Por Sergio Federovisky
Especial para "El Destape"
Director de la consultora "Ambiente y medio" (www.ambienteymedio.com.ar)
Especial para "El Destape"
Director de la consultora "Ambiente y medio" (www.ambienteymedio.com.ar)
Una inundación no es una calamidad natural. "No puedo evitar la crecida de un rio o hacer que pare la lluvia", dijo en estos días un funcionario, como si se tratarse de un hecho impredecible y ante el cual solo pudiera encomendarse a Dios. Los ríos crecen y la lluvia cae desde que el mundo es mundo. Hace ya cien años Florentino Ameghino explicaba la alternancia entre sequías e inundaciones en la Pampa deprimida y ofrecía soluciones asociadas al manejo del agua (retenerla cuando se encuentra en exceso y liberarla cuando falta).
El cambio climático existe. Y sus efectos se comprueban: las lluvias caen más copiosas. Pero si observamos que desde 1985 hasta hoy hubo 33 episodios graves de inundación en el área metropolitana de Buenos Aires, la pregunta es qué ha hecho el Estado para adaptar a la sociedad a la nueva situación.
Una inundación no es un hecho natural. Es un desastre en tanto fenómeno social: es lo que detona un evento climático y cuya gravedad está determinada por el grado de vulnerabilidad de la población.
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Las crecidas, justamente por esa vulnerabilidad creciente, tienen cada vez más violencia, lo que es consecuencia directa de políticas equivocadas, cuando no inconscientes o venales, respecto del manejo del territorio y el riesgo hídrico.
Ante un episodio climático queda al desnudo el proceso social que opera en un ambiente determinado. Si el medio ambiente es el resultado de la interacción entre la sociedad y el medio natural, una inundación es la expresión de las anomalías con que esa interacción se fue consolidando. De ahí que la gente "descubra" que ahora se inundan lugares que antes no se inundaban, no porque llueva más sino porque la alteración provoca daños irreversibles.
La cuenca del río Luján es un claro ejemplo. El cóctel que conduce a inundaciones recurrentes (incluso cuando no llueve) contiene, entre otras maravillas, más de noventa canales clandestinos que sacan agua de los campos anegados hacia el arroyo más próximo; barrios (privados o no) asentados sobre antiguos humedales que antes funcionaban como esponjas de retención de agua; loteos sobre los valles de inundación de los arroyos y ríos; obras tan monumentales como inútiles (o perniciosas) de caños y hormigón destinadas a "sacar" el excedente de agua y enviárselo a otro que esté más abajo tanto en altura como en escala social.
El riesgo de inundación en esa cuenca, como en todas las que surcan con cientos de meandros la última porción de la llanura pampeana, existe, está estudiado y forma parte de su dinámica natural. La "permisiva" intervención urbana y rural lo ha exacerbado. El desmadre de las obras hidráulicas como fetiche lo ha agravado aún más.
Hay responsabilidades institucionales. Los municipios tienen a su cargo los conductos pluviales y el alcantarillado, así como del suelo urbano. Y la provincia es responsable de los grandes drenajes (arroyos, ríos, canales, entubamientos), así como de la autorización final, con aval de la Dirección de Hidráulica incluido, de las urbanizaciones especiales (léase countries y barrios cerrados), tan señalados en los últimos días. Es decir, de la política hídrica y su vinculación con la ocupación del territorio de las cuencas.
La pregunta de rigor, principalmente cuando el desastre está desatado, es: ¿se puede hacer algo? Las universidades, los expertos, los ecólogos, los que saben en definitiva, indican que un problema multicausal no puede ser abordado con la lógica lineal y unidimensional del caño o de "la" obra: manejo de cuenca, gestión del territorio entendido como un sistema (sin reparar en los límites distritales) es una forma de abordaje recomendada por la academia y jamás implementada.
Aunque para que eso ocurra, el Estado, además de adoptar el abordaje conceptual adecuado, debe fijar prioridades desde la política. En tiempos de cambio climático, la inundación no es un asunto hidráulico sino –más que nunca- ambiental, en la acepción más amplia y moderna del término. Sin política pública en materia ambiental, seguiremos creyendo que todo se remite a orar para que llueva menos. Y ese, claramente, no es el mejor remedio.