La emergencia y el futuro

La crisis por el coronavirus parece reafirmar la necesidad de un Estado fuerte que proteja a la comunidad. 

22 de marzo, 2020 | 00.05

De la responsabilidad colectiva depende todo. El Estado es el que coordina el esfuerzo. Los ciudadanos y ciudadanos deben seguir las orientaciones gubernamentales. La medicina pública al frente, las fuerzas armadas y de seguridad se movilizan para proteger a la población. La clave es la voluntad unida del pueblo. Es necesario impulsar la producción y el consumo. ¿De dónde surgió semejante consenso en la Argentina? ¿De dónde, después de haberse cultivado desde el poder durante cuatro años la concepción más individualista, competitiva y consumista que pueda ser pensada? Parece que esa Argentina, la de antes del último 10 de diciembre no existiera más. Ese día cambió el signo político del gobierno, pero eso parece secundario a la hora de pensar las causas de semejante viraje porque hasta la alianza hasta allí gobernante adhiere  intensamente al “nuevo punto de vista”. 

Claro que en esa descripción hay un fuerte componente irónico: nadie cree en esos cambios tan súbitos y espectaculares y menos aún que esos cambios abarquen a los grandes colectivos humanos potentes e intensos que disputan el poder en la Argentina. Sin embargo la ironía no equivale a reducir todo a la farsa, al acomodamiento oportunista al estado de ánimo predominante. En política la simulación tiene una característica particular: el que se pone una máscara y camina con ella públicamente es esa máscara todo el tiempo que la use. Por antiguas conciencias, por miedo, por oportunismo, por lo que sea, ese rostro –real o no-, la intervención del Estado, el respeto por lo público, la idea de que la salvación no puede ser individual, la sensación de formar parte de una comunidad política es hoy un sentido común predominante. Claro que con todas las excepciones y las contradicciones que se albergan en su interior: hay muchos argentinos y argentinas que en los hechos siguen creyendo que la mejor manera de vivir en un país es que el estado no te moleste, que los meritorios ganen la competencia y los perdedores vivan como puedan. Y que no se perturbe nuestro automatismo consumista aun cuando la vida pueda estar en juego. Pero ese punto de vista no forma parte de la corriente principal. Es como en la época inmediatamente posterior a la caída de la última dictadura: escuchando el repudio abrumadoramente mayoritario por la experiencia del terrorismo de estado era difícil explicarse cómo tanta gente vivió “normalmente” la dictadura, cuántos la aceptaron y hasta la festejaron. Pero así es la experiencia de los pueblos: los silencios incómodos son formas de reconocer que es otro el clima que recorre las calles.

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Este cambio de época tiene a su alrededor una realidad muy amarga. Hoy la pandemia no equivale a una “posguerra” como se escucha decir; la guerra todavía no ocurrió. Nadie puede predecir con certeza cómo será la Argentina después de alcanzar la ansiada normalidad sanitaria. Pero es inevitable pensar que habremos sufrido mucho y estaremos más débiles en términos económicos, tanto el Estado como los ciudadanos, excluido el puñado que nunca pierde ninguna guerra. La especulación sobre cuál es el “país que viene” es inevitable. Aunque también es abstracta: nadie sabe cómo nos irá colectivamente en este esfuerzo por reducir los daños de la catástrofe. Y de eso depende también “lo que vendrá”. El país y el mundo no serán iguales después del coronavirus, pero cómo serán depende totalmente del modo en que atravesemos esta dura transición.

Pero aún en esa indeterminación cabe meterse y profundizar las preguntas que han quedado abiertas. ¿Es viable un país que enajena su salud, su educación, sus servicios públicos, su infraestructura y las deja en manos de la anarquía del mercado? ¿Puede reconstruirse un país medianamente digno de ser vivido sin una política de soberanía frente al mundo, que privilegie las relaciones con los países dispuestos a establecer relaciones mutuas de respeto? ¿Puede quedar abierta la alternativa de proclamar nuestra “pertenencia al mundo”, nuestra condición de “supermercado del mundo” y de confiar nuestro futuro a ser “queridos” y “respetados” por “el mundo” para que se derramen las inversiones extranjeras en nuestro territorio y eso sea una fuente posible de nuestro desarrollo?

En el mundo hoy se ha vuelto a abrir la senda de una discusión sobre el capitalismo. ¿Es fatal y definitiva su forma rentística, intensamente concentrada en un puñado de fortunas, desregulada y conducida por las grandes corporaciones y no por las autoridades legalmente elegidas? El aparato financiero ha arribado a otra circunstancia de extrema fragilidad, doce años después de la crisis de las hipotecas sub-prime (en aquel momento no hubo pandemia a la cual acusar del desmadre). Y es oportuna la referencia a aquella crisis porque también entonces surgieron voces, incluidas las de sectores del establishment político de los países más poderosos, que durante un breve período sostuvieron en el G20 y en otras instancias que había que salir del capitalismo de casino e incorporar normas y regulaciones estatales para su funcionamiento. Rápidamente los poderosos del capitalismo financiero impusieron la continuidad de lo mismo que llevó a aquel otro dramático momento mundial; ninguno de los responsables del crac –salvo algún perejil- pagó con su libertad ni su patrimonio la conducta antisocial y criminal que llevó a esa crisis. 

Los argentinos y argentinas vivimos esta dura experiencia poco tiempo después de haber decidido salir de la catastrófica experiencia neoliberal. Y es muy saludable que la política se haya encolumnado en la lucha por defender la vida y la salud del pueblo; eso le da fortaleza al dispositivo adoptado para enfrentar la emergencia. No puede creerse, sin embargo, que el bloque social beneficiado en nuestro país por la maquinaria del macrismo haya adoptado un proyecto de país democrático e inclusivo. Todo indica que el gobierno habrá de actuar en la emergencia con dos propósitos muy bien articulados entre sí: el de atravesar de la manera más digna y con el menor costo humano posible de la pandemia y el de emprender, desde las necesidades que provoca la crisis sanitaria, el rumbo de la plena recuperación del control de las palancas indispensables para darle a Argentina un destino orientado por los valores de la igualdad, el desarrollo económico y la autodeterminación nacional. Esa fue la promesa electoral; las circunstancias han acelerado la necesidad y permitido la creación de condiciones políticas para avanzar en esa dirección.