Escenas contemporáneas de la lucha de clases

23 de septiembre, 2018 | 06.00

Usted no lo sabe lector, quizá porque carezca de un doctorado en alguna universidad estadounidense, pero que el dólar “baje” a 38 pesos cuando hace apenas un mes rondaba los 30 y en mayo los 20 es el signo del comienzo de una nueva estabilidad. “Ahora sí”, dice Mauricio Macri, de acá en más todo irá mejor, comenzará a bajar la inflación y prontito, acota la maldormida Gabriela Michetti, aparecerá la luz al final del túnel. Hay que tener paciencia porque la herencia recibida fue muy pesada y apenas transcurrieron casi tres años del cambio de gobierno. Volverá el segundo semestre y acá no pasó nada, aunque el diablo, dicen, se esconda en los detalles. Detalles como una relación deuda-producto que pronto pasará la barrera del 100 por ciento (111 a fin de año según el Observatorio de la Deuda de la UMET) profundizando al extremo la dependencia del ingreso de divisas del exterior, o como el regreso de la desocupación a los dos dígitos, ya que el 9,6 medido por el Indec para el segundo trimestre es apenas un punto de partida del segundo shock económico del macrismo, una foto que ya quedó vieja.

El aumento del desempleo no significa solamente más desempleados. Se trata de esos números que expresan mucho más que una simple magnitud. Cuando la suba del desempleo se vuelve tendencial significa que se están produciendo cambios sociales y productivos más profundos. Sucede porque se destruye la industria y el aparato productivo se concentra en la explotación de recursos naturales y algunas pocas commodities industriales, es decir en sectores con baja capacidad para generar nuevos puestos de trabajo “de calidad”. Por eso los nuevos empleos que se generan son más precarizados, aumenta el cuentapropismo y el trabajo en negro, a la vez que se destruye el empleo formal.

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Pero el problema no es sólo para los nuevos desempleados o precarizados. En el camino pierden todos los trabajadores porque también cae el salario. Hasta antes del último shock devaluatorio de fines de agosto el poder adquisitivo del salario promedio había perdido el 12 por ciento, una caída que antes de fin de año podría llegar al 20. Esta baja generalizada de ingresos salariales, de la que el gobierno se jactó ante inversores internacionales, también tiene el efecto de empujar a muchas personas inactivas al mercado laboral, pues urge complementar los ingresos familiares para llegar a fin de mes. Es el peor de los mundos.

Se observan entonces tres fenómenos: cambios en la producción, en la distribución del ingreso y en las relaciones de poder entre trabajadores y empleadores. Dicho de manera rápida: aparece un nuevo cuadro de ganadores y perdedores en la “lucha de clases”, una categoría sociológica que el aparato comunicacional del capitalismo estigmatiza desde hace por lo menos un siglo, pero que conserva su gran poder explicativo de la dinámica social. La Alianza Cambiemos es un gobierno de clase y la clase que representa está ganando por goleada. Los resultados no son precisamente inesperados.

El aumento de la desocupación junto a la caída de los ingresos de los ocupados da lugar también a otros fenómenos con efectos sociales contradictorios: por un lado el aumento de la conflictividad social, por otro la aparición del miedo. Como enseñaron los años ’90 para el caso argentino, el deterioro del mercado de trabajo puede funcionar como una gran herramienta de disciplinamiento social. En términos sistémicos disminuye el poder de negociación de los trabajadores, el poder relativo de sus organizaciones, pero en términos individuales irrumpe el miedo a perder el trabajo que ya se tiene, lo que en un contexto de elevado desempleo significa la posibilidad de quedar excluido del sistema. El desempoderamiento es doble, ocurre en la puja distributiva entre el trabajo y el capital, pero también en la psiquis del trabajador.

La pregunta hacia adelante es por la sostenibilidad social del modelo de Cambiemos. O dicho de otra manera, por si las herramientas de disciplinamiento alcanzarán para contrarrestar el aumento de la conflictividad. Esta semana se verá en las calles la manifestación de una nueva configuración del mapa sindical en el que los acuerdistas comienzan a ser minoría empujados por el descontento de sus bases. Mientras tanto, desesperado por la búsqueda de buenas noticias, el aparato comunicacional oficialista cree que las señales de nuevos aportes de dólares del FMI alcanzarán para consolidar como una nueva normalidad económica el guadañazo a los salarios provocado a fines de agosto.

La realidad es bien distinta. La nueva caída de ingresos no conducirá a ninguna normalidad. La nueva baja del consumo sumada a la profundización de la poda del gasto, producto de haber delegado la conducción económica en un organismo extranjero, deprimirá todavía más la demanda agregada y llevará la actividad económica al subsuelo agravando todos los indicadores sociales. Lo notable fue que las proyecciones de caída económica se presentaron en el Congreso como un hecho natural y que el propio ministro de Hacienda reivindicara la continuidad de las políticas que condujeron a la actual situación sin que ello signifique un escándalo. En la reunión de comisión de Diputados en las que comenzó a discutirse el Presupuesto 2019 lo único que tuvo para decir Nicolás Dujovne fueron ideologismos. “Lo que nosotros hacemos es normal”, sostuvo, entendiendo por normalidad la continuidad de las aperturas irrestrictas en los mercados de capitales y mercancías. También volvió sobre la cantinela de que el presunto gran logro del gobierno fue “haber evitado ser Venezuela”, contrafáctico bastante alejado de los números, y que el gran problema del déficit estaba en el sistema previsional, otro adelanto de los próximos pasos.