Con más de 408 muertes por millón de habitantes, España es al día de hoy el segundo país más afectado en el mundo por la pandemia del Covid-19. Mientras muchos denunciaban el calamitoso estado de su sistema de salud pública tras las políticas neoliberales de las administraciones anteriores, las medidas del actual gobierno de Pedro Sánchez parecían anunciar el final definitivo de la era de la austeridad. La coalición progresista entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Unidas Podemos, el partido de nueva izquierda liderado por Pablo Iglesias, anunció millones de euros de gastos sociales y una gestión de la crisis entre las más progresistas de Europa. Según sus primeros analistas, esta situación inauguraría un cambio en la corriente de los tiempos: al resaltar los errores del capitalismo neoliberal, la crisis del coronavirus nos llevaría inexorablemente hacia el triunfo de una nueva hegemonía progresista. Como era de esperarse, la oposición no tardó en hacerse oír para frustrar estas profecías. En un momento en que la mentira y la calumnia se convierten en armas de guerra, las derechas españolas no tienen intención de rendirse sin luchar.
España después del 2008, bastión de la hegemonía neoliberal
En España como en el resto de Europa, las políticas de austeridad cuyos efectos se intentan reparar hoy remontan, por lo menos, al 2008. En ese momento, la escala de la crisis mundial tomó al mundo por sorpresa. Los bancos habían concedido préstamos arriesgados, que fueron asignados a mercados improductivos e inflaron los precios de los activos financieros. Fieles a la teoría económica ortodoxa, los responsables políticos europeos interpretaron erróneamente el papel de los déficits públicos, viéndolos cómo culpables de la crisis y no como productos de ella. La recesión económica redujo los ingresos fiscales y aumentó los gastos del Estado, a medida que el número de personas que dependían de la seguridad social aumentaba. Sin embargo, por cómo había sido diseñada, la Unión Europea prescribió la austeridad: siguió exigiendo un déficit presupuestario inferior al 3% del PIB y un coeficiente de deuda pública por debajo del umbral del 60%. Como resultado, los estabilizadores automáticos no funcionaron y los países europeos se vieron envueltos en una crisis cuya recuperación fue más lenta que en los Estados Unidos.
Recortes salariales, reducción del estado de bienestar, precarización del mercado laboral y rescate estatal de los bancos. España sufrió las consecuencias de esta receta: débil creación de empleos de muy mala calidad, deterioro de los servicios públicos, aumento de la desigualdad y de la pobreza, y un endeudamiento masivo que la austeridad no hizo más que agravar. Las privatizaciones iniciadas bajo los gobiernos del Partido Popular (PP) a principios de los 2000 se profundizaron y diversificaron tras la crisis financiera, lo que condujo al desmantelamiento gradual de los servicios públicos, y en particular de la salud. En este ámbito, España es el cuarto país de la OCDE que más redujo su inversión estatal: desde 2009, el sector de la sanidad sufrió 7.600 millones de euros (8.657 millones de USD) de recortes presupuestarios. Hoy en día, mientras que el gobierno español gasta 3.300 euros per cápita en salud, Alemania - por ejemplo - gasta casi 6.000 euros, 81% más. Como consecuencia de la degradación de la atención pública, el gasto en salud privada aumentó considerablemente en el mismo periodo (OCDE 2018).
La creciente privatización del acceso a la salud, acompañada de recortes presupuestarios en otros sectores como la educación, destruyó la confianza de los españoles en los bienes públicos y en la capacidad de acción del Estado. Después de la crisis, este desapego hacia lo público fue consolidándose en el imaginario social del país, dato que se comprueba al ver que el índice de satisfacción con el gobierno nacional pasó del 41,3% en 2004 al 11,7% en 2012, según la Encuesta Social Europea. Se cuestiona también la legitimidad de los impuestos, que de ser contribuciones individuales a los bienes públicos pasan a ser vistos como cargas inútiles para financiar un Estado ineficaz: en 2018, el 83,1% de los españoles no consideraba justos los impuestos recaudados en su país. Esta fragmentación individualista de la sociedad y la creciente aceptación de la austeridad como única opción viable arraigaron en el país la hegemonía neoliberal.
