En los debates políticos y periodísticos suele contraponerse el populismo al liberalismo. Del primero suelde decirse que atenta contra los valores democráticos, mientras que el segundo sería su guardián. ¿Cuánto de cierto hay en esto último?
Es verdad que los primeros liberales se preocuparon por poner ciertos límites al poder de los monarcas. Y es también cierto que, como parte de esa preocupación, crearon dispositivos como la división de poderes, que efectivamente han funcionado en muchas ocasiones como un dique de defensa de las libertades frente a Estados con vocación autoritaria. Pero no es menos cierto que liberales como Montesquieu –a quien debemos la idea de la división de los poderes– en verdad estaban preocupados por proteger no a toda la sociedad, sino particularmente a lo que él llamaba los “cuerpos intermedios”, que no eran otra cosa que los parlamentos y otras instituciones representativas de la nobleza.
Cuando la sociedad del Antiguo régimen se derrumbó irremediablemente, el liberalismo de Tocqueville retomó la idea de los cuerpos intermedios, reformulándola en una teoría que enfatizaba la importancia de las “asociaciones” independientes en la defensa de la libertad. Pero nuevamente en este caso, Tocqueville estaba pensando en asociaciones que funcionaran como “cuerpos aristocráticos”, compuestas de industriales, comerciantes, quizás científicos y académicos: su función no era ampliar la democracia, sino mantenerla dentro de límites controlables. Una democracia de iguales, un gobierno de mayoría sin reaseguros para los privilegios de las minorías, era algo que Tocqueville más bien temía. Y no casualmente se interesó en el modelo de EEUU, cuyas instituciones fueron diseñadas por liberales –como los que escribieron en El Federalista– con el objetivo explícito de limitar la soberanía popular y mantener la democracia bajo control. Las libertades que la tradición liberal se preocupó por proteger fueron, así, las de los grupos aristocráticos, de notables o de propietarios. Quien se interese en estudiar esa tradición, encontrará poco y nada respecto de las libertades de los pobres o de las amenazas a la libertad que podrían derivar, precisamente, de la existencia de cuerpos y asociaciones que agrupen a los nobles, los propietarios o los notables, o sencillamente de las actividades económicas orientadas a la acumulación de capital.
La ambivalencia de los liberales respecto del poder ilimitado y sus ideas implícitas acerca del qué clase de personas eran merecedoras de los derechos que poseía el individuo abstracto, se manifiesta con toda claridad cuando nos movemos del escenario de los “civilizados” al de los “bárbaros”. Con escasísimas excepciones, los pensadores y políticos liberales aprobaron e incluso estimularon las aventuras coloniales e imperialistas, tanto en el siglo XIX como en el XX. John Stuart Mill, por caso, fue tan campeón de la “libertad” en casa como del dominio británico de sus colonias. John Locke, por su parte, no veía contradicción en defender la libertad individual y al mismo tiempo el tráfico de esclavos. La interminable saga de violencia ejercida contra las poblaciones no europeas por parte de gobiernos perfectamente liberales no fue habitualmente motivo de escándalo (tampoco lo es hoy). Entre los liberales de la periferia esta contradicción solió ser particularmente evidente; por mencionar un caso, Domingo F. Sarmiento, de ideas liberales de avanzada en muchos aspectos, ejerció él mismo formas de violencia y de negación de derechos básicos contra la población criolla que horrorizaron incluso a sus propios contemporáneos. Para él no cualquier persona calificaba para ser considerada uno de esos individuos que, según la doctrina que profesaba, estaban dotados de derechos inalienables.
Por todos los motivos anteriores, no es extraño que la relación entre la tradición liberal y la democracia haya sido bastante más conflictiva de lo que los liberales quieren recordar, especialmente en las periferias.
En general los liberales apoyaron formas de gobierno representativo (monárquico o republicano), pero eso no quiere decir que apoyaran la democracia. “Democracia” fue un concepto de sentido negativo para los liberales hasta, al menos, mediados del siglo XIX. Las corrientes republicanas que proponían el sufragio universal eran habitualmente sus enemigas políticas. Los liberales lo fueron aceptando a regañadientes y lentamente, cuando la realidad indicaba que era un hecho irreversible. “Democracia liberal” –el sistema limitado de ejercicio de la soberanía popular que hoy conocemos– era un oxímoron para un europeo de la primera mitad del siglo XIX. La democracia en el sentido de “gobierno del pueblo” nunca fue un ideal al que los pensadores liberales aspiraran: fue (y es) más bien un escenario temido. La democracia que esa tradición sí llegó a aceptar es la que se define mucho más modestamente, como un sistema para la selección periódica de algunos funcionarios estatales con atribuciones limitadas. Pero incluso así, la tolerancia de los gobiernos democráticamente elegidos siempre queda supeditada a que sus políticas coincidan con el ideal abstracto de “buen gobierno” que los liberales tienen en mente.
Típicamente, un pensador señero de los liberales actuales como Friedrich Hayek se ocupó de distinguir dos formas de democracia (como había hecho antes que él Tocqueville), una “limitada” (buena) y una temible (“ilimitada”). Aunque retóricamente su compromiso con la primera era firme, en los hechos estuvo perfectamente dispuesto a recomendar y apoyar lo que él mismo llamó en 1981 una “dictadura liberal”, si la alternativa era “un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente”. La afirmación era en referencia al régimen de Augusto Pinochet, al que Hayek defendió efusivamente en varias ocasiones (incluso organizó en Chile una reunión de la Mont Pelerin Society que agrupaba a los más prominentes liberales de la época). No fue el único gobierno dictatorial al que Hayek respaldó, y verdaderamente sería interminable la lista de los regímenes y medidas autoritarios que pensadores y políticos liberales apoyaron. Nuestro país tiene antecedentes abundantes al respecto.