El presidente y la verdad política

02 de marzo, 2020 | 11.46

Los primeros párrafos del discurso presidencial ante la asamblea legislativa producen perplejidad. El presidente apela a la cuestión de la verdad en la discusión política. Se sabe que nuestro tiempo es un tiempo relativista: no hay una verdad única, todo es cuestión de la perspectiva desde la que se mira. Peor todavía, la pretensión de verdad manifiesta un designio totalitario, se pretende imponer una mirada única del mundo. Y así…  Pero la propuesta tiene una potencia inocultable. Y el tiempo en el que estamos los argentinos y argentinas es la crisis de ese relativismo que termina por no ser otra cosa que el ocultamiento sistemático de una verdad política inapelable: el país está otra vez en una situación agónica. Agónica en el sentido más original y profundo de la palabra agonía: en una pelea entre la descomposición y la vida. La mentira equivale a la muerte, a la frustración de la nación como comunidad política unida. 

Después Fernández da algunos números (podría haber estado todo el día dando números) que cifran nuestra brusca decadencia. No la decadencia del país que pudo ser Australia o Canadá en algún momento del siglo pasado, sino del país anterior al tercer huracán neoliberal, del país anterior al macrismo. Al país de ayer nomás, del año 2015. Un país que se recuperó de una de las crisis más profundas de su historia. Que recuperó derechos, que se relacionó dignamente con el mundo. Y que volvió a encontrarse con los límites históricos de un proyecto de independencia y justicia social, que tropezó con la restricción externa que es el nombre que los economistas más lúcidos le han puesto a nuestra situación de dependencia y al lugar hegemónico que tiene el dominio de las tierras más productivas y la centralidad del puerto de Buenos Aires en nuestra historia posterior a la organización nacional. Es interesante, a propósito, el lugar de enunciación en el que se coloca Fernández: no es el protagonista de los días más duros de la grieta, del tiempo de la ferocidad destituyente de los grupos dominantes contra el gobierno de Cristina. No formó parte del tiempo de los “programas partisanos” en la televisión pública y del escrache al “periodismo independiente”; claramente Alberto no tuvo nada que ver con la radicalización chavista ni con el populismo potencialmente autoritario –nombres que supo imponer la derecha a la pelea por resistir la destitución y hacer respetar la voluntad popular- Fue siempre un crítico de esa deriva, fue siempre un político razonable y moderado. Tiene autoridad para denunciar la grieta, para asegurar su fidelidad a la democracia liberal y al principio de la verdad política contra la práctica de la agitación y la propaganda, como él juzga los tiempos del antagonismo político más rico e influyente de las últimas décadas. Claramente no es el punto de vista del que esto escribe…

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La verdad que relata el presidente transpira evidencias estadísticas y revela la brutalidad de los tiempos de los que Argentina trata de salir, sin que nadie pueda asegurarle éxito en el intento. Hambre en los hogares más carenciados, desocupación en cascada, cierre de empresas, caída del producto bruto, inflación, recesión, endeudamiento sideral con enriquecimiento manifiesto de los funcionarios que lo ejecutaron , de la familia presidencial y sus amigos, manipulación de la justicia, utilización autoritaria de las fuerzas de seguridad, judicialización y servicialización de las tareas de persecución política que en otros tiempos ejecutaban los grupos de tareas: todo está ahí, a tiro de cualquiera que quiera sistematizar su conocimiento. Eso es verdad.

Claro que la verdad como registro de las cosas y de los hechos no alcanza para construir una política. Mucho menos en las dramáticas condiciones en que asume este gobierno. Nunca las potencias perdedoras de las grandes guerras lograron su recuperación sobre la exclusiva base de la verdad y de la justicia; no nos gusta reconocerlo pero es así. Y el discurso presidencial decide asumir políticamente la verdad, lo que no significa (o es de esperar que no signifique) la amnistía general para los responsables políticos del desastre. Por eso se presupone la existencia de fuerzas democráticas que ocasionalmente participaron en el proceso sin conciencia plena del destino que las políticas del macrismo tendrían inevitablemente. ¿Es eso una mentira política? ¿Sería mejor ir “hasta el hueso” y proceder de modo “revolucionario” a su exclusión de la vida pública? Aquí es cuando la lucha por la verdad tiene que mirar cara a cara la naturaleza específica de la política: la razón política obliga a hacerse cargo de las cuestiones que están planteadas del modo más prudente (no en el sentido vulgar de la palabra, sino en el que lo formulara Aristóteles). Una relación con la verdad que nos permita seguir viviendo juntos. 

Para (re) construir nuestra comunidad política los argentinos y argentinas tenemos, en primerísimo lugar, que reconocer la verdad dura de nuestra situación y la de las causas que nos llevaron hasta este lugar. No se puede conceder a la renovada sanata que dice que “el problema de la deuda es un problema de toda nuestra historia”. Esa es una mentira. Y de las más perversas. No porque Macri haya inventado el endeudamiento, sino porque Argentina se desendeudó, le pagó al FMI las deudas al contado y afrontó con dignidad nacional el conflicto jurídico con los fondos buitre, desde la asunción de Néstor Kirchner hasta el antinacional e inconstitucional avance del grupo de tareas neoliberal desde diciembre de 2015. A esa verdad no se puede renunciar. También están las verdades que señalan las limitaciones de la etapa histórica que va desde 2003 a 2015. Y ese es el capítulo que habilita a Alberto para encabezar esta parte de la historia. Por buenas o no tan buenas razones, el actual presidente no acompañó las políticas del kirchnerismo a partir del invierno de 2008. En este caso, la verdad subjetiva de las razones que lo llevaron a esa conducta no importa nada. Importa que hoy encarna una voluntad, una enorme energía popular para recuperar el país, para evitar su derrumbe más absoluto. 

La hoja de ruta enunciada por el presidente, y la práctica política de estos meses de gobierno pueden merecer diversos tipos de observaciones críticas. Pero es imposible negar que se trata de una oportunidad histórica para el país, surgida gracias al más alto nivel de creatividad política factible de alcanzar en estos tiempos. Eso fue la decisión de la fórmula presidencial. Eso es lo que permite la esperanza en circunstancias dramáticas. A contramano de las visiones fatalistas que dan por concretado el sueño imperial de la homogeneización conservadora de los países de la región, en línea con un supuesto avance global de la derecha. No es todavía una verdad política, pero es una promesa convocante.

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