¿Hacia un nuevo sentido común progresista?
Sin embargo, la actual pandemia parece estar erosionando este consenso y su sentido común subyacente. El gobierno dirigido por Pedro Sánchez asumió el 13 de enero de 2020, menos de tres semanas antes de que el virus llegara a España. Ante el avance de los contagios y de las muertes, puso rápidamente en marcha medidas que iban en contra de los preceptos que regían los gobiernos anteriores. Entre los principales anuncios figuran la prohibición de los despidos, la instauración de un ingreso básico universal, el fin de todos los desalojos hasta seis meses después de que termine el estado de alarma, y la requisición de clínicas y hospitales privados para luchar contra la pandemia. Ante el impacto económico, el gobierno también declaró una moratoria en los alquileres y los pagos de hipotecas, así como la prohibición de cortar la electricidad, el agua y el gas a los hogares que ya no puedan pagarlos. Asimismo, se adoptaron una serie de medidas para proteger a las víctimas de la violencia de género y se anunciaron ayudas económicas para las personas más vulnerables. Los trabajadores por cuenta propia, los padres y madres de familias monoparentales, las personas sin hogar, los trabajadores domésticos y los empleados temporales se encuentran entre las poblaciones que recibirán apoyo.
Aplausos desde los balcones. Toda España parecía estar de acuerdo: los servicios públicos, la solidaridad fiscal y un Estado fuerte eran imprescindibles ante esta situación excepcional. "No podemos cometer los mismos errores que cometió el gobierno de Rajoy durante la crisis económica", dijo Pablo Iglesias en la televisión nacional. Ciertas cosas se volvían cada vez más evidentes, como que la deslocalización de las empresas nacionales significa tener que importar recursos esenciales y someter estas necesidades a los caprichos del mercado. Al ver que Alemania y Holanda se oponían al llamado por mayor solidaridad europea, el Estado nación se convertía de nuevo en el centro de gravedad político y en el último garante de la dignidad material de las personas. El contexto precipitaba la resignificación de los conceptos de Estado, de interés nacional, de servicios públicos, impuestos y bienes comunes - términos que, desde los gobiernos neoliberales de José María Aznar (PP), habían perdido su significado.
Muchos analistas desde la izquierda se apuraron para ver en esta crisis el golpe final al modelo institucional supraestatal consolidado desde Bretton Woods. Como los pseudo-marxistas verían por todas partes las señales precursoras de la revolución, vieron en ella el inevitable final del consenso neoliberal: el sentido común se habría deshecho por sí mismo, atrapado en sus contradicciones y fracasos manifiestos. Cuando publicó su libro Realismo capitalista en el 2009, Mark Fisher postuló que incluso en medio de la crisis de aquel entonces, era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin de la hegemonía neoliberal. Si damos credibilidad a los comentaristas actuales, parece ser que la segunda crisis es la vencida y que esta situación ofrece un terreno fértil para un “nuevo realismo”.
Estos análisis parecen ignorar que tal y como el progresismo tiene sus defensores, el orden establecido también tiene los suyos. Pensar que un cambio de paradigma es inevitable - además de sonar sospechosamente como el determinismo que llegó a anunciar el fin de la historia - no puede ser fructífero políticamente. Las crisis, los desastres y las pandemias sólo ofrecen una base para los discursos: el arraigo duradero de un nuevo sentido común sólo puede lograrse mediante una lucha política y cultural que aún falta emprender. Quienes deseen que la era posterior al coronavirus sea una oportunidad para construir sociedades más solidarias, unidas y respetuosas con el medio ambiente deberán formular el programa político para lograrlo y encontrar a la mayoría social que los apoye.
