El gobierno fallido de Mauricio Macri está terminando. Lo hace de la peor manera imaginada, con un default y una corrida cambiaria y financiera cuyo límite todavía se desconoce. El vértigo se desató la noche del 11 de agosto, cuando la sociedad le dijo basta al ajuste interminable, pero recién empieza.
La población asalariada observa incrédula como día a día, con la suba imparable del precio del dólar, se diluyen sus ingresos. El numerito de las pantallas sube minuto a minuto, hora tras hora, como un cronómetro que nadie detiene. Pero no es sólo un número. Sus efectos son devastadores. El primer impacto son los precios, las compras cotidianas. La plata ya no alcanza para lo que alcanzaba ayer y muchos consumos habituales comienzan a ser prohibitivos. Para algunos, significa apenas cambiar de hábitos, para otros consumir menos, para millones es recortar lo que se come o pasar hambre. Hay personas que mueren, aunque nadie las escuche. Es una angustia que los CEOs cambiemitas desconocen por completo, aunque el presidente ensaye ante las cámaras una empatía fingida, impostada como cada una de sus frases hechas, coacheada por los cada vez más estériles expertos en marketing político.
La mayoría compra menos, las ventas caen, la economía se frena. Las empresas ya no pueden pagar todos los sueldos y se deteriora el mercado de trabajo. No se trata sólo de un número que sube para unos billetes que la mayoría nunca va a comprar, es la puesta en marcha de la rueda de la recesión y el deterioro económico. Y es inexorable. Es lo que se profundizará en los próximos meses. Es mucho dolor, con vidas, proyectos y sueños que se ponen en pausa o se abortan.
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Muchos miran impávidos. No lo pueden creer. Son los que siguieron los cantos de sirena de la pobreza cero, de la eliminación del impuesto a las Ganancias, de que bajar la inflación era muy fácil, del “se embarazan por un plan” y la plata de los planes se va “por la canaleta del juego y de la droga”. Los que hasta ayer decían “se robaron todo”. Son los que empoderaron a un grupete de niños bien llenos de dogmatismos, antiperonismo cerril y dosis variadas de aporofobia y que desde diciembre de 2015 solo mostraron su completa incapacidad para conducir el aparato de Estado.
Para quienes miran de afuera es un mundo extraño. El gobierno de Macri y la alta burguesía se cae a pedazos, pero muchos siguen preguntándose si el fracaso fue por ineptitud o un brillante plan de negocios. Si son inútiles para gestionar o si “se la están llevando en pala”. Sorprende que la pregunta dure cuatro años, pero al final del camino no alcanza con repetir “todos roban” o “todos los políticos son iguales”. No, con unos hay crecimiento y con otros recesión, con unos control de crisis y con otros descontrol de las variables. Incluso en sus propios términos la administración macrista es una sucesión de malas decisiones de política económica. Hablamos de objetivos que se proponen y no se consiguen, cuestiones simples y nada declamativas como, por ejemplo, estabilizar las variables macroeconómicas.
Con el gobierno terminado y los resultados a la vista ya no hay secretos. El único plan económico del macrismo fue desregular la circulación de capitales y mercancías y tomar deuda a la espera de que las señales “amistosas con los mercados” generen la lluvia de inversiones. No sucedió no por una desgracia del destino, sino porque sus fundamentos teóricos estaban mal. A ello se sumó el omnipresente dogmatismo. Soltaban los precios básicos de la economía, aumentaban el dólar y las tarifas y, en consecuencia, subían todos los precios, pero el presidente del Banco Central de entonces, Federico Sturzenegger, seguía con la zoncera del equilibrio general y repetía que la suba de tarifas se confrontaría en los presupuestos familiares con la caída de la demanda de otros bienes y por los tanto, su efecto inflacionario sería nulo. Es apenas un ejemplo, pero refleja el funcionamiento básico del cerebro cambiemita. Nunca existió la menor flexibilidad para adaptarse a las señales que enviaba la realidad. Finalmente, todo funcionó como un reloj y el resultado fue el absolutamente predecible no por los poseedores de la bola de cristal, sino para cualquiera que conociese el funcionamiento básico de las variables macro. La economía “tiró” mientras se pudo seguir tomando deuda. Cuando la deuda se cortó se fue corriendo al FMI y desde entonces sólo quedó el camino del círculo vicioso del ajuste permanente. No es un fenómeno nuevo. Su carácter imperdonable reside en que ya sucedió demasiadas veces en la historia local.
Pero no hace falta ir para atrás, otra muestra de desatino dogmático es el presente. Cuando asumió Hernán Lacunza se advirtió que detrás de los componentes políticos de su mensaje existía un diagnóstico correcto. A un gobierno terminado sólo le quedaba una tarea: concentrarse en estabilizar el precio del dólar para estabilizar la economía hasta el cambio de gobierno. El cimbronazo cambiario, con un salto hasta el escalón de los 60 pesos por unidad, ya se había producido por los desmanejos post PASO. Se trataba solamente de parar la corrida. Pero en vez de apostar a los mecanismos conocidos y ya probados por la ciencia, una decidida intervención del Banco Central en el mercado cambiario combinada con control de capitales, se volvió a apostar a la vaguedad de que el anuncio político alcanzaría para “recuperar la confianza”. La acción fue esperar a ver la reacción de los mercados. La calma duró unas pocas horas. La imposibilidad de refinanciar vencimientos de deuda precipitó esta semana el anuncio de una reprogramación unilateral de pagos, o sea un default de la deuda pública. Y lo más increíble, también se defaultearon vencimientos en pesos, que a diferencia de los dólares no son escasos para el Estado. Otra vez se optó por el dogmatismo extremo aun a costa de lo mucho más gravoso que sucederá, la afectación de la cadena de pagos.
Como era de esperar, el default no significó un alivio para los mercados. Tampoco se utilizó, como se esperaba tras el anuncio, para aumentar el poder de fuego del Central, que siguió rematando reservas en dosis homeopáticas para la hora. El resultado fue que la corrida se profundizó, pero además se sumó un innecesario pánico bancario, con ahorristas haciendo cola para retirar sus depósitos. Solamente el viernes último las reservas internacionales se contrajeron en 2000 millones de dólares y tras el cierre de los mercados el dólar escaló a los 65 pesos. El problema de postergar decisiones inevitables es que se termina corriendo detrás de los acontecimientos. Las decisiones deben tomarse igual, pero tarde y mal. Lo que sucederá esta semana en los mercados es más impredecible que nunca. Si no fuese por la impericia tantas veces demostrada podría creerse que la voluntad oficial es dejar tierra arrasada.