y sin artificios de su papá, hoy Presidente; la Plaza de Mayo desenrejada y abierta al flujo de los cuerpos, de sus encuentros y caprichos, podrían ser quizás nuestras estampitas de futuro, si no cejamos en mantener viva esa inquietud por un querer vivir-juntes radicalmente democrático, entre los torbellinos e incertidumbres propias de lo común. Vida o árbol de múltiples ramas y raíces,  desde el cual, como estampó alguna vez Mirta Rosenberg, fluya más libre nuestra savia.