La oposición política y las elites económicas: unidas contra el cambio de paradigma
La oposición no tardó en hacerse oír, en un intento de imponer su receta para gestionar la pandemia y su propia versión del “después”. Ante semejante cataclismo, el debate era inevitable y nadie podría negar la utilidad democrática de las críticas constructivas. Pero mientras que en otros países estas discusiones ocurrieron sobre un fondo de colaboración, la derecha española emprendió una lucha implacable contra el gobierno en todos los frentes, apoyada por las elites económicas del país. Esta estrategia podría parecer sorprendente, viniendo de partidos cuyo nacionalismo habitual podría haber justificado un discurso de unidad. A la presidenta del grupo parlamentario de Vox, el partido español de extrema derecha, le hizo falta una verdadera gimnasia retórica para justificarla: según ella, su partido habría mostrado "absoluta lealtad" al gobierno, antes de que este cruce "una línea infranqueable". "Nuestra lealtad tenía un límite", resume, justificando en una frase una estrategia de intimidación que llegó hasta exigir la dimisión del Ejecutivo.
Las derechas españolas - Vox, el Partido Popular y, en menor medida, Ciudadanos - se apoderaron con estruendo del escenario político. Desde el comienzo de la crisis, han librado una verdadera lucha semántica para establecer paralelismos: entre el socialismo y el comunismo - apoyándose en muchas referencias a Venezuela -, entre el PSOE y un supuesto "genocidio" del pueblo español - resultado de lo que consideran una mala gestión de la pandemia. La estrategia consiste en asociar a los dirigentes con las palabras improvisación, frivolidad, fracaso y asesinato. El gobierno de Sánchez sería un sujeto político irresponsable al que sería imprudente confiar la gestión de una crisis.
Las elites económicas que se beneficiaron de las políticas neoliberales también se sienten amenazadas por la perspectiva de un cambio de paradigma. Durante los gobiernos anteriores, sectores como la industria farmacéutica, los bancos y las aerolíneas habían obtenido privilegios que les permitían pagar muy pocos impuestos en el país. Ante el aumento del gasto generado por la crisis y la necesidad de financiar la salud pública, estas concesiones fiscales están siendo cuestionadas y las empresas temen que su imagen se deteriore. Así empezaron las generosas donaciones al Estado español. En vez de pagar los impuestos que corresponden para financiar los servicios públicos, algunas de las mayores empresas españolas, como Inditex, El Corte Inglés y Mango, ya anunciaron que van a donar máscaras, camas de hospital o considerables sumas de dinero para financiar los gastos de salud.
Vox: una guerrilla de la extrema derecha
Del lado de la oposición política, la estrategia movilizada está cuidadosamente calibrada: el Partido Popular y Vox se dividieron los papeles. El PP se dirige al gobierno en un marco institucional, utilizando la Cámara de Diputados para teatralizar disputas parlamentarias y formular propuestas políticas. Entre otras cosas, le proponen acuerdos al PSOE para sembrar discordia dentro de la coalición gobernante y debilitar la posición de Unidas Podemos. Al mismo tiempo, la extrema derecha sigue una estrategia de guerrilla, atizando el odio para contrarrestar los avances de la socialdemocracia y debilitar al gobierno.
En épocas de quedarse en casa, Internet y las redes sociales se vuelven el mejor escenario para estas ofensivas. Vox reproduce cada vez más las estrategias de la “alt-right”, movimiento de extrema derecha que es posiblemente el mayor fenómeno político internacional de los últimos años. El partido español comparte sus rasgos demográficos e ideológicos: su comunicación está dirigida por jóvenes que tienen perfectamente integrados los códigos de las redes sociales, y se centra en mensajes “políticamente incorrectos” contra el establishment. En junio de 2019, el Comisario Europeo de Seguridad, Julian King, ya había denunciado que Vox empleaba campañas de desinformación y de “fake news" en las redes sociales. Desde el comienzo de la pandemia, estas prácticas se intensificaron y la desinformación, los rumores, los “bots” y los memes constituyen un arsenal no muy diferente al de Trump, Bolsonaro o Matteo Salvini.
