El aniversario de la muerte de Alberto Nisman fue la ocasión para un nuevo despliegue de la maquinaria de la mentira y el odio en nuestro país. Súbitamente aparecieron nuevas “pruebas” y “certezas” sobre el “asesinato” del fiscal, crimen por el cual, obviamente, la principal acusada es Cristina Kirchner. Reaparecen los comandos iraníes y sus cómplices venezolanos, las frenéticas llamadas en la zona en la que vivía Nisman y, ante todo, la trama delictiva alrededor del encubrimiento del atentado a la AMIA. Esto último es particularmente estremecedor porque la idea de encubrimiento presupone que hay algo que se ha descubierto, y si de algo se encargaron los tribunales argentinos desde el horrible atentado es de asegurarse que nada se descubriera acerca de sus autores materiales e intelectuales. La supuesta investigación del crimen se redujo a la obsesión por satisfacer el libreto que escribieron los servicios de inteligencia de Estados Unidos e Israel, en consonancia con sus conveniencias geopolíticas; una de las primeras en denunciar el encubrimiento fue justamente la actual vicepresidenta. La ocasión del aniversario fue propicia, además, para la presentación en sociedad del núcleo duro de la oposición bolsonarista al actual gobierno, con Patricia Bullrich y Elisa Carrió a su cabeza, en el acto de homenaje del que desertaron las organizaciones que dicen representar a la comunidad judía en nuestro país.
El alboroto mediático-político tiene la virtud de adelantar lo que, según parece, será la estrategia del establishment frente al gobierno de Alberto Fernández. “Tenemos que superar el muro del rencor y del odio entre argentinos”, dijo Alberto Fernández en su primer discurso presidencial. ¿Fue un error por ingenuidad aquella apelación inaugural? Pensar la cuestión es un ejercicio interesante para intentar prever la etapa política que empezamos a recorrer los argentinos y las argentinas. El antagonismo ha generado una enorme pasionalidad colectiva entre nosotros, a la que la comunicación dominante le puso el nombre de grieta. Las palabras del presidente al respecto tienen un claro contenido político: el aislamiento de los sectores que promueven el odio y la intolerancia como razón política. Lejos de aquietar las aguas y decretar la muerte del antagonismo, la frase apela a la centralidad de la discusión específicamente política, propia de la democracia y el rechazo de la provocación, el rumor y la mentira como herramientas de ese conflicto. De lo que se trata es de disminuir el ruido y barrer la hojarasca para que claramente se destaque la existencia de dos proyectos para el futuro del país. Dos proyectos que no nacieron en las dos últimas décadas sino que tienen profundas raíces históricas y constituyen dos subculturas políticas claramente diferenciadas. Cada una de ellas tiene múltiples diferenciaciones internas, lo que precave de simplificaciones binarias, pero en los momentos de tensión como en los actuales tienden a polarizarse dramáticamente, tal como ilustró la última elección presidencial.
La evidente respuesta de la maquinaria mediática al planteo presidencial, lejos de ser una refutación a la supuesta ingenuidad presidencial, es una eficaz confirmación del sentido estratégico de esas palabras. La iracundia mediática de estas horas no sincroniza con el clima social predominante: una gran proporción de la sociedad vive hoy entre el alivio y la esperanza, aunque tal estado de ánimo pueda ser calificado como circunstancial ante la apertura de otra experiencia política. La mejor prueba de la existencia de ese clima es el comportamiento y la retórica de los sectores de la oposición que tienen responsabilidades institucionales y de gobierno, y no tienen necesidad ni la oportunidad de comportarse de modo incendiario. Sobre todo, porque advierten el enorme grado de responsabilidad que tiene la gestión macrista en la dramática situación social que vive el país.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
¿Quiénes son los que enervan hoy el clima político? Son los medios de comunicación dominantes, la corrupción judicial y los sectores de la inteligencia y las fuerzas de seguridad que tienen responsabilidades directas en los atropellos de estos años. También hay una base social enervada, pero su magnitud está lejos de corresponder con la de los votos que fueron a Macri en la elección de octubre. Dicho de otro modo, los que quieren vivir en democracia y en paz son la inmensa mayoría de los argentinos y argentinas. Es una mayoría que abarca incluso a sectores sólidamente afines a uno o a otro polo del antagonismo.
Los voceros del odio han puesto a circular todo tipo de especulaciones en torno de la relación entre Alberto y Cristina. El esquema de interpretación es que quienes siguen a Cristina son “radicalizados” y quienes siguen a Alberto son “moderados”. El Presidente es sometido a un examen sistemático y permanente acerca de la veracidad que tienen sus dichos en torno a la moderación; hoy predomina entre los voceros la opinión según la cual Alberto ha desistido de su discurso de campaña y se ha plegado a la visión del “cristinismo sectario”. Por supuesto que el objetivo de máxima de estos “análisis” es el de sembrar inquietud y desconfianza en el interior del Frente de Todos. Claro que la heterogeneidad es un rasgo del frente (si no, no merecería llamarse así) y que esa heterogeneidad tendría que alcanzar algún tipo de institucionalidad en su interior. Pero la cuestión principal es el acuerdo estratégico entre los dos líderes y eso tiene que ser silenciado y ocultado para facilitar la horadación del frente. La fórmula nacida con la publicación del video de Cristina el 18 de mayo último es el reconocimiento común de la necesidad de construir un nuevo punto de partida para un proyecto nacional, popular y democrático que entienda la amplitud política como un vector necesario para la profundidad de los cambios que se necesitan en el país. La apuesta es ensanchar la base social de apoyo para políticas redistributivas, de reparación social, recuperación productiva y saneamiento institucional. Alberto Fernández simboliza esta etapa nueva que hubiera sido inconcebible sin la experiencia de los gobiernos de Néstor y Cristina. La apuesta es aislar a los promotores sistemáticos del odio entre nosotros.