Desde el punto de vista de los algoritmos, la estrategia desplegada por la alt-right en las redes sociales es extremadamente eficaz: la publicación de opiniones ofensivas y controvertidas genera respuestas y una mayor difusión de los mensajes. Esta metodología se basa en la experiencia de Steve Bannon, principal referente mediático del movimiento y asesor de muchos líderes populistas de derechas, incluyendo a Matteo Salvini en Italia. Según sus observaciones, al público no le interesa entender los hechos, sino que busca entretenerse con una narración de antagonismos, un cuento de "héroes" contra “villanos”, una estrategia que Vox ciertamente sabe cómo emplear. Como el resto de la alt-right, la extrema derecha española tiene a sus enemigos bien identificados: progresistas, feministas, pro-inmigración, independentistas y medios de comunicación dominantes.
Todas las medidas tomadas por el gobierno - desde el número de máscaras enviadas a las comunidades autónomas hasta la cantidad de dinero destinada a la compra de material sanitario - son criticadas, exageradas y luego viralizadas como noticias falsas. Entre las imágenes que circulaban, había una tétrica fotografía de la principal avenida de Madrid repleta de ataúdes. El fotógrafo original se apresuró a desmentirla, denunciando un fotomontaje que no había autorizado. Otras manipulaciones de imagen retomaron el formato de los boletines oficiales, intentando dar una apariencia creíble a las informaciones falsas. Cuando Whatsapp limitó su función de reenvío de contenidos -una medida de la empresa para evitar la difusión de mensajes políticos-, muchos usuarios también denunciaron una supuesta censura del gobierno. Efectivamente, las cadenas de mensajes están entre los principales medios para amplificar las fake news: algunas afirman, por ejemplo, que el partido socialista va a expropiar todas las residencias secundarias, que el gobierno está vigilando Whatsapp o que la televisión pública censura las imágenes de los ataúdes españoles.
Una red de actores desempeñan papeles bien definidos para contribuir a su difusión. A las cuentas oficiales de Vox se suman las de sus militantes, a quienes el partido transmite contenidos a través de un canal de Telegram. Tabloides como Okdiario y Periodista Digital luego transmiten las “fake news", publicando artículos sesgados con titulares amarillistas e incluso atacando la vida personal de los dirigentes. Los formadores de opinión, verdaderos "influencers" políticos a menudo vinculados a las elites económicas del país, dan visibilidad a sus palabras. Por último, los “bots" -cuentas falsas controladas por programas informáticos- son la pieza de resistencia de este organigrama. Se encargan de responder positivamente al contenido de los partidos de derechas, contribuyendo en particular a que sus campañas aparezcan entre las tendencias de Twitter. También publican, una y otra vez, los mismos mantras negativos bajo las publicaciones de sus oponentes.
Las virulentas estrategias de las derechas españolas no son los últimos espasmos de un viejo mundo moribundo, sino que ofrecen un panorama de la reacción violenta que pueden tener los defensores del orden establecido cuando éste se ve amenazado. La situación actual puede resaltar los fracasos del modelo neoliberal y regenerar redes de solidaridad que se habían perdido, facilitando las condiciones para recrear el acuerdo entre un “nosotros”. Sin embargo, para asentar una nueva hegemonía, las consecuencias de esta crisis van a requerir definir a los culpables, un “ellos”. En España, como en el resto del mundo, los defensores del progreso social deben desconfiar de los análisis demasiado proféticos: que pequen por fatalismo o por un optimismo excesivo, sólo pueden llevar las semillas de la desmovilización. Esta crisis sanitaria, social y económica puede hacer que las certezas tambaleen, pero su resultado sigue siendo incierto. Cuando se hagan los balances, los ganadores serán aquellos que logren imponer su narrativa de los hechos.